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Warning: session_start(): Cannot start session when headers already sent in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 8 Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus propios amigos - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus propios amigos
23 abr 2011
Por: Hno. Carlo’s Guzmán - Bellott
«Llevando la cruz a cuestas, Jesús salió para un lugar que llamaban la Calavera (en arameo, Gólgota). Allí lo crucificaron con otros dos, uno a cada lado y él en medio».
Jesús llega por fin al Calvario. Ahora le espera un suplicio todavía mayor, tan inhumano, ignominioso y terrible, que durante tres siglos los cristianos no se atrevieron a representar la escena. Es la crucifixión.
Los esbirros se dan prisa. El tronco vertical de la cruz, fijado con anterioridad en el suelo, está ya listo. También los clavos y todo lo necesario para la ejecución.
Jesús queda tumbado en tierra mirando al cielo. Luego, a una orden, extiende los brazos. Con rapidez y precisión, uno de los verdugos clava las manos al «patíbulo». Los músculos se contraen de dolor, el cuerpo se estremece y la sangre brota abundante. Luego levantan el madero y a Jesús colgado en él, pero ajustado al tronco principal de la cruz. A continuación, le clavan también los pies. De las cuatro heridas brotan chorros de sangre. Suspiros irregulares sacuden sus miembros, terriblemente doloridos, y su rostro tenso refleja el espasmo tremendo que lo desgarra.
Ya en alto, el peso del cuerpo descansa sobre el clavo o los clavos de los pies. El sufrimiento es intolerable. El corazón palpita con violencia.
La posición atroz del crucificado provoca afanosa dificultad respiratoria. Trata de apoyarse sobre los pies para aliviar la tensión de los brazos y respirar, pero no puede aguantar largo tiempo el dolor. De hecho los crucificados morían por asfixia. Para acelerar su muerte se les quebraban las piernas, y el peso del cuerpo sostenido por los brazos provocaba tal dificultad en la respiración, que al poco tiempo morían.
Qué impresión tan profunda al ver así a Jesús, muriendo en la cruz. Sobre todo, cuando pienso que es inocente y que sufre por mí.
Toda su Pasión lleva el sello de su amor infinito. La agonía de Getsemaní, los azotes del pretorio, la corona de espinas, la cruz, el diluvio de ignominias y burlas del pueblo, todo nos habla a gritos de su amor. Pero aquí, sobre él Calvario, fulgura con luz todavía más viva. Juan, presente a la crucifixión, podría repetir:
El recuerdo del amor infinito de Jesús al querer ser crucificado por nosotros no puede menos de dejar atónitos a cuantos con fe lo contemplan colgado de este madero de ignominia. No es de maravillar, pues, que una gran multitud de creyentes se hayan sentido profundamente conmovidos al pensar que el Hijo de Dios ha sido clavado en la cruz por su amor. San Francisco de Asís lloraba de ternura en la soledad del Averna. Santa María Magdalena de Pazzi exclamaba fuera de sí:
«Jesús mío, tu amor a las creaturas es demasiado. Estás loco de amor».
En verdad, si «nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus propios amigos», ¿qué podremos decir del de Jesús, que la sacrifica por sus enemigos?
Subiendo a la cruz, Jesús nos enseña una lección muy importante: Crucificamos a nosotros mismos por amor. No basta derramar lágrimas estériles ante el amor inmenso de Jesús. Es necesario llegar a esta conclusión: «Cristo crucificado por mí; yo crucificado por Cristo».
Es evidente que no se trata de amar el sufrimiento por el sufrimiento. Una espiritualidad que propusiera el dolor como fin en sí mismo, sería falsa y morbosa. Se trata de aceptarlo, de amarlo para imitar a Jesús, vivir y completar su Pasión en la propia carne, colaborar a la salvación del mundo, convertirse en una reproducción viva del Crucificado.
Pero estar crucificado con Cristo no quiere decir una vida imposible. La gracia de Jesús sostiene y da fuerza. «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde: Encontraréis vuestro respiro, pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
De no ser así, ¿quién podría soportarlo? En cambio, vemos que tantos fieles seguidores de Jesús, atraídos por su ejemplo, han subido al Calvario y han vivido crucificados con él, pudiendo afirmar con el Apóstol:
Señor, yo soy consciente de la debilidad de mi carne y de la flaqueza de mi espíritu, pero con tu gracia no vacilaré. Cuando los clavos me sujeten a la cruz, no me abandones. Permanece siempre a mi lado, para que mi crucifixión sea completa, duradera y con los mismos sentimientos que tuviste tú. Así podré repetir también con gozo: «Estoy crucificado con Cristo. Pero ya no soy yo el que vive: Es Cristo el que vive en mí».
(*) carlos-albertho@hotmail.com
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