Los últimos meses han implicado el despertar de la conciencia de los pueblos de países árabes, quienes cansados de regímenes burocráticos, corruptos y solamente formalmente democráticos, han optado por la insurgencia callejera para derribarlos y así abrir las vías, hasta lo que se sabe, de reformas más o menos profundas que permitan no solamente mejorar sus condiciones económicas, sino fundamentalmente que la libertad de expresión y de conciencia, además de una participación política plena, sean una cosa concreta y no un eufemismo disfrazado.
En pocas palabras, quieren vivir decentemente y con libertades plenas. Dos gobiernos han sido obligados a retirarse a sus cuarteles de invierno, los de Túnez y Egipto. Por otra parte, se han producido profundos levantamientos armados en Libia y manifestaciones masivas en Marruecos, Mauritania, Argelia, Djibouti, Jordania, Siria, Yemen, Omán y Bahrein con saldo de muertos y heridos y profundas repercusiones en el resto del mundo musulmán, impulsando cambios democráticos. El éxito de su lucha depende y dependerá de su grado de organización y resistencia a las fuerzas represivas.
Para una mejor comprensión es pertinente retroceder en el tiempo. La etnia, o raza si se quiere, propiamente árabe deriva de los beduinos que ocuparon milenariamente la Península Arábiga en duras condiciones de vida en el desierto. Solamente Yemen se caracterizaba por poseer tierras más aptas para la agricultura.
En ese largo transcurrir de estos pueblos en parte nómadas y en parte sedentarios, fue Mahoma el que pudo unirlos e iniciar las glorias que ayer y hoy constituyeron y constituyen su orgullo como cultura impregnada profundamente de religión. El Islam, culto basado en Alá como supremo creador, fue fundado a principios del siglo VII por su máximo profeta, Mahoma, quien organizó a las diversas tribus de la región para la Jihad o Guerra Santa contra los infieles en casi todo el mundo conocido de entonces. Así asimilaron cultural y religiosamente a los bereberes del Norte de África, a los egipcios, turcos, habitantes de la Mesopotamia, persas, indostanos y pueblos de Asia Central, además de algunas regiones de Europa. Para ello utilizaron la palabra y la espada. Fueron extremadamente violentos como los católicos. Inclusive han logrado islamizar a muchos pueblos del África negra como Nigeria, Sudán, Somalia y otros.
Como en toda religión se han producido cismas en el Islam por una diferente interpretación del Corán, así se han conformado dos grupos: los chiítas y sunníes, lo que ha dado lugar a enfrentamientos fratricidas a lo largo de la historia. Además existen musulmanes moderados, respetuosos de otras creencias, y los fundamentalistas que han llevado al extremo las enseñanzas divinas, incluso tergiversándolas, cayendo en el totalitarismo más aberrante. Son relativamente numerosos y su peor expresión es Al Qhaeda dirigida por Osama Bin Laden, un terrorista fanático que ha provocado la muerte de miles de inocentes con atentados criminales en todo el mundo.
Y en este sentido, lo que sorprende sobremanera, independientemente del curso de las luchas en países árabes, los puramente étnicos y los asimilados, es la ingenuidad de muchos gobiernos y analistas de países occidentales que celebran la caída de regímenes autoritarios que se han enriquecido a costa del trabajo y los recursos naturales de sus conciudadanos -con grandes fortunas personales en el extranjero-, quizás con la excepción de Libia, Qatar, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos que han sabido reinvertir el excedente petrolero en el mejoramiento de las condiciones de vida de sus pueblos.
Es importante que los países miembros de la OTAN procuren fomentar el desarrollo de la democracia en el mundo musulmán, algo que les preocupaba poco o nada hasta la caída de la Unión Soviética y las posteriores décadas de reacomodo estratégico, no obstante hay que saber separar la paja del trigo. Los llamados “Hermanos musulmanes” -especialmente fuertes en Egipto, Palestina, Argelia, Afganistán y Pakistán-, quienes predican la liquidación física de todas las demás religiones y la difusión violenta de su cultura absoluta a todo el mundo, han mantenido un perfil astutamente bajo en los actuales conflictos, pero se entiende que no están quietos. Por lo que se ve, aspiran a conquistar vía elecciones el poder en algunos países para después ir liquidando paulatinamente a la oposición y coartando las libertades conquistadas por los pueblos. Realizan un trabajo hormiga de sutil penetración táctica y estratégica en el seno de los más pobres de cada país, para empezar, y después en estratos más pudientes. La tragedia de las “Torres Gemelas” de Nueva York es el ejemplo más claro de la irracionalidad de estos extremistas religiosos.
(*) Politólogo
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