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Domingo 03 de abril de 2011

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Cultural El Duende

Miguel de Unamuno: La inquietud religiosa y el sentido trágico de la vida

03 abr 2011

Fuente: LA PATRIA

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Por esa angustia de inmortalidad podemos ver que el manantial más oscuro y puro a la vez, el más hondo, de la agonía de Unamuno, es, sin duda, su inquietud religiosa. Para Don Miguel Unamuno, creer es una necesidad. En El sentimiento trágico de la vida, hacia el final, nos encontramos con estas palabras: Creer en Dios es anhelar que lo haya, y es conducirse como si le hubiera; es vivir de ese anhelo y hacer de él nuestro íntimo resorte de acción. Estas palabras son el grito desesperado de un corazón al cual le hace falta Dios, cuando Dios, para su razón, es ya una ausencia. Él mismo lo confiesa: No es necesidad racional, sino angustia vital, lo que nos lleva a creer en Dios. Y más concretamente: Creer en Dios es sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. En las mismas páginas de El sentimiento trágico de la vida, Unamuno confiesa de qué entrañable desazón le nacía esa hambre de divinidad, esa sed de Dios: Al ir hundiéndome en el escepticismo racional, de una parte, y en la desesperación sentimental de otra, se me encendió el hambre de Dios y el ahogo del espíritu me hizo sentir, con su falta, su realidad. Pero si cualquier otro espíritu, exaltado hasta la más doliente agonía por esa desesperación del sentimiento, hubiera podido hallar a Dios y encontrar el sendero que hacia Él le condujera, para Unamuno la puerta era una puerta estrecha y por añadidura infranqueable. Porque ese Dios, hallado en la desesperanza, sería un Dios fuera de la conciencia, que existiría más allá de nosotros, y para Unamuno, nada puede ser conocido, nada es, fuera de la propia conciencia. Si en ella no nos duele Dios y no obra en nosotros precisamente por ese dolor, la única realidad divina será el dolor de nuestra sed de divinidad. Esa sed es Dios para Unamuno. ¿Pero esa sed, no es también la sed de todos los hombres, que desean salvar su conciencia haciéndola imperecedera o eterna? Pues en cada hombre, en esa fuerza sedienta de su conciencia y no en su razón, está Dios. Dios es temor y angustia de aniquilación. Por eso el hombre cree –lo que para Unamuno es poéticamente crear– y se cree, en la resurrección de Cristo. Por eso Cristo (un Cristo litúrgico español, un Cristo hombre, vestido y desnudo a la vez. de carne y hueso, con sangre, con ojos cristalinos y que podemos, como quería Santa Teresa, encontrar en los pucheros) es el Dios salvador de Unamuno, El Cristo de Velázquez, por ejemplo, que le llena de imágenes religiosas el rosario vehemente de sus sonetos razonadores y exasperados a la vez.

En 1907, Unamuno escribía en su ensayo “Mi religión”: Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo, sin atenerme a dogmas especiales, de esta o aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes –éstos suelen ser tan intrigantes como aquéllos–, que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos.

En todas sus obras, en sus ensayos, en sus poesías, en sus novelas o dramas, expresa Unamuno esa inquietud religiosa, que es en él pensamiento o pasión. Pero la obra en la cual esa agonía religiosa se hace una filosofía y una poética del tema religioso, es esa trágica meditación en torno al cristianismo que apareció por primera vez en la traducción francesa de Jean Cassou en 1925 y se publicó luego en español en 1931 con el título La agonía del cristianismo.

Al cristianismo hay que definirlo, asegura Unamuno, agónicamente, polémicamente, en función de lucha. A pesar de su expresión dialéctica, el cristianismo, más que una doctrina, más que una religión, es una agonía, una lucha. Contrapone Unamuno el cristianismo al Evangelio, que sí es propiamente una doctrina, una religión judaica, estrictamente monoteísta. El cristianismo es, en cambio, un valor del espíritu universal que tiene sus raíces en lo más íntimo de la individualidad humana. La cristiandad no es la agrupación de los hombres cristianos, sino la cualidad de ser cristianos. He ahí la gran contradicción: el cristianismo penetra en la vida civil, pretende sublimarla, enaltecerla y se ofrece históricamente como una concepción social. Sin embargo, la sociedad mata a la cristiandad, que es cosa de solitarios.

Unamuno odiará a quienes quieren imponer la fe en Dios a cristazos. Propugnará el laicismo en las escuelas. Es que para él no es misión cristiana la de resolver el problema económico social, el de la pobreza y la riqueza, el del reparto de los bienes de la tierra. Vida social es historia, continuidad; el cristianismo, por el contrario, anuncia al hombre, a cada hombre universalmente, que va a terminar la historia, que llegará un instante, un culminante y angustioso instante final, en que a la vida en comunidad sucederá la radical soledad de la muerte. De ahí la lucha tremenda del cristianismo (que vive en la conciencia social de los hombres y se inserta en su vida civil), entre la vida y la inmortalidad del espíritu, y la muerte y la resurrección de la carne; en ese combate vive el cristianismo dudando de sí mismo al propio tiempo que se afirma. El cristianismo, por esa razón, que es una sinrazón a la vez, vive en perpetua agonía. Y por ello mismo, unamunianamente vive: porque sólo en la agonía se puede vivir. Esa agonía es también la lucha entre un cristianismo puro, el cristianismo evangélico, y un cristianismo impuro y social; y en esa lucha, ninguno de ellos puede destruirse, porque la desaparición de cualquiera acarrearía la eliminación de los otros.

El problema de la agonía del cristianismo se enlaza en Unamuno con el sentimiento y el concepto de la historia y con el de la inmortalidad o eternidad. La historia, presente eterno, momento huidero que se queda pasando, que se pasa quedando. La llamará también posibilidad de los espantos. Inmortalidad, que no es quietud, ni paz, ni acabamiento, sino eterno acercarse sin llegar nunca, inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva. En esa esperanza pide Unamuno un eterno purgatorio más que una gloria; una ascensión eterna.

Juan Chavás. Escritor y crítico español.

El texto está incluido en “Literatura Española Contemporánea”, 1898-1950.

Fuente: LA PATRIA
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