En 1858, el Parlamento inglés, después de arduas y talentosas gestiones del polémico escritor y político, miembro de la Cámara de los Comunes, Benjamin Disraeli; aprobaba la admisión de los judíos en el devastador edificio londinense. Sin revoluciones inútilmente nocivas, sin cercos absurdos, sino, gracias a la acción individual de sus miembros.
Autor de “Coningsby”, o “Life of Lord George Bentinck”, y varios ensayos; Disraeli trató el problema judío como un pensador, a través de sus complejas obras, llegando al Parlamento y a contribuir con sus acciones al engrandecimiento de su nación. Es lo que puedo decir de Disraeli, empero la importancia de esa evocación radica en el contraste nocivo que ahora puede advertirse comparando los tiempos que al mundo le ha tocado atravesar, las gentes e instituciones.
“La admiración que siento por el pueblo inglés -dice Emil Ludwig- se debe a su carácter y, muy especialmente, a su civismo. Cuando, teniendo treinta años, llegué por primera vez a Inglaterra y, al facturar mi equipaje, en la estación de Dover, no me dieron talón alguno; cuando, a la mañana siguiente, me percaté de que en el Haydee Park londinense no había verja alguna que protegiese el verde del paso de los viandantes, al revés de lo que ocurre en el Tiergarten berlinés, sino que, por el contrario, vi cómo sobre el césped estaban tumbados algunos obreros, tomando el sol o echando la siesta, mientras que, sólo un poco más allá, en Rotten Row, pasaban cabalgando en sus caballos irlandeses los elegantes, sin que se molestasen unos a otros mutuamente; cuando escuché a un hombre que, subido a un banco y rodeado por unos cincuenta individuos, exclamaba: «Cualquier caballo de las cuadras del rey tiene más para comer que yo», sin que ningún policía acudiera a «disolver la reunión»; cuando advertí que en la Cámara de los Comunes el jefe de la oposición ocupaba un sillón tan cómodo como el del propio jefe del Gobierno, y todas estas cosas al primer día de mi llegada, pude apreciar hasta qué punto es posible la libertad en un Estado, sin que ello implique la necesidad de una revolución”.
En efecto, esa latitud del mundo ha alcanzado a fuerza de parlamentarismo, de debate en el seno de la Cámara de los Comunes, de hazañas por parte de lords y espíritus selectos como Shakespeare, la férrea disciplina política, el sentido de responsabilidad ciclópeo que significa llevar el título de diputado o senador, que hoy, más parece un pomposo despilfarro de curules y de la hermosa arquitectura que tiene el Congreso boliviano.
“Sin necesidad de una revolución”, remarcaba el biógrafo de Goethe, Napoleón, o Lincoln; Emil Ludwig, que, también realizó unas polémicas entrevistas a Mussolini y a Stalin.
¿Debo señalar, acaso denunciar el comportamiento de la brigada parlamentaria cruceña al elegir a su presidente? No es una isla, antes bien, constituye la más honda representación de la inconsciencia política y filosófica que impera en los escenarios oficiales de política, en mi país; ahora el político no es ese hombre formado a fuerza de principios y de actividad cultural, no es el tiempo, por ende, de Disraeli, aunque no lo conozca muy bien.
Aquí se vanagloria a los revoltosos, ruines, generalmente, a los logreros, a quienes pretenden atentar contra la historia nacional, aún a quienes constitucionalmente o no, se empeñan en medrar la esencia boliviana, el “carácter nacional”. Éste, debería o podría manifestarse en el desenvolvimiento de las actividades políticas, sin llegar a estereotipos.
Hoy, Bolivia se encuentra en la palestra internacional debido a una declaración infortunada, cuando no necia, de su Presidente. ¿Infortunada?, primero es preciso demostrar la grandeza nacional, en el pedazo de tierra que tenemos, luego, talvez, se pueda hablar en serio de reivindicaciones internacionales. ¿Necia?, en las múltiples declaraciones de prensa que Presidente y Vicepresidente han realizado, jamás se ha escuchado un solo argumento concreto para presentar en la famosa corte de La Haya.
Lo más que se ha llegado a decir es la creación -peregrina, por lo visto-, de algo así como una Dirección de reivindicación marítima. Sin embargo, hace más de una semana que se ha anunciado la decisión presidencial, para demandar a Chile. Pobre estrategia, o, lo que es más honesto, no existió una verdadera estrategia.
Así, lamentablemente, pero hay que reconocerlo para emprender otro rumbo, se está más lejos de la reivindicación. El Gobierno actual de Chile, ha dicho claramente no, pero, ¿no tendrá culpa la pésima estrategia boliviana?, y, por otro lado, tal gobierno no es eterno.
Hay que ingresar en los motivos históricos, hay que buscar elementos de convicción, hay que mirar las experiencias universales, Inglaterra, por ejemplo, se ha despojado de sus colonias sin mayores aspavientos, claro, tenía un Parlamento, poseía la cualidad irreemplazable del pensador, existían, pues políticos en su seno.
Saludable es mirar las experiencias políticas de este mundo, para tratar de influenciarse en las verdaderamente grandes que acaecieron, en los seres que honestamente consiguieron imposibles aparentes. Hay que buscar en nuestros y en otros anales, los motivos concretos que condujeron a la situación actual del mundo, hay que tratar de encontrar el sino, ése que ha empeñado tanto a Spengler, quien ha lanzado a pesar de la ignorancia de sus congéneres, razones directas para comprender la Historia. Pero, hablar de eso en Bolivia parece una quimera, las autoridades han procedido de acuerdo a su mediterraneidad mental, harto nociva por cierto, y, así, asaz difícil, quizá imposible ha de ser librarse de la otra mediterraneidad relacionada a las aguas saladas.
No es fútil insistir en que primero debe consolidarse, a fuerza de probidad, a fuerza de acción ingeniosa, el Parlamento, que de ahí es de donde deben salir los designios de la nación, la protección contra sátrapas, y, la gestión en libertad.
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