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Domingo 27 de marzo de 2011

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Revista Dominical

Boxeador orureño, Enrique Peñaranda:

“Me fui de Bolivia por un título mundial, no lo gané, por eso nunca más volví”

27 mar 2011

Fuente: México, DF.-

A sus 69 años, lejos de su Oruro querido, sobre el cuadrilátero de sus recuerdos el púgil Peñaranda, nunca tiró la toalla. Lo único que tiene es el amor y pasión por el boxeo y para él aún no ha tocado la campana • Por: Lic. Marco A. Flores Nogales - Periodista

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“Me fui de Bolivia por un título mundial, no lo gané, por eso nunca más volví”, relata Enrique Peñaranda, con un tono de voz seguro, pero deja entrever su nostalgia por no darle esa alegría al pueblo boliviano y regresar después de 45 largos años a las calles de Oruro como un campeón mundial del boxeo.

Enrique Peñaranda Espinoza, nació en Oruro el 26 de marzo de 1942, aún sus manos son fuertes, basta con estrecharlas para escuchar crujir sus huesos. Sus puños son demasiado grandes, parecen rocas moldeadas. Tiene figura corpulenta, espalda recta -para su edad- y el cabello blanco va ganando su cabeza.

Aquel muchachito delgado y ojos rasgados, razón por la cual se ganó el apodo de “Chino”, a los 13 años patinaba en las pistas de Oruro. No sospechaba que pronto su vida cambiaría.

“Tenía mi amigo que se llama Max Rodríguez y Humberto Rodríguez, él ya era boxeador. Con Max éramos amigos y jugábamos volibol en las calles y me entero que Humberto ya era boxeador”.

Un día de esos le digo: “Oye zurdo (Humberto Rodríguez) cómo le hago para aprender a boxear” y me agarra la cabeza y me dice: “No chinito te van a matar” y entonces decidí olvidarme de boxear.

Pero el destino es caprichoso y un día de esos se encuentra con el boxeador Jaime Quiroga, que cargaba unos guantes muy bonitos, eran ingleses y muy grandes.

“El Jaime me pide que lo acompañe a entrenar, porque era muy flojo para caminar solo. En un principio me negué, pero al final acepté y fui con él al Club Atlético Nacional (CAN)”. Lo veo entrenar y corremos juntos, me gustó”.

Los recuerdos empiezan a salir del corazón de Peñaranda y abre el baúl de sus memorias y narra emocionado: “Un martes llegó un teniente de la Policía, era presidente de la Asociación de Box de Oruro. Él habla del programa y que faltaban algunos boxeadores, de repente dicen que yo podía pelear, me asombré, pero al final acepté”.

El nombre de Enrique Peñaranda es colocado en la lista de boxeadores, él tenía casi 14 años y estaba listo para saltar al ring y pelear por el honor, como se hacia en esos tiempos. El box era una lucha de dos caballeros medievales sin armadura, los guantes eran las espadas que cortaban la cabeza del rival.

“Llegó el día de la pelea y descubro que no tenía nada para boxear. No tenía el calzón o corto, Quiroga se ofrece a prestarme el calzón y una toallita. Así peleé, era la segunda pelea de la jornada y me ganaron.

Luego me bañé y estaba en la gradería junto al “Zurdo” Rodríguez, le pregunté ¿por qué me dolía la cara? Él me sujeta la cabeza y acomoda mi mandíbula, me la habían desencajado y luego me felicita por la pelea”.

Eran otros tiempos en Oruro, los cines exhibían películas de Cantinflas y Tin Tan, el muchachito boxeador iba al cine, pero 10 minutos antes que terminara la película salía corriendo al gimnasio para entrenar.

Así fue como se inició en el viril deporte del pugilismo y dejaba cualquier cosa por entrenar.

“Yo no tenía despertador en casa, mi familia era pobre y no podía pedir un despertador. Por eso, me dormía temprano y a la hora que me despertaba salía a correr, muchas veces eran las 12 de la noche o las 2 de madrugada. Iba corriendo hasta Itos, las calles del Faro del Conchupata y también a los arenales para fortalecer mis piernas”, cuenta Peñaranda.

¿Tenía un entrenador en ese tiempo?

“Mi primer entrenador fue un señor que se llamaba Silvano Jáuregui, él fue boxeador y había otros más que no recuerdo sus nombres. Luego tuvo como entrenador al Juan Vicente Morachela, un argentino que estaba de paso por Oruro, él en realidad era bailarín de malambo y sabía boxeo.

Así me gustó mucho más el boxeo y empezamos a viajar por el país.

Luego en 1959, entré al Ejército, al Regimiento Camacho, haciendo falsificar mi certificado de nacimiento.

La Asociación de Box pidió permiso al Regimiento, para que pueda viajar a Chile y participar de algunas peleas. En Chile tuve peleas con un muchacho Waldo Ordenes, Ramiro Canchaya, Navarrete y otros más. Deportivamente nos fue muy bien”.

PELEAS

Las peleas que más recuerda y aún sueña con esos días de gloria, fueron con Quiroga, porque fue un buen boxeador, campeón nacional y en su trayectoria le ganó a Mario Gárate, guantes de diamante en México.

“Eran unas peleas muy buenas y había que soportar de campana a campana”, dice Peñaranda, apretando los puños.

“Yo lo poco que aprendí allá era usar muy bien la izquierda, el jab de izquierda (golpe para mantener la distancia, para iniciar una combinación, como golpe de engaño para otra acción posterior, para preocupar al rival).

El jab es la base fundamental del boxeador, manejar la izquierda, dicen que el pegador es tan bueno como su mano izquierda. El boxeador diestro maneja la mano izquierda y el zurdo maneja la mano derecha”.

Con mucha seguridad, certeza y convicción, haciendo un alto en la charla y con una mirada desafiante él púgil se confiesa y dice: “Me calificaban como un boxeador y no como peleador, yo boxeaba, no peleaba”.

“Yo hice ver mal a muchos campeones del mundo como Ultiminio Ramos , boxeador cubano que mató a dos boxeadores en su carrera (primero a José “el Tigre Blanco”, en 1958 en La Habana, y cinco años más tarde al afroestadounidense Davey Moore) y después también hice quedar mal a José “Mantequilla” Nápoles campeón del mundo”.

Con “Mantequilla” tuvimos una pelea formal y me ganó, pero siempre me buscaban para que entrenara conmigo, porque era muy difícil para él, boxeamos más de 140 rounds.

Él era buen boxeador, uno de los últimos monstruos de la década de los 70. Los periódicos de ese entonces titulaban: “El boliviano Enrique Peñaranda anda haciendo ver mal al campeón”.

“Mantequilla” siempre andaba enojado conmigo, no me hablaba y su mánager era quien me pedía entrenar y pelear con él.

Regresando su mirada al pasado, Peñaranda cuenta: “Las peleas con Quiroga eran buenas, pero casi siempre él terminaba tirado en la lona, ahí están las fotografías”, sonríe con orgullo y con la mirada de un travieso deja bien en claro que de cinco peleas le ganó tres, por lo tanto él era el número 1 del boxeo.

¿Cómo eran las horas antes de la pelea?

“Las peleas eran en el día, muy pocas veces en la noche. Un día antes había que soltarse, era moverse y hacer ejercicio y dejar relajar el cuerpo.

El día de la pelea hay que levantarse muy temprano para ir al pesaje, yo me inicié en el peso pluma, pesaba 57 kilos 172 gramos.

Había que comer algo ligero, no se toma mucha agua, porque uno se cansa y sofocarse. Hay que comer verduras, algo de carne y jalea, se come algo dulce, para que queme el cuerpo.

Antes de algunas peleas subía donde la Virgen del Socavón, pero en el cuadrilátero la pelea depende de uno mismo”.

EL SUEÑO MEXICANO

“Desde hace mucho yo tenía la idea de venir a México, porque es un país donde el boxeo estaba bien y la competencia era dura. Para surgir, para ser el mejor tengo que ir a México.

Ese año trabaja en la Alcaldía de Oruro como gendarme controlando en los mercados, la gente ya me conocía y en la calle me saludaba, aplaudía y me invitaban a comer unas salteñas.

Tuve problemas para sacar la visa o permiso. Sin pensarlo esos días el destino hace que me encuentre con un empresario alemán, Rolfi Silvistein, que traía de México luchadores y toreros, su suegro trabajaba en la embajada de México y consigue una cita con el embajador.

Se reúnen con el embajador. El alemán con el embajador hablaron de luchadores y toreros, charla amena y por demás fructífera, pues se consigue la visa para el boxeador Peñaranda”.

No recuerda el día que salió de Bolivia, pero sí cuando se subió a un avión y dejaba atrás a su esposa e hijo, pero tenía una pelea con el destino. En el avión Peñaranda conoció a un señor peruano que iba de visita a EE.UU. y entraban amistad, llegando incluso a alojarse en el mismo hotel.

“Recuerdo bien, el hotel se llama Santa María la Rivera”, sonríe y acota que la información se la dieron los dirigentes de los canillitas en Oruro, que antes vinieron a un encuentro.

“Salimos a caminar, desayunamos en Garibaldi y paseamos por Bellas Artes, hasta llegar a los baños Jordán. Era una casa antigua y en la planta baja había muchos managers y boxeadores. Arturo “Cuyo” Hernández, tenía un gimnasio en el segundo piso, sólo para él”.

En Bolivia en esos años circulaba la revista Ring Mundial y ahí aparecían las fotografías de muchos boxeadores mexicanos. Al entrar al gimnasio, los rostros en sepia de esos hombres se convirtieron de carne y hueso. “Empecé a ver y reconocí a muchos boxeadores”, recuerda con nostalgia.

“Minutos después conocí personalmente al “Cuyo” Hernández y me pregunta mi historia y me responde: -Quiero verlo, quiero verlo moverse-, y me citó para el día siguiente”.

¿Ese día nació la ilusión de ser un boxeador profesional?

“Al día siguiente regreso con mi ropa de entrenamiento y me hacen cambiar. Me ordena moverme y después de unos minutos el Cuyo me dice: -Me gusta, me gusta, pero hay que corregir muchas cosas-.

Así fue cuando nació una ilusión del boxeador orureño de triunfar en la vida y ganar un campeonato mundial.

El “Cuyo” decide llevar al boliviano a la casa de su madre en la Colonia Guerrero, calle Estrella No 91, para que no gaste en alojamiento y comida. En retribución y como si estaría pagando la renta por adelantado, Peñaranda le da a guardar los 500 dólares que tenía consigo, todo el dinero que llevaba en su bolsillo.

Como a los tres meses de pisar tierra mexicana, llega la primera pelea oficial y pelea con “Fino” Rosales, un muchacho, buen pelador que ya murió. “Gané la pelea, porque estaba bien preparado y la empresa me repitió las peleas. Luego viajábamos mucho por todo México, peleando en muchas ciudades”.

LA FAMILIA Y LOS RECUERDOS

Cuando el boxeador habla de su madre, mujer que tiene 102 años y se convierte en la boliviana de mayor edad en México, muestra su lado emotivo y cariñoso para la mujer que le dio la vida.

Es muy sincero al reconocer que su madre nunca vio una pelea suya. “Si para un hombre es difícil ver a su hijo o hermano pelear, para una madre es peor”, dice enfáticamente.

¿El boliviano Peñaranda aún no ha tirado la toalla en el boxeo y la vida?

“Gané mucho dinero, no las cantidades que sueña mucha gente, pero viví muy bien y viajé mucho”. Esa conducta se la debe a su mánager, le inculcó la responsabilidad,

Manuel Carrillo y Jorge Ugalde fueron sus entrenadores y de ellos recuerda los gritos desesperados de una esquina de “nunca bajar la guardia, nunca”.

Faltan pocos minutos para el mediodía, el Sol calienta a plenitud y Peñaranda algo cansado de la emoción de los recuerdos cae en silencio y sorpresivamente dice: “Nunca había pensado en fracasar”.

En una pelea de box, hay un perdedor y un ganador. El púgil orureño recuerda perfectamente lo que pensaba el día que partió de Bolivia. “Voy por un campeonato del mundo y si no consigo no vuelvo, por eso estoy aquí”.

¿La última pelea en México fue especial?

“Mi última pelea fue con un muchacho Cardozo, yo me despedí con eso, dije se acabó y si no se logró nada a esta edad, ya no se podrá. Ganamos la pelea y colgué los guantes con nostalgia.

Nunca tiré la toalla y eso le gustaba al público que me conocía como: El boliviano Peñaranda.

Si pudiera ir a entrenar a muchachos sería “padre” (lindo o bueno). Falta enseñar la técnica del boxeo actual, el boliviano es fuerte y puede triunfar en el box, somos una raza muy fuerte, somos especiales”.

“Yo a mi edad me peleo con cualquiera, con la certeza que le voy a ganar”, dice en tono juguetón colocándose en posición de defensa esperando el primer descuido para lanzar un jab de izquierda y mandar a la lona a cualquiera.

Enrique Peñaranda, es un deportista de verdad, no fumó, tampoco bebió y fue disciplinado en el box, tuvo 108 peleas, ganó 85, las demás las empató y perdió.

Pronostica que algún día volverá a Bolivia, para enseñar lo que aprendió y levantar el boxeo nacional y dejó en claro que: “Lo único que me queda es el amor y pasión por el boxeo y aún no ha tocado la campana para mí”.

La figura pesada y robusta del boxeador se fue perdiendo en el largo pasillo de aquella vieja casona, sus pasos son lentos, sus movimientos sincronizados, pero nunca baja la guardia.

Fuente: México, DF.-
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