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Domingo 20 de marzo de 2011

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Cultural El Duende

Más importante que una deshonra

20 mar 2011

Fuente: LA PATRIA

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El sábado de carnaval se fue yendo como mandaba la tradición y como lo esperaba todo el pueblo: como el inicio de un jolgorio que duraría hasta el miércoles de ceniza. Yo, Pedro Limón, apodado el Cachafaz, el mejor jinete de San Fernando del Llano, me había lucido en la fiesta de apertura con mis flamantes zapatos estrenados para la ocasión, mi impecable guayabera de lino y mis vaqueros bien planchados. Mis zapatos negros se convirtieron en la envidia de los mozos del pueblo, la mayoría, resignados a pasar en sandalias la solemnidad desenfrenada del Carnaval. Pocos podían darse el lujo y, confieso con modestia, mis zapatos agrandaban mi popularidad. Todos querían beber conmigo y yo quería evitar de terminar la noche embriagado; quería estar sedita, pues, luego, me había propuesto visitar a Florinda Guacamo quien, estaba yo seguro, no se resistiría ni a mis insistencias ni a mi estampa bien calzada. Quería estar consciente al momento de acariciarle con lo mejor de mi vigor su delicada alma coqueta y engreída. Cuando al fin todo el mundo dejó desierta la plaza, me armé de coraje, caminé hasta su casa y, justo a lado donde está su lecho, le dije bajito:

–Flori, soy yo, el Cachafaz, he venido por ti mi chinita

La respuesta fue rápida, parece que la muy pícara me estaba esperando.

–¿Qué quieres? –me contesto, fingiendo molestarse.

–A ti pues mi amor, salí, vámonos al monte.

–Ni pensarlo, si quieres algo entra por la puerta de atrás.

–¿Y tu padre? –le dije, como llamándole a la reflexión.

–Duerme su borrachera… y mi madre, tú sabes bien que partió a Buenaventura, a visitar a su hermana la evangelista que le convence de abstenerse de las fiestas donde abunda el alcohol.

–Bueno pues–. Y estimulado por la pasión me descalcé para no hacer ruido y me metí a la cabaña como si entrara en mi dominio.

La Flori, en la oscuridad, me tomo la mano y me guió hasta su cama. Rebosante de deseo y feliz me quité la ropa, esta vez embriagado en el olor canela que emanaba de su desnudez. No tardamos mucho en darnos las caricias de bienvenida y cada vez que yo quería decir una frase de las que había memorizado para halagar su belleza, ella me apretaba la boca con una de sus manos o me callaba con sus labios. Pero como la fuerza del encuentro de nuestros cuerpos era inapelable, pronto olvidamos que debíamos guardar silencio y yo lancé mis bellas frases de enamorado y ella sus murmullos de hembra festiva. Todo iba bien, hasta que de pronto, de la otra habitación se escuchó:

–Flori. !Qué haces muchacha atrevida! ¿Te trajiste un hombre a la casa? ¡Carajo!

Ella, entre temerosa y desesperada me ordenó:

–!Márchate, por favor, sino mi padre te mata!... Cuando está borracho es capaz de todo.

Yo, para salvar mi pellejo, me metí volando en mi pantalón, tomé mi guayabera y salí sin pensar siquiera coger mis flamantes zapatos. En fin, me dije después: mañana, tendré que ir a disculparme y, aunque el hombre me pida que me case con su hija, podré recuperar los zapatos...

Entonces, en medio de un desasosiego hipócrita, me fui a buscar a algún parroquiano que todavía bebía a esas horas, para reconfortarme en los tragos y para crear aun más envidias con mi desventurada hazaña.

El domingo de Carnaval, la fiesta subió de tono y todo el mundo, a invitación de los ganaderos, se concentraba en la plaza para gustar la tradicional parrillada de terneros y para bailar con la banda de los músicos serranos que fueron contratados en Almaguer. Yo amanecí con un dolor de cabeza, con una fisura en el corazón y con una vergüenza que me impedía agarrar coraje para ir a recuperar mis preciados zapatos. Me vestí y, resignado, me puse mis viejas sandalias sintiéndome en el mismo rango que todos los jóvenes del pueblo; aunque me justificaba y decía: por el cuerpito de la Flori bien merezco pasar el resto del carnaval con los pies bien ventilados. Así, me fui a la plaza del pueblo. Cuando llegué donde estaba la muchedumbre carnavalera no pude creer lo que veía: el padre de mi enamorada estaba endomingado, bailando y contentísimo, lleno de confeti y serpentina y gozando del placer de mostrarse al pueblo en calzados recién estrenados. Lo único que atiné a decir en mis adentros fue: ¡montuno de mierda, muerto de hambre! Y, después, fui a buscar a la Flori para llenarla de besos a plena luz del día, dejando que el hombre disfrute del carnaval y de mis zapatos que para él eran más importantes que la deshonra de su hija.

Alberto A. Zalles. Sociólogo boliviano.

Fuente: LA PATRIA
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