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Domingo 20 de marzo de 2011

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Cultural El Duende

Crónica de consumo: la bombilla quemada de la poesía

20 mar 2011

Fuente: LA PATRIA

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(fragmentos)

Un día de crónica no hace daño a nadie, caminar por las calles imaginando cómo sería deambular por ellas si acaso no estuviesen allí, vagar un poco más allá del vértigo de la imaginación, arriesgándose a vivir otra experiencia que no es suya, una especie de estadía no estando, sintiendo con todo el espíritu cómo sería el mundo si por allí y en aquel momento no se estuviese en él. Claro que esto parte siempre de una presunción, considerando pertinente mi estadía en el mundo. No hay otra: el hombre ya viene de fábrica con esa débil arrogancia. Y el término no es correcto una vez que todo fue transformado en producto. En un mundo habitado por consumidores, no hay más distinción entre compradores y vendedores, porque todos actúan, o mejor, sufren la actuación del mercado, en fin: lo que nos diferencia es un dato meramente temporal: cuando somos compradores y cuando somos vendedores. De tal manera que nuestra personalidad está medida por la carga horaria de actuación en una y otra instancia. Hay que ver detalles, nada más. Por ejemplo, saber si la amistad puede funcionar como un producto aspiracional.

Vivir con más libertad no significa no creer en más nada, no compartir opiniones, radicalizar el status de su condición solitaria en el mundo. Borrar todos los rastros de conceptos como los de confiabilidad y discordancia explícita. David Shah, el simpático inglés, consultor de tendencias, al diagnosticar el fin de la moda, nos lleva a una indagación: extinto el hábito, ¿se extingue la cultura en toda su amplitud? ¿Cómo entonces ser teólogo de nada en tierra de nada? ¿Cuáles son los hábitos de Shah? ¿Qué viste? ¿Con quién se encuentra? ¿En quién confía? Shah hace una apología de la “recontextualización”, algo no tan simple como cambiar los muebles de posición en una sala, pero, al final, esencialmente eso.

Los poetas brasileños en la actualidad parecen discípulos de David Shah. Ah sí, ésta sería una primera reacción de un poeta brasileño, porque yo también soy poeta y brasileño. Pero la cosa no se resuelve a favor de nadie así tan fácilmente. Porque el dilema no se restringe al comportamiento del poeta brasileño. Shah asevera que: Hoy en día, la mayoría de los productos se parecen y básicamente tiene la misma calidad, sean japoneses, coreanos o británicos. Para diferenciarlos, es necesario atribuirles una personalidad. Ésta, que es la óptica del consumo, se asemeja mucho a una óptica no declarada del hacer poético en Brasil. Me recuerda la afirmación que hizo Ademir Demarchi, en una mesa del instituto Goethe, en el sentido de que los poetas brasileños habían alcanzado una técnica admirable. Sí, es verdad, dentro de los patrones actuantes, de circulación aceptados por la crítica –hoy restringida al ámbito del análisis académico–, todos escriben muy bien, con buena sintaxis, pausadamente, etc. ¿Faltaría entonces aplicar el método Shah, o sea, atribuirles una personalidad? No precisamente, pues de lo que se trata es de la aceptación de que esa poesía se tornó producto, nada más. Que es otra su instancia de actuación. ¿Cómo reaccionamos delante de las crisis? ¿Cómo las aceptamos? ¿Cómo pasamos por encima de ellas en un ejercicio de alineamiento?

Toda vez que el título de una materia en la imprenta dice “No hay más moda”, esto nos lleva a pensar en correlatos del tipo “No hay más orgasmo”, “No hay más poesía”, y tantos otros. Todo el día la prensa tiene que decir que algo no existe más, para así poder reanimarlo al día siguiente. Los periodistas no entienden más de ilusionismo de lo que los poetas, quienes disponen infinitamente de más espacio para el ejercicio de su perversión. Una afinidad entre periodistas y abobados es que el asunto central nunca se restringe a conceptos como verdad y justicia y sí a su transcurso: la ganancia de causa. El titular es la ganancia de causa, si se trata de prensa. Vivimos en un mundo completamente previsible, donde el telediario, por ejemplo, confirma la ácida ambigüedad entre lo que relata y el ánimo que nos despierta. En algunos casos es casi como una proclama: a pesar del mundo que les presentamos, traten de tener esperanza. Pero todo esto sucede porque tenemos que seguir vendiendo. He ahí donde David Shah está más implacablemente correcto: “Usted puede tener todas las ideas que quiera, es muy fácil ser creativo. Lo difícil es comenzar a producir aquello que imaginó y colocarlos en la calle para ver si vende”. O sea, todo se resume a técnicas de venta, una vez que la condicionante estética ya haya sido resuelta de forma conveniente.

Dante Lucchesi, comenta que la sociedad post-moderna, al tornarse una nebulosa de todos los lenguajes posibles, vacía el poder de significación del lenguaje en la medida en que la rectifica, instrumentalizándola, tornándola un mero accesorio, del cual un artista, un estilista de moda o un publicitario puede lanzar mano sin cualquier compromiso, y con fines absolutamente pragmáticos. Ahora, con qué enorme facilidad nos tornamos víctimas de un sistema cualquiera. Sumemos, por lo tanto, a nuestra lista de afirmaciones caóticas el cataclísmico “No hay más historia”. Y siempre me pareció tan fascinante la sugestión de Barthes de ir al encuentro de todas la ideas recibidas… ¿Acaso no debería el poeta estar en el mundo justamente para ello? Dos décadas antes de los brasileños referidos, ya alertaba Elias Canetti que “nadie será hoy un poeta si no duda seriamente de su derecho de serlo”, atento a la “perversa banalidad” que tomaría pose de nuestro estar en el mundo.

El dilema mayor todavía estaba por venir, considerando hoy que la rectificación evocada por Lucchesi no incide apenas sobre el lenguaje y sí sobre el poeta, que no sube a tiempo de negarse a sí mismo, a transgredirse, deshacerse del culto del yo con que acabó imaginando el único sentido de su existencia. Se tornó él la cosa en sí, el “aderezo en las subculturas del gusto”, el frecuentador de fiestas, eventos, donde la poesía no dice nada más. Si acaso se asemeja tal empresa con lo que mueve la filatelia o la numismática, tal vez sea apenas por el aspecto de coleccionista, en el caso de un coleccionador de facetas, de gestos elocuentes para compensar la lectura de versos inocuos. O compilador de ejercicios de simpatía en la articulación estratégica de la nueva marca con la cual se ocupa: él mismo. De ahí vale retornar a Shah cuando dispara que “marcas pasan a ser como familias, dan al consumidor estabilidad, una identidad”, en fin, “sustituyen la iglesia y la familia real”. Por tanto, la colección del poeta se reporta a la cualidad accesoria de su plusvalía.

Evidentemente, ya no cabe hablar de post-modernidad, excepto como “recontextualización”, y entonces tenemos que observar una vez más la óptica de Shah, cuando habla de la importancia de “deshacer las barreras entre las disciplinas como moda, iluminación, ropas deportivas, autos y comenzar a pensar todo eso como una cosa sola”. Ahora fue exactamente contraria la opción tomada por el poeta, que se alejó en un rincón cualquiera del lenguaje sin ocuparse de otras estructuras o disciplinas. No sé si aquí cabe la distinción que Roland Barthes hacía entre contrario e inverso –“lo contrario destruye, lo inverso dialoga y niega”–, pero es interesante acompañar su raciocinio: “me parece que sólo un escrito invertido, presentando al mismo tiempo el lenguaje recto y su contextación (digamos, para abreviar: su parodia), puede ser revolucionario”. El hecho es que el poeta condenó la lógica del mercado, no la invirtió. Apenas la repelió, sin transgredirla. Lo que hizo que retornase vehementemente sacramentada por la desarticulación argumentativa de su ideal contestatario. Ni esto, pues no hubo retorno. Dio un paso tranquilo a su curso irrefrenable de consumismo, con lo cual el poeta pasó a identificarse.

Pero, ¿dónde el poeta aprende a ser gente? En la transmisión de conocimientos, técnicas, fascinaciones, sueños. Anteponerse al pragmatismo tiene su dosis de valor, considerando que en él la satisfacción se agota en sí misma. Con todo, hay algo en el poeta y en el lenguaje que encarna, que es susceptible de aplicaciones prácticas. El poeta tiene que disponerse a cambiar la bombilla quemada del lenguaje, por ejemplo. Y para eso necesita comprender que él no es nada si no comparte mundo, y si no aplica sus conocimientos en el mundo que habita. ¿Todavía podemos hablar en el término revolucionario? Dependerá siempre del poeta. Antes que todo, él tendrá que aprender a contestarse a sí mismo. A partir de ahí conseguirá renovar procesos, enigmas, deseos, ya nadie se arriesga a pregonar nada en tal territorio quemado por el abandono de sus granjeros.

Aunque el poeta se haya convertido en pieza de consumo, a él no se aplica la misma evaluación general de Shah, de que “el gusto por la ostentación está en baja” y que “estamos volviendo a la idea de inteligencia como un lujo”. A veces, el fulgor de espíritu es apenas un efecto. La ostentación fue dislocada del lenguaje para la figura del poeta, a punto de los versos haberse resumido la mera lapidación formal, no cabiendo aplicarle sentido alguno. El poeta sí, hace sentido, brilla por el lujo de su sagacidad, y no propiamente por su inteligencia. No está en armonía con el mundo que lo cerca, pero antes se exhibe con alguien por encima de todas las miradas. Es profesoral, distante, al mismo tiempo simpático, con aquel aire patético de marca establecida. El poeta es la gloria en sí, aunque la gloria no lo reconozca. Alguien por dentro de la nada y por fuera de sí mismo. ¡Ah, si al menos fuese alguien por dentro de la duda! La poesía perdió la cuenta del mito, pura y simplemente porque el poeta una bella mañana despertó preocupado por el qué vestir.

De ahí que el negocio de las tendencia haya encontrado tanto terreno para evolucionar. No que no existiese. El propio negocio de la creación siempre existió. De alguna manera, uno se contrapone al otro. La presencia contestataria del artista daba segmento a esa senda de tensión. Pero cuando el “factor celebridad” entra en curso, no hay duda que el negocio de pólizas de seguro se siente reconfortado. El seno de una actriz, el pie de un atleta y… ¿el poeta haría seguro de qué? A veces, es tan simple un jaque mate. Ya no dispone del mito, del conocimiento mágico, de la integr4idad, de la mínima noción de humanismo, su lenguaje había sido incorporado por un fantasma, de manera que la joven, siempre tan simpática, en la recepción de las propuestas de pólizas, le dice: Usted no vale nada. El poeta siquiera tenía el recuerdo el último verso realizado. Como recurso ante la lindura de la jovencita, todavía intentó: ¿no puedo asegurar el producto aspiracional que soy yo?

En el principio de estas reflexiones yo andaba por una calle cualquiera, allá en el primer párrafo, y fue interesante pensar que la concepción de este artículo nada tuvo que ver con una película que vi, The Forgotten (2004) de Joseph Ruben, donde había una reflexión aparente sobre la conexión emocional entre padres e hijos, aunque detrás de la trama se erigía algo que me pareció más sustancioso: todo conocimiento se anula en sí, si no puede ser compartido. Anduve caminando por aquella misma calle, imaginando mil formas de estar en ella. Es lo que ha hecho en cada verso, a cada paso de mi vivir. ¿Dónde están la “iglesia y la familia real”? ¿Qué perdimos, en el decir de Shah? Ni de esto sabemos dar cuenta. ¿Para qué diablos están en el mundo los poetas? ¿Para escribir los versos más bellos de esta noche? ¿Pero ya no fueron escritos? ¿El poeta quiere todavía más belleza? Pues que trate de vivir. Que trate de arrancar de sí la belleza suprema de existir, contra todas las marcas de lujo y todo el discurso pueril de los consultores de comportamiento. Tórnense, por lo tanto, imprevisibles.

Floriano Martin. Fortaleza, 1957. Poeta, editor, ensayista y artista plástico brasileño.

El texto fue tomado de Archipiélago 66.

Fuente: LA PATRIA
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