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Domingo 06 de marzo de 2011

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Cultural El Duende

A los 18 me enamoré en Oruro

06 mar 2011

Fuente: LA PATRIA

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Cuando tenía dieciocho años en Chile, me moría por ser un escritor de América. Pero entendámonos bien, mi aspiración era convertirme en un escritor de América, Norteamericano.

Esos tíos la pasaban bomba. Si pertenecían al mundo de los negocios, terminaban siendo magnates al estilo de los héroes de Scott Fitzgerald. Si preferían vivir como marginales, se fumaban un porro, leían budismo Zen, cruzaban Estados Unidos en autos viejísimos con mujeres novísimas, y escribían en tres semanas biblias como On the road.

La música era sincopada y el buen rock nutría mis ensueños de estudiante en un Santiago provinciano y lluvioso.

Las chaquetas de los ídolos variaban: blancas y con flecos la de Presley, roja de James Dean en “Rebelde sin causa”, de cuero negro y con armadura metálica la de Marlo Brando.

Lo que no variaba era el sueño, más bien la certeza de que la vida no era esta rutina tan poca histriónica de una ciudad chilena castigada por la anonimia, sino los neones del Times Square o los altillos polvorientos de San Francisco, donde cenicientas pálidas y ardorosas esperaban la llegada de sus príncipes.

Un día “de bon matin” (como cantaba Boris Vian en “El Desertor), les indiqué a mis padres vagamente que viajaría al norte. Eso me excusaba de más detalles. Norte al fin y al cabo es tanto la aldea a treinta kilómetros, como Alaska. Además estaba al tanto de la picardía de Vicente Huidobro. Los cuatro puntos cardinales son tres: el norte y el sur.

Iba a la conquista de Estados Unidos, haciendo auto stop a fatigosos camiones que atravesaban el desierto desarticulándose kilómetro a kilómetro, y recauchando neumáticos en gomerías sin una gota de agua, pero con litros de transpiración. Viajar por tierra era lo que correspondía a un aprendiz de escritor norteamericano, y yo estaba dispuesto a no ser más el hijito de papá y mamá, e incluso dejar mi esqueleto en la aventura tras ser saboreado por aves de rapiña al fondo de algún acantilado.

¿Avión? Ni pensarlo. Eso era para niñitos bien con la beca Fulbright o para traficantes de Philips Morris.

Alcancé a llegar a la ciudad de Antofagasta tras 2.000 kilómetros que me pesaron en la mochila como dos décadas. Lo más al norte que seguía era Bolivia, y había un ferrocarril de filme de cowboys y apaches que iba trepanando el desierto hasta La Paz. Con orgullo gasté mi último capital en un sándwich de pollo y en un pasaje en tercera clase a La Paz. El tren era lo más cercano que he visto a un moribundo, y se alejaba considerablemente de los estupendos buses Greyhound a los que inminentemente treparía en Nueva Orleans con un chofer negro cantando blues y Sinatra, y Dean Martin jugando póker en el asiento trasero.

Sufrí ardores durante el día y un frío de aguijones durante la noche.

Bien, me dije, mientras más mal la pase, mejor será mi novela norteamericana.

Al amanecer, bajo un sol que incendiaba el desierto, el tren bufó unos largos suspiros y entró a la estación de Oruro. Hasta los andenes habían llegado comparsas de músicos, bailarines y cantantes, que celebraban el Carnaval. Unas chicas que parecían tener 15 polleras sobre el cuerpo, las hacían revolotear y de sus rostros cobrizos estallaban sonrisas pícaras y acogedoras.

Una de esas muchachas (es divertido escribir después de lo que pasó “una de esas muchachas”) sin dejar de bailar, se acercó a la ventanilla del tren y duplicó su sonrisa. Yo le sonreí, por cierto con más dientes que Burt Lancaster en The Rainmaker.

–Bájate a bailar, me dijo

–No puedo

–¿Por qué no?

–Voy a La Paz.

–Paz vas a tener cuando te mueras. Bájate ya.

Por la ventana pasó primero mi mochila y luego su servidor. A una taza de café siguió un vaso de aguardiente, a un carnavalito que no supe bailar, una cueca nortina, a la cueca una cerveza paceña, a la cerveza un vals lento tocado por trombones, al vals una botella de pisco, al primer beso en la plaza, una siesta húmeda con revuelo de faldas y esperma, y antes de hundirme en el sueño total de una América Latina indígena e intemporal, creí ver a lo lejos el humo del tren que iniciaba en sus calderas mi futuro de escritor norteamericano.

El amor de un día se extendió a una semana y las cejas del padre de la muchacha se ariscaron. Sin sonreír se alejaba en la mañana hacia la mina de estaño, donde trabajaba coronado con su casco amarillo sobre la frente, intuyendo que en cuanto él bajara a las profundidades de la tierra, me hundiría en el lecho de su hija.

Finalmente al domingo, haciendo gala de una cortesía infinita, sin que se lo pidiera, empacó mi ropa en la mochila. Luego la tomó en vilo y comenzó a caminar hacia la estación. Un beso fugaz en la mejilla de mi amada, la promesa trémula de que le escribiría, y corrí hasta alcanzarlo. En el andén me golpeó compasivo el hombro, intuyendo que me expulsaba del paraíso.

Cogí el tren, pero de vuelta a Chile.

Ahora no quería sino mi América.

Antonio Skarmeta. Antofagasta-Chile, 1940. Prolífico escritor y filósofo.

Fuente: LA PATRIA
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