Guardo la dicha de aprovechar la mayoría de los carnavales bolivianos, cada uno con su dosis de goce y de nostalgia de algún pasado perdido. De todos ellos ocupa primera fila el Carnaval de Villa Abecia, en la frontera valluna entre Chuquisaca y Tarija. Gracias familia Castellanos por su hospitalidad.
Tiene rasgos de los zapateos y coplas quechuas de Camargo y los Cintis, pero sobre todo se asemeja a las fiestas chapacas que compartimos hace dos décadas cuando las rondas bajaban por el valle florido entre uvas y duraznos en flor.
Sin embargo, el Carnaval de Villa Abecia tiene su propia personalidad y guarda sus preciosas tradiciones, quizá porque conviven (hasta ahora) sin estropicios los propios y forasteros; o, quizá, porque es una fiesta poco conocida y sólo la disfrutan los paisanos y familias tarijeñas con lazos en el pueblo.
Este Carnaval es callejero y barato. Se cancelan los deliciosos platillos que preparan en el mercado mujeres de distinto trenzado: Chivo a la cruz, cordero con perita, asados al carbón, parrilladas, cerditos rellenos, patasca, maní, mote, quesillos, pan fresco y muchísima fruta de verano.
Hay festejos en locales que cobran poco y a cambio se baila toda la noche. La reina no representa sólo a la belleza o a la juventud sino al cariño pueblerino. Hace un par de años le tocó a una cincuentona, coqueta y primorosa. Su esposo, para envidia de las demás, maceró todo el año los licores de frutas para los asistentes. Los amigos barrieron con ramas floridas el ingreso de la soberana.
La parte más inolvidable fue la ocurrencia de otro marido enamorado que organizó el “vino de las reinas” para que su esposa, reina de otro año, disfrutase de nueva corona. Invitaron a todas las pasadas soberanas, incluyendo a una bella viejecita del Carnaval del 47. Y ¡sorpresa impensable!, también yo fui una reina, la reina de los forasteros. Recién entendí por qué gusta tanto ser de la realeza.
Nuestros maridos/novios fueron los pajes. Echaron al hombro la enorme canasta de uvas, mientras nosotras los abrazábamos, danzantes. Cada pareja depositaba las uvas en la fuente de la plaza, preparada especialmente por la alcaldía.
Después del desfile, las reinas, descalzas y con las sayas levantadas sobre las rodillas, no pusimos a pisar las uvas. Una ronda y un trago de vino, otra ronda y un aguardiente. Pisábamos la verde fruta con el son de tonadas de vendimias. Un violín, dos guitarras, la moza y los del coro. Una vuelta, otra vuelta. ¡Sensación celestial! Pisar uva es un placer que no se debe uno perder en esta vida.
Ronda, piso y pisco, uva y vino, a la hora estábamos todas embriagadas, ebrias de colores. Al fondo divisaba los sauces por donde correteaban los chiquilines, al otro lado, las muchachas de manta elegante, clavel rojo sobre la oreja, sombrerito ladeado. Polleras de tonos subidos, olor a carne asada, cantos, aplausos y de rato en rato chorros de agua para aliviar la canícula brillante.
Nuestros hombres recogían el jugo que salía por el canal, también cantando, bailando, gozando. ¿Quedó vino, salió vinagre? No nos interesó, era Carnaval, Carnaval en Villa Abecia.
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