Habiendo llegado a Oruro el poeta Luis Fuentes Rodríguez, quién debía dar una conferencia sobre Ernesto Cardenal, aceptó la propuesta que le hicimos con Alberto Guerra de visitar a Milena Estrada Sainz en su domicilio de la Junín casi esquina Potosí. Milena, muy delicada, con esa suerte de fatalidad que acompaña en vida a no pocos poetas, al vernos se alegró y aceptó la invitación a la confitería La Colmena a servirnos una taza de chocolate.
El camino de la cuadra se tornó dificultoso ya que por su delicado estado de salud, Milena daba tres pasos y descansaba unos minutos. Después de un recorrido prolongado llegamos a la confitería, el chocolate se consumó y la charla que tuvo como tema privilegiado unos nuevos poemas de Milena y su deseo de publicarlos. Sin embargo, percibí en su voz desesperanza y un deseo de aferrase a esa última tabla de salvación que tiene todo poeta: Su obra.
El retorno fue igualmente oneroso para ella, y cada paso nos iba despidiendo poco a poco. Tuvimos que dejarla -sin ganas de dejarla-, sentadita, en la puerta de esa casa de piedra, mirando el denso paso de los días y su enjambre de fantasmas rutinarios. Ella, una de las más altas poetas de Oruro.
De Milena guardo la tibieza de esa tarde, “El libro de las horas” de Rilke que le dedicó a mi padre, y ese verso titulado “Oruro” que dice: “Voy por las calles donde se enrosca la palabra silencio;/ rompiéndose en diminutos fragmentos de carburo/ con los que trenzará un collar la luna./ Deshojada flor: el viento!”. De ella guardo su imbatible estatura.
Ese Oruro de los 40
No sólo es considerado un adelantado en la lucha por la democratización de la comunicación en América Latina, y reconocido internacionalmente por haber recibido Premio Mundial de Comunicación Marshall McLuhan Teleglobe del Canadá, sino además es valorado por ser un hombre sensible a los dones y misterios del arte. La literatura, la música y la pintura son realidades que habitan su entorno y que lo habitan de manera incesante.
Son testimonio de su vocación literaria “Pasos en la corteza” (1987), “Panorama de la Poesía Boliviana”, auspiciada por el Convenio Andrés Bello en Colombia, y la obra de teatro “El cofre de Selenio”, que mereció el premio único del Concurso de obras dramáticas en el Ecuador. Recuerdo también, a partir de una invitación, en las paredes de su departamento, pinturas de Teresa Rodo Boulanger, Raúl Lara, Jaime Calizaya y una inacabable sucesión de íconos, artesanías, emblemas de exquisita factura y por si fuera poco, una descomunal biblioteca apoyada en todos los muros de su morada.
Cuando visita Oruro, su tierra, se le colma de voces la memoria, e igualmente departe con don Enrique Miralles como con Abraham Portillo, evocando ese tiempo en que –adolescente aún- ya oficiaba como periodista por las calles de esta ciudad. De pronto, irrumpe el recuerdo de su madre, Bethsabé Salmón Vda. de Beltrán, que junto a destacadas señoras publicaba en los años 20 una revista precursora del feminismo “Feminiflor”, o la borrosa imagen de su padre, marchándose a la guerra del Chaco para nunca más volver, imágenes y acontecimientos que laten vigorosamente en su retina y así, el tiempo retorna y despliega su vaporoso legado por las cribas del recuerdo.
Una noche, en el Club Oruro, tuvimos la oportunidad de compartir con él, y escuchar una verdadera puesta en escena del Oruro de los 40. Un revival de la ciudad, sus gentes y los ingentes despliegues de una urbe privilegiada por la minería y la presencia de inmigrantes de diferentes puntos del orbe. El curioso relato de aquellos desfiles cívicos como alumno del Colegio Alemán, centro educativo que en la época paseaba por las calles orureñas el símbolo de la cruz gamada y la imagen de Hitler. En fin, un cúmulo de detalles que su ávida memoria iba organizando para ser vaciados a una novela sobre Oruro que preparaba pacientemente.
Por supuesto que hablo de Luis Ramiro Beltrán Salmón. Hablo de un tiempo que nos fue contado por un hombre que atesora un pedazo de historia y un sentimiento entrañable por esta tierra altiplánica.
Adhemar en Chusaqueri
El poeta Adhemar Uyuni, llegaba de vacaciones a Oruro, aquellos 70, cuando en la Universidad Complutense de Madrid cursaba estudios superiores de sociología. Traía consigo un verdadero festival de libros y noticias culturales. A él le debo la lectura de los novísimos españoles Guillermo Carnero, Leopoldo María Panero y Pere Gimferrer. También la inmersión en la obra ese monstruo bicéfalo Derrida/Guattari y su fragoroso “El antiedipo – Capitalismo y esquizofrenia”, además de aquellas entrañables noches de jazz bajo el cálido saxo de Coltrane.
Colofón de una tarde en su casa de la 6 de Octubre esquina Ayacucho, donde nos sumergimos en la lectura de la “Realidad y el deseo” de Cernuda, fue la decisión de visitar la colina de Chusaqueri. Allí, acuclillados en una tumba andina, tuvimos la insólita experiencia de contemplar un atardecer altiplánico. Generosa e inolvidable experiencia.
Ese acontecimiento nos provocó la escritura de un Renga -poema colectivo- bajo el aura de la vivencia compartida. El poema fue producto de esa intensa experiencia del asombro, de esa tensión límite en que la naturaleza despliega con poética furia esa profusión de celajes, destellos, colores y formas imposibles, que impactan la piel y la conciencia. No fue menos un acto de comunión frente a las potencias estéticas del ocaso, de ese espacio que habla o calla en nosotros, y que nos consagra.
Adhemar, que infelizmente ya no nos acompaña, nos dejó tres libros de poesía y una manera particular de ver el mundo. Su palabra y su silencio continúan latiendo entre quienes tuvimos la suerte de conocerlo y compartirlo.
Noche de Arawikus
El poeta Héctor Borda Leaño, a su llegada de Suecia, donde estuvo muchos años en calidad de exiliado, fue invitado por Alberto Guerra a participar en la Noche de Arawikus, dentro el festival “Imapimuspo” organizado por la UTO, allá por 1984. Era un hombre cargado de implosiones y una compresión de que la literatura es un juego intrascendente al margen de la historia. Por lo mismo, era depositario de ideas y visiones alternativas de país, de una vocación de reivindicación permanente de los desheredados de nuestra Patria.
En su vida había hecho de todo. Desde el trabajo de sereno de polvorín en la zona Norte de Oruro, de obrero, de vendedor ambulante en la calle Corrientes en el gran Buenos Aires y en vericuetos de la lejana Hamsterdam, de activista social y político en Suecia, hasta su brillante participación como diputado en el Parlamento boliviano. Amigo cercano de Marcelo Quiroga Santa Cruz, su vida es testimonio inseparable de la lucha política y la creación poética. “El Sapo y la Serpiente” (1966), “En esta oscura tierra” (1972), “Con rabiosa Alegría” (1975), “Poemas desbandados” (1997), “Las claves del comandante” (1998), testimonian su irrebatible condición de poeta. Su obra es un barrido lúcido por los territorios del carnaval de Oruro y sus mitos profundos, por la vivencia del proletariado minero, por ese Oruro recóndito que ya apenas se divisa, por las cenagosas faenas del exilio. En una de sus lecturas de poesía a la que asistí en el Palacio Chico de La Paz, comprobé no sin asombro su capacidad de transmitir esa fuerza vital y formal propia de su poesía: El público aplaudía y es más, se paraba para hacerlo. Algo realmente infrecuente.
Así pues, el mentado festival del Imapimuspo organizó una inmensa fogata sanjuanesca en la Plaza del Socavón. Del evento también participaban los poetas Antonio Terán Cabero y Matilde Casazola. A su manera, también nos acompañaba el Jach’a Flores, a quién conocí por primera vez.
Héctor al pie de la fogata leyó su poema Ch’alla al recuerdo del pintor Humberto Jaimes Zuna. (Como pretexto para cantarle a Oruro) -a mi juicio, uno de los más altos poemas escritos a esta tierra de Pagador-. A contrapunto de la intensidad y fuerza de las llamas Héctor fue desgranando uno a uno sus versos, en los que al referirse al carnaval de Oruro en sentido crítico hizo referencia a las turistas bajo el apelativo de “esas gringas culonas”. Al terminar el poema, Jan Cederberg (un gran orureño prohijado por el viejo continente), quien formaba parte del público y que llevó a la fogata una troup de amigas alemanas y alemanes, dio media vuelta y con un gesto entre burlón e sentencioso con el dedo erguido exclamó en voz alta “gringas culonas, vámonos”. El resto fue el fuego, las risas, el frío entrañable de Oruro, y ese poema flotando en la humareda de la noche.
Mitre y el altiplano
Eduardo Mitre es, probablemente, uno de los más importantes poetas bolivianos actuales, ampliamente conocido en el escenario nacional e internacional, con una obra literaria extensa tanto en poesía como en ensayo. Nacido en Oruro en 1943, además de poeta es doctor en literatura (Francia, EE.UU.), docente de letras en universidades norteamericanas.
Una de sus visitas a Oruro fue motivo para la presentación de su libro “Mirabilia”, junto a las obras de los poetas René Antezana y Alberto Guerra. Más tarde, la noche se prolongó entre amable cháchara -recuerdo- trayendo a la mesa esa desconocida condición de “poeta maldito” de Federico García Lorca explorada en un libro de Francisco Umbral. Luego, un delicado paseo verbal por la obra de René Char y al final ese patio abierto a la deriva que se prolongó en la suma de palabras y sus nunca bien conocidas estribaciones.
Al día siguiente, decidimos visitar el altiplano. El destino elegido fue las pinturas rupestres de Calacala; nuestros pasos vagaron pampa y serranías aledañas. Eduardo -sentí- que esa tarde soleada percibió la vibración esotérica que emana de la extensa altiplanicie, esa energía de la piedra comulgando con el viento, esa fijeza sagrada del espacio. No creo haberme equivocado, ya que años después leí un pequeño poema suyo que -sospecho- pudo haber sido alimentado por ese paseo memorable:
Altiplano
Aquí donde la piedra
es retrato del tiempo.
Y el espacio
el único árbol
Y su follaje: nubes,
y sus frutos: astros.
Y el viento: sólo viento.
El músico y el poeta
Hace 34 años, dos jóvenes compartían por primera vez un recital poético-musical bajo la pálida luz de un escenario. Uno, empuñando una guitarra, el otro, armado de unos cuantos poemas. El público presente no sospechó que ese acto sería el preludio de una vida dedicada al arte, y la confirmación de una hermandad forjada en la morada de la sensibilidad y la fe en una secreta utopía.
Ese recital, en aquel Paraninfo Universitario de los setenta, no hacía otra cosa que revelar una pasión común por esos ángeles terribles: La música y la poesía. Una pasión compartida en la audición gozosa de inacabables discos, en la lectura de metros y metros de poemas, de vagabundeo por los cerros y el altiplano orureño, de la contemplación esotérica de los atardeceres, de intensas noches de bohemia con almas gemelas, de una sostenida y peligrosa rebeldía.
No sé en qué instante -me digo- habrá eclosionado esa música y esa palabra interior, el deseo de prestarle atención, de ir descubriendo su tono y su fisonomía, la urgencia de esculpir su forma y su mensaje. Eso que suena y dice, y que debe ser trabajado en el taller del espíritu, aquello para lo cual no basta una vida. Así, melodías y palabras, ritmos y cavilaciones se mezclaban con los avatares de la existencia y la dramaturgia de la historia. El jaloneo de los días, los misterios de la creación, el trajín obsesivo en el oficio, las faenas de ese exilio que es la condición del artista, en una sociedad sometida sobre todo a las servidumbres materiales, fueron el pan de cada día.
No, no fue un entusiasmo vano. Y ese arte comenzó a demandar raíces, savia, un sentido. No se podía ser artista impunemente, había que dar respuesta a la comarca, a los otros que a su modo también son parte de nosotros. Entonces las tradiciones y las culturas profundas del país fueron su guía. Subvirtiendo su origen, la guitarra decía melodías andinas, dibujaba seres y paisajes del altiplano adentro; los poemas pugnaban por revelar socio-visiones, y la sensibilidad de quienes se cobijan a los 3.000 metros, bajo el cielo andino.
Herederos de una sensibilidad artística y social, vagaron por caminos paralelos y a menudo distantes. Viajes interiores y exteriores los acompañaron, visita a ardientes cielos y vertiginosos infiernos, pasajeros de sí mismos y de un tiempo sembrado de tiempos sucedáneos, en fin, errancia y deseo, hambre de justicia y, sobre todo, comunión con tantos seres maravillosos otorgados por el azar y el destino.
Antonio Barrientos y el suscrito. Cowi y Magoo, comparten esta íntima celebración, donde la sencilla lámpara de la poesía y la calidez de una guitarra reconfirman ese destino que es el arte, esa búsqueda interminable que es la creación, esta hermandad que simplemente respira, habla y camina.
Un pintor me regaló un cuadro
El pintor orureño, Raúl Lara Tórrez, tenía en vez de una casa, una almena. Ubicada en la calle Arce y La Plata, en el segundo piso se hallaba instalado su atelier. Desde una amplia ventana se contemplaba Oruro y sus límites, también los movimientos y transiciones de la luz que son fama en esta ciudad, hija más que ninguna, de la luz.
Raúl es un pintor de los pesados, su obra obtuvo el primer premio en el Concurso Internacional de Pintura del Bicentenario del Libertador Simón Bolívar, en Venezuela (1983) y realizó exposiciones individuales y colectivas en Bolivia, Argentina, Uruguay, Chile, España, EE.UU., México, Alemania y Japón. Europa no ha sido la excepción. Sus cuadros han visitado Italia, Alemania y Francia, entre otros países. Ha sido acreedor de varios premios internacionales y ha representado a Bolivia en diversas bienales, como las de Venecia y San Pablo.
Tuve la suerte de vivir en su casa por más de un año y de compartir no sólo esa extraordinaria vista a Oruro, sino esos ambientes habitados por unos personajes solamente posibles gracias a su magnífico pincel. Años antes, un día en que lo visitaba en su taller para invitarle a una q’oa con Alberto Guerra en casa, se hallaba pintando un extraño personaje; me quedé extasiado viendo cómo operaba la magia de las formas y los colores que brotaban poco a poco del lienzo. Así me fui despidiendo no sin retirar la vista del cuadro, con el fondo de una sinfonía de Mahler que le servía de flujo inspirativo.
Durante la q’oa en casa, después de los sahumerios de rigor, en medio del grupo de amigos de pronto recordé el cuadro aquel y empecé un inspirado comentario, una narración de lo que había sentido al verlo, culminando al final en una loa. Raúl, me miró, y sin más, sentenció – el cuadro es tuyo. ¿Podrá imaginarse lo que sentí con esas palabras? Pasó el tiempo y no volví a ver al amigo pintor, hasta llegué a pensar que fue solamente el entusiasmo de la noche. Al cabo de un par de meses él, recién llegado de Cochabamba, se encontró azarosamente conmigo y lo primero que me dijo fue: –Qué pasó... y cuando vas a recoger el cuadro…?
Hoy, al centro de la sala de casa, luce la pintura que tiene un personaje -mitad niño/mitad hombre- como principal motivo, una extraña exhalación de misterio lo habita, y el sabor de esa amistad forjada a partir del sincero cariño que profeso a este maestro mayor de la pintura.
El barrio y la literatura
No sé en qué instante pasamos de los juegos de la infancia a ese otro juego mayor, la literatura. Con René Antezana compartimos una amistad de toda la vida. Diría mejor: Una verdadera hermandad. René es parte de ese colectivo sapientísimo y cultural que es la familia Antezana Juárez. Cachín, doctor en letras y destacado intelectual cuyo aporte es notable a la cultura del país; Vicky, una mujer de una sensibilidad extraordinaria que linda con esa vocación de vidente; Tonchy, prolífico cineasta y Premio Nacional de Cultura; Álvaro, poeta de marras.
Su casa de la Linares y Murguía era una verdadera colmena de actividades: Música, poesía, tertulias, y al centro, una pintura de Humberto Jaimes Zuna. Luego, fue el éxodo a Cochabamba, pero los puentes se hicieron solos. Con René empezamos deletreando a García Marques, Cortázar, Rulfo y el propio Borges en el tanque de los angelitos del parque Ladislao Cabrera. Paralelamente, un diálogo ininterrumpido nos fue edificando en el tiempo: La poesía, el altiplano, la revolución, los mitos, la historia, el carnaval, lo cotidiano, el amor se sucedieron en una proyección que nos permitió habitar los días, los años, ahora al cabo, casi toda una vida.
René es un poeta auténtico y un ser multifacético. Pinta y dibuja, imagina y crea, narra y diseña proyectos, su capacidad creativa no se limita al ejercicio del arte. Errante y mutante, en permanente movimiento y cambio, por donde pasa deja una huella, una obra cultural que no cesa y cuyo rastro se halla inscrito en Oruro como en La Paz, en Cochabamba como en Sucre o Tarija. Con su cuarto poemario “La flecha del tiempo” (1993) obtuvo el Premio Único de Poesía en el Concurso Nacional de Literatura, Franz Tamayo.
Por lo mismo, su poesía es testimonio de esa pasión por entender el país, por develar el substrato que lo sustenta, por reconocer las diferentes voces y visiones que se tejen y destejen bajo el halo de la historia. No lo es menos ese deseo por despertar es universo inmediato, los seres y circunstancias que hacen el paisaje de la propia existencia.
Con René algo interesante nos sucede: Nos encontramos inesperadamente en el lugar menos previsible, nos ha ocurrido tantas veces. No precisamos de citas, un poderoso magnetismo nos convoca a continuar esa antigua charla acerca del país, los hijos, la poesía, los amigos, el carnaval de Oruro, en suma, a continuar esa antigua charla sobre la vida, sobre esta vida.
El bulín de la calle Junín
De la noche a la mañana, como un acto sorpresivo de posesión, Ricardo Romero Flores apareció pintando. Los posters que tenía en su cuarto fueron cayendo como hojas secas y en su lugar brotaron cuadros que pintaba con febril intensidad.
Bregaba en medio de la experimentación y el deseo de plasmar sus temas con una visión distinta. Su taller -el famoso bulín de la calle Junín- fue un generoso espacio en el que convergieron artistas y las tertulias de viernes aquellos fragorosos 70 y 80 de fin de siècle; una bohemia de poncho y matraca atacaba la sordidez cotidiana para instaurar un espacio autárquico a través del discurso libertario del arte.
Para Ricardo -autobautizado como Lugui 94- la creación no estaba divorciada de la convicción por la construcción de un país más justo y solidario, un país respetuoso de su tradición cultural. Por ello, en su pintura reconcentró símbolos y trazos de la cultura andina: Esferas levitantes en medio de tempestades de coca e íconos que insinuaban seres míticos. Pintaba implosiones, el fantasma del viento agitándose entre fragmentos de tejido, pedazos de cerámica sembrada en el cuerpo del aire, pintaba desgarramientos y heridas, y la exhalación de los dioses sobre la piel de la Pachamama. Una suerte de meta-historia de las cosmovisiones y su desplazamiento por el espacio, más que por el tiempo.
Su grito de guerra “Y que viva la locura, carajo…” se escuchó en todo el país y las provincias del país y las comarcas, se escuchó también en la vieja Europa, donde vivió más de una década realizando numerosas exposiciones, y donde trabajó el género de la fotografía artística y publicó junto a su hermanos un lujoso álbum con fotografías y textos sobre el Carnaval de Oruro.
Conocedor de esa diversidad festiva que ostenta el país, tenía el vicio de visitar y participar en toda fiesta popular, del Norte al Sur y de Este al Oeste del país. A fines de 1970, recuerdo, decidí personalmente visitar una fiesta en Entre Ríos – el Chaco boliviano, cuando en medio de la algarabía y la música, escuché al fondo la estentórea voz de Lugui proclamando “Y que viva la locura, carajo…” Mi radar hizo lo que debía hacer, y de pronto nos vimos al centro de la fiesta tocando con las manos el sol de la dicha.
El taller Cardozo - Velásquez
El taller del escultor Gonzalo Cardozo y su familia es uno de los espacios más maravillosos de Oruro. Desde la entrada uno se enfrenta a lo imprevisible. Una multitud de objetos y obras de arte se han dado cita en esta casa que no cabe de presencias, ya que quienes la han visitado y disfrutado han dejado pedazos de asombro dispersos por todos los ambientes.
Gonzalo, trabaja con las manos filosofías, visiones de mundo. El trabajo cotidiano le va revelando la verdad de las cosas y el sentido de la existencia. Sus manos hablan y dicen lo que se ve, se intuye y se sueña. Formas, sensaciones, percepciones se congregan y la madera y la chatarra y la lana y la arcilla y el metal y la piedra y los rituales y la contemplación y el silencio y la comunión y la fiesta y los dioses y el agua y las certidumbres se dan cita para hacernos más intenso y revelador el paso por esta vida. Me atrevería a decir que después de visitar la casa de Gonzalo Cardozo, uno ya no es el mismo.
Al centro, un ara que guarda aún las invocaciones del Yatiri mayor, Alberto Guerra, y una profusión de lo inimaginable conjugado con lo imperecedero. Más adentro los talleres de madera y metal, a la salida el taller de artesanías que María -su compañera- con diligencia e inspiración trabaja.
Junto a María y sus hijas han abierto los brazos y las puertas para congregar una familia mayor. En un bus de fantasía han recorrido barrios, pueblos y comarcas de Bolivia llevando pinceles, colores, juegos y sobre todo esperanza a niños pobres, ancianos y gentes diversas para que pinten su mundo y sus sueños. A partir del don de la sensibilidad y la religión del arte todo camina y se erige.
Con su obra, Gonzalo ya se fue por Alemania y la China, y es justo que recorra más mundo para enseñar que lo nuestro también está cargado de infinito. De los cientos de esferas de piedra que ha pulido, una tengo en el velador. Su forma y su acabamiento son una convocatoria al cultivo de la perfección, a palpar la memoria del mundo, a comulgar con la piedra: Materia trascendente del universo.
Fuente: LA PATRIA
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