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Domingo 19 de diciembre de 2010

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Cultural El Duende

Desde mi rincón:

¿Dónde está y en qué consiste la belleza?

19 dic 2010

Fuente: LA PATRIA

TAMBOR VARGAS

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No voy a referirme a la estética como objeto de estudio y, luego, como desarrollo de teorías presuntamente encaminadas a ‘explicar’ el goce de la belleza; me refiero a la estética como experiencia humana. Y quisiera preguntarme: ¿por qué consideramos ‘bello’ este texto o esa pintura? Y ¿por qué no aquel otro? Viejo tema, sobre el que por lo menos desde la época de Aristóteles, no sólo se ha reflexionado, sino que hacerlo resulta inesquivable; y por tanto, viene arrastrando una imponente corriente de teorías, cada una con una mayor o menor dosis de exclusión de las demás. En adelante me voy a circunscribir al caso de la belleza literaria (es decir, la que se asienta en textos).

Desde hace mucho tiempo, se viene considerando la belleza como equivalente de ‘literaria’ y viceversa; es decir, que un texto no considerado bello, en teoría queda fuera del ámbito literario; y al revés, un texto en el que se aprecia cierta belleza, automáticamente pasa a formar parte de la ‘literatura’. Tampoco voy a entrar en el tema de quiénes son los que otorgan o niegan la condición de ‘bello’ a un texto, ni cuáles son sus títulos, ni quiénes se los han otorgado, ni en base a qué meritos o competencias.

Entonces, nos hemos de quedar en el problema central: ¿por qué es bello un texto convencionalmente ‘bello’? Y hemos de descartar un argumento de autoridad (‘porque así lo vienen diciendo los entendidos’). O si lo preferimos, lo podemos transformar en esta otra formulación: ¿por qué los entendidos vienen otorgando la calificación de bello a determinado texto? También hemos de apartar una consideración meramente ‘tradicional’ del problema (se tiene por bellos a unos textos porque así se viene haciendo desde hace siglos). O, ¿pero por qué viene sucediendo esto? Y todavía, sobre todo: ¿está justificada esa calificación tradicional?

Por otro lado, no se puede dejar de lado la dualidad: planteamiento colectivo (otra dimensión de la visión tradicionalista) vs. planteamiento estrictamente personal de la experiencia estética (o, más exactamente, de la repetitiva valoración). Pero es que en cuanto hablamos de ‘experiencia’, ésta debe acabar asentándose en la más estricta personalidad individual del lector y en sus capacidades valorativas.

Desde una perspectiva histórica (es decir, que incorpora la voz de la tradición), surgen otras bi(tri)furcaciones de posibilidades: ¿nos obliga la tradición? ¿nos condiciona? ¿respeta nuestra propia libertad personal? Y a fin de cuentas, ¿quién tiene la última palabra?

Como vemos, el tema de la experiencia estética es un terreno minado por más de un factor, que amenaza cualquier respuesta que se le quiera dar.

* * *

¿A quién podría sorprender que en este tema, como en tantos otros, se han propuesto (casi) todas las respuestas posibles? Tanto la filosofía como los estudios (repárese que así los llamo y no ‘ciencias’) literarios han ido emitiendo sus teorías o, simplemente, han practicado los enfoques de su preferencia. Lo curioso es que ha variado grandemente su poder de convicción; más exactamente, con el tiempo ese poder por un lado ha ido disminuyendo más y más, de manera que en la actualidad apenas si va más allá del pequeño círculo de las propias capillitas que forman; por otro, se ha fragmentado en tantas cuantas tendencias coexisten. En su lugar, los ‘termómetros’ de la calidad literaria han pasado mayormente a manos de quienes hacen su negocio con los escritores, de una forma directa (editores, distribuidores, libreros…) o indirecta (prensa, revistas, premios, mundo académico…); y para disimular, los primeros se valen de los ‘críticos literarios’, fundamentalmente a sueldo de la industria editorial.

Fuera de ese andamiaje, ¿de qué pueden valer las opiniones / los gustos de los lectores si éstos andan a ciegas o, peor, se encuentran bajo la teledirección de la inmensa máquina de la industria editorial? Pero es que, aunque así no fuera; es decir, aunque los lectores ejercieran con soberana libertad su capacidad valorativa, podríamos seguir preguntándonos ¿en qué se basarán para emitir un criterio?

Hemos de introducir un criterio más: el que diferencia entre las obras literarias antiguas y las obras literarias del presente. Respecto de las antiguas (por lo menos, de autores muertos), reina un presunto ‘veredicto de la tradición’. En cuanto a las actuales, el futuro lector cae de pleno bajo las artimañas de carácter comercial (es sumamente raro el caso de una obra tenida por ‘genial’ desde su aparición, salvo con algunos casos de autores ya más o menos ‘consagrados’).

Y no puede dejar de aparecernos la palabrita: ‘clásico’. ¿Qué son las obras ‘clásicas’? Quién sabe si podríamos definirlas así: las que, entre su momento de aparición y la actualidad, han conseguido tal valoración. Pero ¿con qué significado? De que poseen un valor estético intrínseco y, sobre todo, permanente. ¿Y por qué procedimiento han ascendido a tal juicio? Por la conjunción de la opinión de quienes se dedican a estudiar los textos literarios y, a continuación, a emitir su opinión; y la de quienes tienen el poder de ratificar o desmentir aquella opinión (los lectores compradores de tales obras). En este sentido, cuanto más antiguo sea el autor más o menos incesantemente cotizado como valor literario, más sólida será su posición como clásico. Y al revés. Aunque habría que establecer una cautela: a condición de que el veredicto lector proceda de una ‘experiencia’ personal y no sea efecto automático de la maquinaria valoradora que le ha precedido, limitándose a repetirla.

* * *

Quisiera fijarme en un aspecto de aquella maquinaria ‘técnica’ destinada a precisar el valor literario de los textos. Me refiero a la que emplean, particularmente, los filólogos. Y que consiste en rastrear, identificar, analizar y formular la totalidad de ‘figuras’ retóricas presuntamente empleadas por el autor en la redacción de un texto determinado.

Y me pregunto e interrogo: ¿por qué el uso de tales herramientas confiere belleza al texto en cuestión? Y ¿por qué tales herramientas tienen el poder de mostrársela y hacerla sentir al lector? That is the question! En tal caso, bastaría tener a mano alguno de los muchos diccionarios con el largo catálogo de tales recursos y aplicarlo debidamente, primero para ‘fabricar’ belleza (autor) y, luego, para ‘percibirla’ (lector). Pensemos en todas las reglas de la versificación; pero y ¿dónde queda el ‘verso libre’?; además, ¿dónde queda la ‘prosa poética’? Y más a fondo: ¿dónde ponemos y encontramos la belleza de la ‘simple’ prosa sin más? ¿O esta última la tiene vedada?

Cuando uno se hace este tipo de preguntas, es más probable que recién cobre conciencia del enorme peso de la tradición. Ésta, aparte de otras funciones más justificables, también acaba haciéndose responsable de suplantar la quintaesencia del acto de leer un texto literario: la degustación de su belleza. Y aquí llegamos al meollo de toda la cuestión: para percibir su belleza ¿hace falta conocer toda la preceptiva y toda la historia y toda la crítica literaria acumuladas sobre determinado texto?

Hay buenas razones para responder negativamente esas preguntas. Empezaré con ésta: los autores han escrito sus textos en busca de lectores (primitivamente, oyentes); y todos ellos han dado por supuesto que sus textos pueden ser degustados por los lectores sin la ‘intromisión’ de los técnicos. En este sentido, la verdadera prueba de fuego de cualquier texto poseedor de presuntas riquezas estéticas, consistiría en su lectura, atenta, acaso repetida.

Y cuando llegamos a este punto de partida, empiezan a salirnos los tropiezos (tanto más imperantes y numerosos cuanto más ‘lejano’ [en el tiempo y / o el espacio] sea el texto). El primero con gran probabilidad será la necesidad de una traducción, la que automática e inapelablemente vendrá a interponerse entre el lector y el autor. Si el traductor no ha cargado también con esa tarea, seguirán las explicaciones que emanan del ‘mundo’ propio del autor, su cultura, su época, su personal vocabulario, su sistema de referencias, etc. Finalmente, con mucha probabilidad acabaremos queriendo / necesitando saber algo de la vida del autor, de las coordenadas de su mundo íntimo, de su hipotético ‘mensaje’ personal. Y sólo entonces descubrimos que todos esos instrumentos son los que venía queriéndonos facilitar la filología, la historia y la crítica literarias. Pero, aun reconociendo que todo lo anterior es cierto, ¿basta para convertir en acto la esencia de aquel goce más o menos extasiado de la belleza? ¿no se trata, más bien, de algo anexo, secundario, pero que en ningún caso forma parte de la esencia de la experiencia estética? ¿Cuándo vamos a convencernos de que todas las montañas de erudición siempre serán incapaces de engendrar ni el más minúsculo ratón de disfrute de la belleza (si es que belleza hay) de un texto?

Y así nos quedamos con la última pregunta: ¿quién ocupa el trono: el lector ante el texto o las mil muletas de la erudición? Mi respuesta es contundente: sólo hay literatura cuando un lector goza (con) un texto; y cuando un texto enseña / descubre algo nuevo a un lector. Y lo demás, bienvenido tanto cuanto contribuya a aquel goce, a aquella enseñanza, a aquel descubrimiento; y todavía, sólo en la medida en que el lector, o sienta necesidad de aquellas muletas o su objetivo personal las haga imprescindibles… Pero resulta que lo uno y lo otro son incapaces de generar un microgramo de belleza (salvo, claro está, que confundamos la gimnasia con la magnesia!).

¿Valía la pena tan larga caminata para llegar a tan simples conclusiones? Y vale la pena advertir que todavía no hemos desvelado el núcleo propio e insustituible de la experiencia estética…

Fuente: LA PATRIA
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