Domingo 05 de diciembre de 2010
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César Vallejo no era muy dado a hacer evocaciones de su juventud. Con la muerte de su madre, se diría que el poeta había decidido no penetrar con mucha frecuencia en ese mundo en el que, por fuerza, había de predominar la imagen de lo más querido, y ante la cual el cholo no podía contener las lágrimas. Se puede decir que para Vallejo no ha habido sino un patrimonio: el recuerdo de su madre. Sin embargo, es preciso perder de vista aquel recuerdo referido por él mismo, una noche de confidencias, al Corregidor Mejía, a mi hermano Gonzalo y a mí, porque representa algo así como una visión profética. Una visión profética con imágenes pretéritas de su niñez.
Era un día de fiesta en su pueblo. Un día de fiesta en Santiago de Chuco. Campañas, cohetes, bailes populares, todos llenos de mercaderías abigarradas; plazas atiborradas de multitudes ebrias; arcos hechos con gasas, tules y papeles de colores, a través de los cuales ha de pasar el anda transportando al patrón a la patrona del pueblo. Las gentes viviendo horas de recogimiento, unión y borrachera. Dentro de las casas un ir y venir de infinidad de personas con traje nuevo, especialmente en la casa del alferado, que es un jubileo. Vallejo, como de diez años de edad, va y viene; entra y sale. Su ansia no tiene límites. Su inquietud no conoce descanso. En su pecho se han confundido las inquietudes de todos los que participan en la fiesta. Va a la iglesia, da la vuelta a la plaza, vuelve a su hogar, sale nuevamente con su madre a visitar las tiendas y los toldos. El aire tiene olor a cirio, sahumerio y pólvora. A pan de valle, a polleras guardadas y cañazo. De repente, los repiques se hacen más enérgicos e insistentes. Estallan dos otros camaretazos y los bailarines inician sus frenéticos movimientos y contorsiones. Es la hora de la procesión. Sacan el anda en hombros de seis u ocho mocetones cuyo paso no está sincronizado, porque unos han tomado más que otros. Detrás del anda, va el cura, salmodiando, ceñido de una pelliza blanca y de encajes. Junto a él, anda el alferado, por cuyo rostro, vidriado de sudor alcohólico ruedan gruesos goterones que ni siquiera enjuga. Parece hecho de palo. De llocque. Ha sudado todo el año con el trabajo para poder sudar un día como buen alferado. Pero los ojos del cholo no se posan mayormente ni en el anda ni en el cura ni en el alferado. Todo ha desaparecido para él, en cuanto surge, detrás del cura y del alferado, la figura de un mozalbete apuesto, vestido de alta ceremonia, y con cinta y rosario al cuello. Es el que porta el estandarte. Y el estandarte es un conjunto bordado en oro y con los colores nacionales.
Fuente: LA PATRIA