“No me prediquéis la paz, que la tengo miedo; la paz es la sumisión y la mentira”. Eso decía don Miguel de Unamuno, el “santo laico” de España. Por asociación de ideas me ha venido a la memoria al leer en Los Tiempos: “Arzobispo y cocaleros hacen las paces” Bienvenida siempre la paz, no importa de dónde proceda; aunque no todos son capaces de valorarla, menos de practicarla.
Ahora poco, una asamblea de cocaleros del Chapare aprobó una resolución terrible contra el Arzobispo de Cochabamba. Le declararon persona no grata “por las falsas acusaciones públicas en contra de la niñez y la juventud del trópico” Le emplazaron a retractarse y pedir disculpas; le amenazaron con llevar el caso al Vaticano y enjuiciarlo bajo la nueva Ley Contra el Racismo y Discriminación. Parece que les escuece esa ley como látigo en la mano.
En medio de la efervescencia belicosa, un viceministro lanzó la especie de que “las iglesias tienen oro que es producto del robo a los pueblos indígenas”. ¡Gran revelación! Como no se puede robar a nadie lo que no tiene, por lógica deducción se sabe que esos indígenas eran ricos. Creer que eran pobres de solemnidad, debió ser un error. Pero alguien tendría que procesar a Félix Cárdenas si no comprueba lo que dijo. La ley para todos.
¿Pero qué cosa tan grave dijo el Mons. Tito Solari? Declaró ante la prensa que se hallaba profundamente preocupado porque llegó a saber que los niños y los jóvenes estaban siendo utilizados por el narcotráfico en el Chapare. Los propios padres de familia fueron -entre otras varias- la fuente de su información. Sin embargo, fue calificada como “difamación y calumnia”. Hasta el vocero palaciego se sumó: “Una declaración de la iglesia fuera de la realidad”
Ante la rencorosa avalancha, el Arzobispo guardó prudente silencio. Fiel a su condición pastoral, a las agresiones verbales ofreció la “otra mejilla” con humildad. No se retractó, pero pidió disculpas. No por haber dicho la verdad sino por los efectos que ésta tuvo al ser difundida. Con tino diplomático suavizó lo que dijo antes de un modo directo y claro.
No había equívocos en la situación: con las amenazas querían obligarle a desdecirse, (como a Galileo: “la tierra no se mueve”) a que aceptara con actitud sumisa la versión de los cocaleros. Si es difamación y calumnia lo que dijo el Monseñor, la “verdad” era entonces la que aquellos sostenían; es decir, que no hay implicación de los niños y jovenzuelos en el narcotráfico.
Sin embargo, a pocos días, los que saben de su oficio dieron su testimonio autorizado: “El comandante de la policía, general Óscar Nina, y el comandante de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico, Juan José Torrelio, admitieron que los narcotraficantes utilizan a algunos menores en el microtráfico de drogas, pues por su edad son inimputables”. Por su parte, el Gobernador también admitió que “hay menores en el negocio del narcotráfico en este departamento”.
El peligro denunciado había sido, pues, real y no una calumnia.
En consecuencia, el turno de las disculpas debería ser de los cocaleros, por haber agraviado la dignidad del Arzobispo de Cochabamba injustamente. No hubo tal. Fueron tan bravos para arremeter contra un sacerdote, pero les faltó valor civil para responder con la misma ferocidad a los jefes policiales o reconocer hidalgamente que estaban equivocados. De todas maneras, en una reunión posterior se acordó “trabajar juntos en la lucha contra el narcotráfico”.
Pero no pasó ningún siglo cuando desde Cancún se supo que el encono contra la Iglesia Católica no había terminado. ¡Oh maestro, don Miguel…!
(*) Columnista independiente
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