¡Cuántos temas se pueden describir sobre una institución que cumplió 2000 años! De la Iglesia Católica podemos contar, por ejemplo, sus contradicciones desde el comportamiento del Apóstol Pedro aquella víspera de la Crucifixión hasta los extremos renacentistas con los Borgia o la Inquisición. O sus cismas, desde Lutero a las nuevas sectas.
A la América, sus representantes llegaron junto a los soldados: cruz y espada contra los nuevos pueblos dominados. Al mismo tiempo, fueron los dominicos los primeros en difundir al mundo la leyenda negra sobre los excesos de la conquista.
En Bolivia, las actividades espirituales y sociales de la Iglesia Católica se han entreverado en un sincretismo complejo, desde el Santiago Illapa esparcido por la puna o las misiones en tierras bajas, de organización igualitaria y música sacra.
La Iglesia atornillada con el poder político y económico y la Iglesia preocupada por los pobres y desamparados. Junto al anillo dorado del obispo, los hospicios, los hospitales, las parroquias. Al contrario de lo que sucedió en países vecinos, en los últimos 50 años, la jerarquía católica en Bolivia estuvo más al lado de la doctrina social y por ello publicó en estos años documentos sobre las carencias del pueblo y la lucha por las libertades.
Cuando el dictador Hugo Banzer se opuso al pedido de amnistía general, el Arzobispo de La Paz Jorge Manrique, que nunca fue político, declaró el “entredicho”, medida eclesial que sólo se había dado en el siglo XIX y por la que todas las iglesias se mantendrían cerradas. Fueron obispos, algunos ya ancianos, los que publicaron un texto que más parece un manifiesto socialista sobre la libertad durante la dictadura de García Meza, cuando nadie más podía hablar. Y no eran militantes de un partido.
Más allá de ello, la presencia de la Iglesia Católica en Bolivia está más allá de las catedrales, de la Plaza Murillo. Periodistas empíricos y sacerdotes habitan donde no hay otra representación del Estado, en aquellas orillas del país donde no llegan los comunistas, los izquierdistas, tan afectos al poder central, tan alejados del país real.
¿Acaso en Santiago de Huata encontramos a un dentista privado junto al único que atendía a campesinos, un seminarista chileno? ¿Quién sino Sonia y sus hermanas francesas para llevar el auxilio a los infectados con tuberculosis, con VH, en las pampas del norte potosino? ¿No fue el cura Enrique el que recibió los golpes por defender en territorios tan apartados a originarios moxeños?
A Tito Solari lo conocí hace algunos años, cuando ya había renunciado a toda la herencia de su potentada familia, y daba parte de su tiempo para los presos más pobres en la cárcel de Cochabamba. Junto a él, dos monjas españolas, amenazadas por la mafia criminal que dominaba el reparto de prediarios y se aprovechaba de los detenidos indígenas, los que no hablaban español ni sabían firmar.
Ahí no llega ni el estado neoliberal ni el estado plurinacional. Tampoco están los marxistas, los estalinistas, los columnistas. Están curas y monjas, casi todos de familias acomodadas. Porque han recibido un don, un llamado como dicen, inentendible para los demás, dan su día a día para los más débiles. Felices de ellos que sienten esa emoción y esa serenidad que les permite pedir perdón públicamente y seguir su camino.
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