Por conminatoria de la autoridad competente (léase Órgano Ejecutivo), la magna y pintoresca Asamblea deberá aprobar sí o sí, hasta fines de este año, la nueva ley de la reforma educativa, denominada “Avelino Siñani – Elizardo Pérez”. No hay otra alternativa, así será. La sumisa obediencia de los honorables es proverbial en este tiempo del “proceso de cambio”. “Evo dixit”. “Es su orden mi general”.
Cual si fuera una extraña procesión que avanza a media noche, ya se escuchan voces destempladas, como aullidos a la luna, de los sempiternos disconformes. Puede que ahora tengan razón al objetar muchos errores, pero la postura tradicional es no estar de acuerdo con ninguna reforma. Esas son las reglas del juego. Del juego de la supervivencia dirigencial, claro está.
Y los días corren. La paciencia no está como para dar largas al asunto; tampoco hay motivo para retrasar. El paquete estaba listo desde hace rato. Sólo se aguardaba el momento oportuno. El último detalle no de mucha importancia es sancionarla. Eso se hace en dos palitroques. Luego, al Palacio Quemado. Y punto. Nunca fue tan fácil promulgar una ley, y nada menos que para una “revolución educativa”; o tal vez precisamente por eso, como parte de la tal revolución.
Según voceros oficiales, el susodicho proyecto goza ya de amplio consenso. Hubo mucho tiempo para eso, dicen aquellos. Estarían ya convencidos de lo bueno que es, los dirigentes nacionales de ambos sectores del magisterio (¡Quién creyera!). También la Iglesia para sus centros de “convenio” y otras ramas anexas, entre ellas seguramente las universidades autónomas. El silencio otorga, dice una máxima conocida. Salvo error u omisión.
Para los que se resisten, el presidente Evo ha lanzado una advertencia severa. Categórico y contundente ha manifestado: “Si alguien rechaza este proyecto… es racista, y quiere decir, además, que no acepta una educación descolonizadora”. ¡Cuidado!, no había sido difícil caer en el fatídico racismo: un desacuerdo puede ser fatal. Y también el no serlo, claro. Basta con callar en siete idiomas. Y para más garantía, en las 36 lenguas del Estado Plurinacional, mejor. El que no habla nada teme.
Es riesgoso entrar en detalles; pero la tentación es grande. Del vetusto Código del 52 se han exhumado varios términos, como “revolucionaria”, “liberadora”, “antiimperialista”: clichés gastados. Y estos otros: “tronco común y ramas diversificadas”, “currículum regionalizado”, “participación social e interculturalidad”, ¿a qué experiencia anterior remiten? Claro está a la que entonces se tildó de “ley maldita”, la 1565 de 1994. Por razones desconocidas, está siendo rescatada del olvido. Sólo el marbete de “neoliberal” ha sido retirado.
Pero además es “descolonizadora”. ¡Gran desafío! Al referirse a los 500 años, se estigmatizó con saña el colonialismo español. Y el más significativo lagado de éste, entre los pueblos de habla hispana, es el idioma. La mentalidad colonial está inmersa en el lenguaje del conquistador. Se piensa en el idioma que uno habla. “La lengua es la sangre del espíritu” (Unamuno). Entonces, ¿para qué andarse por las ramas? El toro por las astas. ¡Descolonicen el Castellano! Urgente, un decreto: “Por tanto, se resuelve: a partir del próximo 22 de enero, en justo homenaje al aniversario de fundación del Estado Plurinacional, queda terminantemente prohibido hablar en Castellano; sólo se hablará la lengua de cualesquiera de las 36 nacionalidades descubiertas, so pena de ser considerado racista el renuente, hasta las últimas consecuencias”.
(*) Columnista independiente
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