En estos meses finales del año se realiza en los colegios estatales y privados el rito de la promoción de bachilleres. La aparatosa ceremonia es el rostro de la vieja escuela tradicional. Es todo un acontecimiento solemne y folklórico. Se entregan diplomas, títulos y distinciones. Hay bandas y banderas, discursos, abrazos y lágrimas. Cualquiera diría que es la conquista de un lauro profesional o una despedida para ir al frente de batalla.
Pero al día siguiente empieza lo serio. Tras un largo y brumoso camino de 12 años de escolaridad, la otra vía está a la vuelta de la esquina. ¿Qué estudiar, dónde estudiar, con qué estudiar?…son algunas de las preguntas pungentes que le acosan al flamante bachiller. Eso de decir “estoy en la vía”, es para muchos una expresión literalmente cierta. Y no se refiere sólo al apoyo económico. La universidad o la institución superior tienen barreras de ingreso que hay que vencer. Las estadísticas de reprobación son alarmantes.
La elección de la carrera, igual que la de la novia, es una decisión crucial. Es para estar junto a ellas toda la vida. Dos factores se combinan: lo que uno quiere ser (interés vocacional) y la capacidad para culminar con éxito el estudio (aptitud académica). El uno sin el otro es una apuesta al fracaso. “Seremos lo que debemos ser o no seremos nunca nada”. ¿Qué significa elegir una carrera? “Al elegir una profesión se escoge simultáneamente un tipo de tarea, una clase de estudios, una forma y estilo de vida, un ámbito de oportunidades económicas, y se dejan de lado todas las otras posibilidades” (Taylor, 1970).
El poder ser lo que uno quiere, es tan importante como ubicarse en el campo de la inclinación natural. Ahora se trata de potencialidades específicas. No se es igual bueno para todo; en algún campo somos mejor que en los otros. La máxima competitividad personal, en la universidad y en el trabajo, guarda relación con este elemento. El nivel de preparación que uno alcanza, también. Intereses y aptitudes son, en suma, las variables que definen una buena elección de carrera profesional.
Ahora bien, los colegios y las universidades, ¿cómo atienden estas necesidades? En cuanto a la orientación vocacional y profesional, así como respecto al nivel de preparación, ¿cómo salen nuestros bachilleres? “La peor lacra nacional que se origina en la mala educación de la primaria y la secundaria, es la desorientación vocacional y el enciclopedismo obligatorio”. Esa “lacra” de que hablaba Carlos Medinaceli hace tiempo, increíblemente continúa vigente hasta hoy. El cartoncito que dice: “bachiller en humanidades” es una fantástica ficción.
La secundaria es el nivel del sistema donde mejor se visualiza lo anacrónico y desastroso que es la educación nacional. Ninguna reforma ha llegado hasta él. Los contenidos curriculares son variadísimos como la ortografía del bachiller. Al decir del Dr. Alfonso Camacho, ex ministro de educación, hasta los años 90 era aquello (planes y programas) un verdadero “pandemonium”. La reforma de 1994 llegó hasta un diagnóstico de situación, pero “no hubo acciones concretas para efectuar cambios en la educación secundaria” (Contreras y Talavera, 2002). Agotado su tiempo político, fue abandonada.
Desorientación profesional y enciclopedismo obligatorio. Con estos fardos a cuestas, temeroso y vacilante, se aproxima el bachiller típico a las puertas de la universidad o a otra institución superior. El pomposo “título” que le entregaron virtualmente no sirve para nada. Pronto advertirá cuán lejos había estado el colegio de la cruda realidad con la que se enfrenta. Es, sin querer ni pensarlo, parte de ese porvenir oscuro de Bolivia.
Y la universidad, ¿con qué “vara” mide para aceptar o rechazar la postulación de los bachilleres? ¿Cuál es el contenido y la validez de las pruebas selectivas que aplica? ¿Se basa en los programas de secundaria o en los prerrequisitos de las carreras? ¿Cuenta con parámetros normativos investigados? ¿Qué relación interinstitucional tiene con los colegios secundarios? Porque no es suficiente ni decoroso exhibir sólo estadísticas catastróficas ni echar la culpa al otro. La responsabilidad exige construir respuestas a esas preguntas.
(*) Columnista independiente
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