¿Cuál es ese tiempo? ¿De qué almas estamos hablando? Es el día cuando muchos creen que “ellos” de verdad retornan del otro lado; del ignoto país lejano de donde, en carne y hueso, ya nadie ha vuelto. El día de Todos Santos. Ilusión fugaz que palpita en el fondo recóndito del alma; céfiro que agita con fina levedad la fronda de la vida…
Si no recuerdo mal, Víctor Hugo, el poeta romántico francés, es quien ha dicho que la muerte nos vuelve invisibles, pero no estamos ausentes. Es posible que así sea. Cuando una joven tocada de velo negro y llorosa vencía el umbral de la puerta del cementerio, escuchó una voz misteriosa que le decía al oído: “¿por qué vienes a buscar entre los muertos a los que aún viven”?
Sobre la faz del “mundo ancho y ajeno” hay diferencias. En los centros urbanos, en medio de la algazara doméstica, ese tiempo se diluye. Para la gran mayoría es tal vez otro día más que pasa; o un día menos de esta vida que se nos va como un sueño. Pero cobra otra significación en los pueblos, en las comarcas, en los ranchos, en las soledades de tierra adentro. Allí se concentran la tristeza y la añoranza con intensa emoción.
¡Ay, de los que no pueden llorar! No conocen el secreto de las lágrimas que redimen: bálsamo de sosiego tras el golpe de la desgracia. La ausencia dolorosa parece retraerse y asoma el sol otra vez, con la ilusión de que en noviembre volverán. “No se los ve” ¡No importa! ¿Crees? Es suficiente. En realidad nunca se fueron, están ahí junto a nosotros, igual que Nazareno, el divino Dios de la fe y de la vida.
Uno no sabe lo que tenía a su lado, hasta que lo pierde. La muerte se cobra muy caro esa insensibilidad del alma. Es cuando sentimos que el corazón se nos desprende para ir tras la imagen sublimada, la que se purificó con la agonía o el último dolor de la partida. ¿Será cierto? En una ocasión Alfonso Reyes
(poeta y escritor mexicano), nos dijo: “La vecindad de la muerte pone en limpio el borrador de la vida”.
Es cuando el espíritu vence a la materia. La naturaleza más dura y fría no deja de conmoverse ante el misterio de la muerte; porque nos recuerda cuán frágil y efímera es eso que llamamos vida. Seguramente en alusión a ello, en un cementerio de España se lee este epitafio: “Templo de verdad es el que miras; no desoigas la voz con que te advierte; que todo es mentira, menos la muerte”.
Lo romántico es ese horizonte de esperanzas; la obstinada ilusión sin término; la idealidad más entrañable; la ensoñación de aquello que tanto se quiere o se desea; la ansiedad de perseguir sin tregua una quimera; el sentir, en fin, en el alma, la alucinante presencia del sin par Caballero de la Triste Figura, ir con él, avanzar con él hacia la conquista de la Isla Barataria, aunque ésta no exista en ninguna parte.
(*) Columnista independiente.
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