Al parecer, se ha disipado un poco más la polvareda política. Ahora se ve el contexto con mayor claridad. No era sólo Chile por donde debíamos encaminar la gestión del mar. El fanatismo ideológico ofuscó la visión de nuestros gobernantes; se actuó como si la destemplanza fuera más persuasiva que la buena relación para acceder al Pacífico.
Si hay en el mundo un país con el cual Bolivia no debería enemistarse jamás, ese país se llama Perú. Las razones históricas son por demás conocidas; pero principalmente por el tema marítimo. ¡Y quién creyera!, en lugar de buscar con inteligencia su apoyo, nos hemos ido peleando. Hace pocos años, cuando el “candado” aquél se remachó con la ejecutoria del tratado de 1929 entre Perú y Chile, Bolivia manifestó su satisfacción. ¡Se alegró de que se consumara más a plenitud su encierro!
No precisamente expertos en la diplomacia sino más bien otras personalidades, nos han alertado que la clave para que Chile, por interés propio, quiera dialogar con Bolivia sobre el mar, vendría como efecto de una política estratégica comercial orientada hacia los puertos peruanos. Y sólo entonces Bolivia estaría en condiciones de plantear los términos explícitos del mar en una agenda distinta a la engañosa de los “13 puntos”.
No es ninguna novedad que los puertos de Iquique, Arica y Antofagasta se mantienen activos y prósperos en gran medida por el comercio y turismo masivos que se generan desde y hacia Bolivia. Hay datos estadísticos fehacientes sobre el particular. Bolivia nunca se ha propuesto cambiar esa situación de privilegio -sin reciprocidad- en favor de Chile. Los puertos mencionados monopolizan el movimiento de toda la carga boliviana.
Pero a raíz del acuerdo firmado recientemente en Ilo, la prensa chilena reflejó la inquietud que ha promovido ese sólo hecho. Chile se ha sentido presionado por el abrupto acercamiento entre Bolivia y el Perú. Ilo es todavía un referente más o menos remoto para inquietar de veras a Chile. Lo que sí pesaría mucho más si Bolivia decidiera desviar hacia los puertos peruanos, como Matarani, por ejemplo, toda la carga comercial y de tránsito que hoy monopoliza Chile.
Quién sabe se diga, “eso no es realista, por ser demasiado cuesta arriba”. Las grandes decisiones requieren de coraje. Nuestra errática cavilación lleva más de un siglo. Y no parece razonable que dejemos pasar otro siglo en la inútil espera. En términos económicos sería seguramente costoso; pero la carencia de puerto propio, ¿no es acaso una enorme pérdida acumulada? Decididamente, hay que motivar a Chile para que quiera resolver el problema pendiente. Para ello es preciso que sienta él, en carne propia, la necesidad de hacerlo. Hoy, con lo de Ilo, parece que por accidente y por segunda vez se ha tocado ese punto sensible.
El presidente boliviano se ha mostrado optimista ante, por una parte, la “confianza mutua” con Chile y, por otra, con la declaración de Alan García en sentido de que el Perú no sería obstáculo para un posible acuerdo. ¡Calma! No nos emocionemos mucho todavía. La Constitución chilena prohíbe explícitamente negociar su territorio. Y si se piensa en Arica, no será fácil para ningún gobierno peruano llevar a la práctica el discurso de solidaridad. Significaría en los hechos renunciar a su patrimonio cautivo; se beneficiaría por doble partida Chile. Por cualquier lado que se mire, el problema es bien difícil; pero Bolivia añade a ello su crónica indecisión.
(*) Columnista independiente
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