Vladimir Ilich Lenin no fue una persona común y corriente. Sus padres eran ilustrados y él, aparte de su profundo conocimiento de la ciencia en general, fue un políglota. Dominaba muchos idiomas, inclusive el difícil latín. Su formación intelectual llevó al hecho irredente de que la revolución se constituye con propuestas, con ideas y no con represiones sutiles o matanzas, más cercanas al fascismo o a cualquier forma de absolutismo que al verdadero cambio. Este personaje histórico consideraba que nada se construye por la fuerza, o sea que los actuales procesos populistas latinoamericanos, basados más en la represión del concepto, de la opinión, antes que en el respeto son, por naturaleza, antileninistas y, por ende, antimarxistas y antirrevolucionarios.
Lenin nunca dijo que el cambio era obligatorio, o sea que la gente, la pobre, la de clase media o la rica, debía cambiar a la fuerza, sino por convicción, ya que es el único combustible humano que permite transformar duraderamente la sociedad. Lo demás solamente conduce inexorablemente a la dictadura o totalitarismo en la peor acepción del término.
El revolucionario ruso, Lenin, en sus incontables producciones teóricas y en su práctica revolucionaria, solamente se refirió a los crímenes del capitalismo y a la indescriptible necesidad de cambiarlo vía Revolución, a las vías de su sustitución. Criticó a Stalin, el líder que le sucedió, por sus inclinaciones totalitarias, y lo hizo de manera clara en su obra “Últimas cartas y artículos” diciendo: “El Camarada Stalin, que se constituyó en Secretario General del Partido, acumuló en sus manos un poder absoluto, y no estoy seguro que él sabrá, con el suficiente cuidado utilizar ese poder…”.
Stalin fue un meritorio dirigente, pero con luces y sombras. Él realmente pensaba que había que “liquidar” a los opositores y ése fue el origen del populismo supuestamente izquierdista que ahora, temporalmente, prospera en Latinoamérica. En su idea radical y, equivocada trágicamente, eliminó a millares de comunistas diferentes en pensamiento, inclusive a militares de carrera que, mucho después, le hubieran sido muy necesarios a partir de 1941, cuando se produjo la invasión hitleriana a la Unión Soviética, ya desaparecida por obra de corruptos y sinvergüenzas como Gorbachov y Yeltsin, además de Putin y Medviédev. Los desastres primeros en la II Guerra Mundial, que casi acabaron con la destrucción de la URSS, se debieron a ese tipo de situaciones. Lenin nunca concibió un Estado totalitario, al contrario, lo condenó. De libre voluntad permitió la independencia de Polonia y Finlandia en las postrimerías de la revolución de 1917 y lo hizo porque no se puede obligar a nadie a seguir un régimen de vida, cualquiera que sea, aún el comunista.
El error fundamental de Stalin fue que, en su amor al comunismo, porque nadie, en su sano juicio crítico tiene derecho a afirmar maldades de él por despropósito, eliminó a aquellos que le podían dar la posibilidad de mantener las ideas leninistas, su legado imperecedero, e, inclusive, la potencialidad del Estado soviético. Él creía realmente que eran enemigos de la URSS. Así, mató la palabra, el derecho a la réplica, la posibilidad de la discrepancia en aras de la Revolución. Este dirigente debe ser criticado por sus actos antidemocráticos, pero no por su convicción revolucionaria. Al final, salvó a la Patria soviética de la desaparición física por su fortaleza en los difíciles periodos de la Segunda Guerra Mundial. Y fue duro como era necesario en ese periodo tan difícil.
No obstante, hay cosas condenables en las posiciones y actitudes de Stalin. Dio origen a la rosca que destruyó a la Unión Soviética, no por expresa voluntad, sino por errores, y amamantó ideológicamente, aunque a posteriori, a los regímenes totalitarios populistas, porque lo son por esencia, que actualmente asolan Latinoamérica y restringen los derechos democráticos al máximo, impulsando a las turbas, no masas en el sentido revolucionario, al abuso máximo.
Lo ciertamente lamentable es que el producto, no necesariamente de Stalin en su totalidad, lo estamos viviendo hoy. A título de revolución, aunque falsa, se restringen las libertades democráticas, hasta la libertad de expresión, hasta el derecho a disentir, a opinar diferente con una serie de leyes absurdas que inclusive violentan principios constitucionales y del Derecho Internacional. Esto se lo debemos principalmente a Stalin: el totalitarismo contemporáneo.
(*) Politólogo
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