En la víspera de las elecciones presidenciales de ahora último en Chile, un dato estadístico reveló que la presidenta Bachelet se retiraba del gobierno con un halagador apoyo popular del 80 %. Es cierto que como en el fútbol no hay mucha lógica en la política; pero tratándose de un país como Chile, con sólida estructura institucional y principios básicos de democracia fortalecidos, hay una racionalidad que explica los resultados.
En otro país donde impera el impacto de la emotividad; donde el ciudadano es más pasional que analítico; donde la imagen de un caudillo arrebata la credibilidad de las masas (no quiero decir qué país es ése), en esa otra clase de país, decimos, habría sido para apostar que ganaba las elecciones el candidato oficialista, apoyado en la popularidad de su antecesor. Se ha visto muchas veces esa experiencia. Las ventajas desde el poder suelen ser decisivas.
Pero Chile dio un campanazo distinto. No obstante el porcentaje de referencia, se impuso con relativa facilidad el candidato de la corriente ideológica opuesta. Un viraje democrático de izquierda a derecha. La lucha preelectoral fue dura, a rajatabla con todo en contra del rival. Pero al frente de la estridencia destemplada de la calle, también se pudo ver el otro escenario democrático de gran nivel. Ningún candidato se negó a participar en el foro debate programado por el organismo rector del evento. Palabra persuasiva, gesto caballeresco, claridad de ideas, calidad humana de rango superior, esos fueron los rasgos que lucieron los candidatos. De ellos supo el electorado por quién votar. Y votaron por la alternancia del poder. A esto se llama madurez. El “soberano” no sólo cumple su deber ciudadano; también ejerce con inteligencia su derecho. Sabe que el prorroguismo entraña vicios políticos inevitables.
Pero antes de que asuma la presidencia Sebastián Piñera, un asolador terremoto se abatió sobre Chile. No le dio ni tiempo para disfrutar de su triunfo al electo presidente. Tampoco a la dama que, aureolada de inmensa reputación, se aprestaba a abandonar jubilosa el Palacio de la Moneda. En esa hora trágica de la desgracia, Chile enfrenta con estoicismo ejemplar su destino. Se borró toda diferencia ideológica. Y otras diferencias también. Emergió en bloque el Chile solidario y fraterno.
Se la vio a Bachelet frenéticamente activa, incansable en el esfuerzo. El dolor estaba reflejado en su semblante acongojado y serio, pero ni una lágrima. ¿Cómo resiste usted de esa manera, señora Presidenta? Le preguntaron los periodistas. La respuesta se deslizó con sencillez: “Es que no hay tiempo todavía para llorar”. ¡Qué admirable mujer!
Por su parte, el electo mandatario no retaceó su concurso. Ambos, a ritmo parejo, sin distinción especial ninguna, se mezclaron con la gente que resistía denodadamente los embates de la naturaleza. Coordinaban planes, compartían información, sumaban esfuerzos, apoyaban con todo a la tarea colectiva. A Piñera el terremoto le impuso otro programa de emergencia para su gestión gubernamental. Y él fue capaz de asumir ese inmenso desafío. Era la hora más propicia para probar la consistencia de su liderazgo, no en función de su partido sino en el de su patria. Y después, ¡Chile en marcha, nuevamente!
De las dos experiencias anteriores no pasó mucho tiempo. Y la increíble proeza tecnológica y humana para rescatar a los atrapados en la mina San José, puso otra vez ante los ojos del mundo a ese Chile heroico que ya es casi un emblema distintivo en el contexto latinoamericano. El gobierno chileno asumió como cuestión de Estado la empresa del rescate. El derecho humano a la vida recogió de esa hazaña un elocuente testimonio de solidaridad y apoyo sin límites. Los canales televisivos de todas partes mostraron un cuadro espectacular de esfuerzos mancomunados entre lo oficial y lo privado. Para la causa de los valores humanos no hay fronteras. Esa noche flameó en muy alto la bandera chilena, con una aureola de triunfo. Chile le ganó otra vez a la adversidad.
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