Como sucedió el otro día en una cancha de fútbol, un flagrante atentado a la democracia se ha consumado la madrugada del pasado viernes. Pese a los esfuerzos, fue poco menos que imposible hacer entrar en razón a los que promovieron la ley mordaza contra la libertad de expresión. El fanatismo político enceguece a la gente.
El espíritu de cuerpo en la Asamblea funcionó. Era obvio que así sucediera. La masa, en tanto masa, no razona. Esta afirmación podría ser tomada como racismo, cuando en realidad no es más que un apunte de psicología social. Está en cualquier libro de la materia. Pero sirva para testimoniar de paso que así como éste, el concepto de racismo es tan ambiguo, tan elástico que con facilidad se confunde con lo que no es.
Ese carácter difuso del fenómeno en cuestión (racismo), es uno de los obstáculos para definir con precisión el concepto. Se complica aún más con la amplia gama de expresiones que puede tener la actitud racista. Sobre esta base aleatoria no se puede fundar ninguna sanción penal. Su tipificación no dejará de ser lo que es el fenómeno mismo: cuestionable. Tal vez por eso otros países han preferido atacar el mal de otra forma, desde el fuero interno, desde la cultura, desde las costumbres.
Pero aquí no se trata de error, ni de ignorancia. Los antecedentes de mala relación que tiene Morales con la prensa y los periodistas, respaldan la hipótesis de que detrás de la apariencia; es decir, de la lucha antirracista, existe la intención política de restringir o de acallar las voces críticas al régimen. Esta doble faz está en todo el accionar del gobierno.
Una verdadera lucha contra el racismo no tendría que estar enfocada sólo al ámbito de la prensa. Vivimos en una sociedad infestada de ese mal. Para desmentir la hipótesis, el gobierno debería haber elaborado un plan global. El cambio de mentalidad y actitud demanda tiempo y acción sistemática para inducir a la gente hacia otros patrones de comportamiento social. No hay este plan; sólo una declaración que pone de manifiesto la intención política: “Mi obligación es erradicar a racistas dueños de medios”.
Por más que se diga que la arremetida es sólo contra los “dueños” y no contra los periodistas, la situación creada con el ominoso artículo 16 es una tácita amenaza a todos los que de una u otra forma se hallan vinculados con los medios de prensa, aún sin ser dueños de los mismos. La libertad de expresión no es sólo de los periodistas; es de toda la población. Es uno de los derechos humanos. Y realmente, sin la vigencia plena de este derecho, la democracia es una ficción. La dictadura, un referente ineludible.
El efecto psicológico del miedo y la autocensura defensiva es el efecto inmediato e inevitable de esa norma. Un organismo oficial -como los fiscales en el campo judicial- será el encargado de calificar la comisión del delito, en condición de juez y parte. Cualquiera diría que es la Santa Inquisición reimplantada en pleno siglo XXI.
Una experiencia conocida puede ilustrar la existencia de ese miedo: un enorme mastín suelto en la calle es una amenaza potencial contra la seguridad de los transeúntes. El dueño puede afirmar que no muerde, pero puede morder. Se sabe que ha mordido antes. Entonces es mejor irse por otro lado. Lo que es lo mismo: para no exponerse a la “Inquisición”, mejor no escribir, no hablar, no opinar. No ejercer el derecho a la expresión. Este feroz “rodillazo” a la democracia no nos lo esperábamos. Pero ahí está tan real, tan innegable como aquel otro que se difundió por todo el mundo.
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