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Domingo 10 de octubre de 2010

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Cultural El Duende

El Intelectual Latinoamericano (I)

10 oct 2010

Fuente: LA PATRIA

TAMBOR VARGAS

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El siglo XX exaltó y ensalzó al intelectual; pero esto no significa que no hubiera existido con anterioridad a aquella fecha, pues en esto –como en casi todas las demás cosas- el nombre NO hace la cosa. Es verdad que la etiqueta ha nacido con una serie de hipotecas o ‘marcas de fábrica’. Para empezar, con un gratuito usufructo izquierdista; más todavía, con un indiscutible vínculo al andamiaje marxista. Bastaba esto para comportar también una gravísima dosis de manipulación, cuya primera forma de expresarse era la invencible tendencia a confundir la ‘teoría’ con su ‘práctica’; es decir, la ideología con la historia. Así, ‘intelectual’ fue entendido como equivalente de una larga serie de virtudes y ejemplaridades (o peor todavía, como portador de una insuperable ‘misión’) que la ‘historia’ le tendría asignada. Alguien podrá ver en ello una versión secularizada de los antiguos ‘santos’ cristianos. Y así como en el pasado fue gratuita su canonización, también lo ha sido su radical devaluación, o incluso su demonización, actual. ¿Por qué sería que los intelectuales sólo podían ser ejemplares o no eran tales?

Con una hipotética y adelantada intención de ‘memoria bicentenaria’ en Argentina se ha querido elaborar, cabalmente, una historia del intelectual latinoamericano. Para ello se constituyó un equipo de trabajo, que funcionó bajo la batuta de Carlos Altamirano, historiador especializado en el área intelectual; y en 2008 ha salido el primero de los dos volúmenes previstos, a su vez preparado bajo un director parcial, Jorge Myers. He aquí las señas de identidad de este primer volumen: Historia de los intelectuales en América Latina. 1: La ciudad letrada. De la conquista al modernismo (Buenos Aires, Katz editores, 2008, 587 p.).

Antes de adentrarnos en ese volumen, quisiera anticipar dos observaciones. Una negativa: se ha prescindido del acompañamiento gráfico (retratos de autores o grupos de ellos, portadas de libros, casas natales…); otra positiva: el volumen se cierra con un índice onomástico que recoge los personajes históricos y los autores modernos de estudios sobre el tema, siempre que aparezcan dentro del texto (pero han quedado fuera los que sólo figuran en las bibliografías del final de cada capítulo).

Naturalmente, un tema tan ambicioso (el papel de los intelectuales desde la colonia hasta los comienzos del siglo XX) admite, en teoría, varios enfoques o formas de presentación; pero ya se debía dar por descartada la que pretendiera dar –simultáneamente- una historia intelectual de cada uno de los territorios iberoamericanos (repúblicas a partir de su emancipación de las respectivas metrópolis). Puesto a optar, el responsable Altamirano ha montado una especie de ‘retrato compuesto’ del continente a base de figuras más o menos emblemáticas o ejemplares o representativas de una determinada coyuntura o situación de conjunto. Me parece que, como una de las posibilidades disponibles, tal opción merece, en principio, respeto y atención. Claro, como cualquier opción, debe juzgarse por los resultados concretos de su realización.

Y cuando llegamos a este punto, recaemos en una serie de puntos muertos, reiterados y de los que parece que no nos podemos librar. Por ejemplo éstos: ¿tiene Iberoamérica una sola historia intelectual?; y en caso que la tuviera, ¿cuál fue?; y todavía ¿con qué cronología?; es decir, ¿cuál es la república que puede imponer su propia cronología? Por otro lado, ¿consiste la ‘representatividad’ en el tamaño o en el peso político de los estados? Bastan estas preguntas para darse cuenta de que pisamos un terreno minado desde múltiples puntos. Porque si se quiere hacer pasar por ‘historia intelectual latinoamericana’ la de Argentina, Brasil y México, habría que decirlo desde el título mismo y todos sabríamos a qué atenernos. Aunque esto ya sería suficientemente ‘explosivo’, hay todavía razones más persuasivas para afirmar que por esa vía nos vamos directamente al abismo. En efecto, ¿cómo se podría sostener que el ‘formato’ socioeconómicopolítico de aquellos estados mencionados les garantiza un protagonismo intelectual en el continente? Esto sería demasiado suponer.

Si así son las cosas, acaso lo sensato habría sido escoger, no estados, sino pensadores ‘representantivos’; éstos, escogidos en función de su interés intrínseco y sólo, después, de la influencia ejercida en un entorno más o menos amplio; pero nunca automáticamente como efecto del tamaño del estado en que hubiere nacido. ¿Qué encontramos en el volumen de Altamirano-Myers? Los tres trabajos dedicados al periodo colonial se sitúan, cada uno con uno, en Perú y Brasil, más otro de alcance general o geográficamente no definible. De los 21 capítulos republicanos, hay una mayoría con clara delimitación geográfica (aunque ésta puede ser múltiple): Argentina (5), Brasil (3), México (2), Venezuela (2); Uruguay (1), Nicaragua (1); el resto, o pretende abarcar el conjunto del continente o está centrado en fenómenos no limitados a un territorio (7). Y al respecto hay que destacar el esfuerzo por romper el marco estatal de los análisis: ya sea abarcando explícitamente varios de ellos, ya sea enfocando aspectos con pretensiones de generalidad. Aun así, la estadística pone de manifiesto que hay grandes’ y hay ‘pequeños’; y, sobre todo, hay ausentes: Antillas, Bolivia, Centroamérica, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay (van en negrita los países más sorpresivamente marginados). Y esto viene a demostrar, a posteriori, la dificultad de abarcar el tema del caso.

Insisto: creo que, hoy por hoy, la única forma menos desequilibrada de enfocar el tema es escoger una lista de figuras que presenten un interés intrínseco por la talla de su acción (entre 30 y 50) y que alrededor de ellos, de su periodización, de su tipología y de las diferentes áreas de acción (la universidad, la prensa, la literatura, la historia, la religión, la economía, la diplomacia…) se vaya tejiendo un ‘paisaje’ que permitiera hacerse una idea de las preferencias iberoamericanas de cada periodo. Por este camino acaso tampoco estarían representados todos los países; y seguro que tampoco todos lo estarían en la misma proporción de figuras; pero permitirían poner los acentos en las personas y las ‘ejemplaridades’ presuntamente más significativas. Suele objetarse que, por este camino, podrían aparecer figuras cuyo impacto no fue más allá de sus fronteras ‘domésticas’; pero ¿estamos seguros de que las otras formulas logran realmente obviar este escollo? Porque si la dificultad de los ‘pequeños’ es cabalmente trascender los límites de sus territorios, la de los ‘grandes’ es, por el contrario, reconocer sus límites y acabar confundiendo su identidad con la del continente (particularmente, desconociendo los logros y las influencias de los otros ‘grandes’ o ‘medianos’).

Pero, más allá de esta serie de problemas de cualquier ‘historia intelectual’ que pueda tener algún interés, todavía nos topamos con su meollo intrínseco: ¿cuál es la ‘imagen compuesta’ de la intelectualidad latinoamericana presentada? ¿Cómo puede establecerse? Y todavía, ¿sobre qué premisas puede medirse y valorarse? El primer escollo consistiría en aplicarle una escala de valores ajena a su tiempo (sobre todo, la nuestra, la de la segunda mitad del siglo XX). Pero otro, de no menor poder desorientador, consistiría en aplicarle una escala que se olvidara de las condiciones históricas reales en que desarrollaron su vida, su obra, su acción y su lucha.

Pasando de lo teórico a lo concreto, ¿quiénes son los intelectuales latinoamericanos efectivamente considerados en este volumen? Tomando como criterio quienes han recibido una mínima atención compacta y expresada en una serie seguida de páginas, hélos aquí:

COLONIALES: A. de Nariño, B. de Rivadavia, V. Rocafuerte, M. L. de Vidaurre. Total: 4.

REPUBLICANOS: J. B. de Alberdi, A. Arguedas, D. Barros Arana, A. Bello, F. Bilbao, F. Bulnes, R. Darío, P. Díaz, F. y V. García Calderón, E. Gutiérrez, J. M. Gutiérrez, J. Bonifacio, J. C. de Lafinur, J. V. Lastarria, J. Martí, M. Moreno, D. F. Sarmiento, J. Sierra, S. T. de Mier, M. Ugarte y L. Vallenilla Lanz. Total: 20.

De ese total de 26 personajes ‘intelectuales’ privilegiados, encontramos ocho argentinos, seis chilenos, tres mexicanos, dos peruanos y uno de cada uno de esos territorios: Bolivia, Brasil, Colombia, Cuba, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. No hace falta entrar en mayores refinamientos para detectar claros sesgos desequilibrantes.

No puedo cerrar este comentario sin un párrafo a la ambigua e insegura ‘presencia’ boliviana en el volumen. Al máximo nivel de tema (central) de capítulo ya sabemos que su ausencia es casi absoluta (la única excepción son las tres páginas en que, con otros, aparece Arguedas en París); pero hay otra ‘presencia’ menos acentuada, más difusa e incierta: la que se traduce en una mención más o menos pasajera dentro de un tema, o general, o dedicado a algunos de los territorios ‘grandes’ de que en diferentes momentos formó parte (el Perú por el norte; el Río de la Plata por el sur). Así, encontramos referencias al eximio poeta petrarquista D. Dávalos y Figueroa (pp. 87-88, 99) y al menos eximio J. de Salcedo Villandrando (p. 88), ambos vecinos encomenderos paceños; al cura tratadista clásico en Metalurgia A. Alonso Barba (p. 76); al barroco cronista A. de la Calancha OSA (pp. 70-71); al estupendo escritor barroco Gaspar de Villarroel (pp. 87-88); al prelado ilustrado J. A. de San Alberto y al mitificado canónigo M. Terrazas, patrocinadores de los estudios platenses de Mariano Moreno (pp. 138-139; el primero, mal identificado como “Charcas, Alberto de”); a los ideólogos jacobinos B. Monteagudo y V. Pazos Kanki (p. 124); al padre de la independencia boliviana, C. Olañeta (p. 415); a la escritora J. M. Gorriti (pp. 45-46); al ‘príncipe de las letras bolivianas’ G. R. Moreno (p. 336, aunque sea para concederle un lugar distinguido entre los representantes del ‘pensamiento conservador’); al modernista de primera fila R. Jaimes Freyre (pp. 529, 535); al joven F. Tamayo (p. 548), aunque es discutible que viera en París su Meca, a diferencia de A. Arguedas, que sí lo fue (pp. 560-562); y Arguedas es el único boliviano que forma parte del grupo seleccionado. El resto de los mencionados recibe un lugar en alguna enumeración, sin personalización alguna o muy breve; pero no se puede decir que la materia boliviana haya quedado marginada.

Sin salir del ámbito boliviano, se me ocurren algunos nombres que bien merecían el peno reconocimiento en la categoría de ‘intelectual seleccionado’ o, por lo menos, una presencia menor. COLONIA: P. V. Cañete, M. A. Padilla y J. Zudañez. REPÚLICA: M. V. Ballivián, M. Baptista y A. Zamudio.

Resumiendo: presentación de un intento de cartografía intelectual iberoamericana. Aunque cualquier selección será objeto de objeciones, cabe acertar más o menos; y aquí ‘acertar’ equivale a reconstruir lo que en su momento fue la vida intelectual del continente, al margen tanto de ensimismamientos locales como de su capacidad multiplicadora (que más bien habría que calificar de ‘deformadora’). En este caso, me parece excesiva la marca de fábrica argentina; y no entiendo la preponderancia chilena. Lo que se acortara de ellas, habría que compensarlo con figuras peruanas (¿cómo justificar ausencias como las de M. González Prada y de R. Palma?), mexicanas, centroamericanas…

Y las consideraciones finales son más bien melancólicas: ¿por qué las únicas culturas capaces de elaborar visiones ‘globales’ son las ‘poderosas’? Y ¿por qué sus visiones parecen condenadas a cierto grado de narcisismo deformador?

Fuente: LA PATRIA
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