La ciudad era, ¿cómo era la ciudad? Desde luego no tan fría ni tan salvaje. Porque desde hace ya un tiempo ha caído en manos de los especuladores, de políticos sin ética alguna, y aparte de acrecentar soledades tremendas y temibles, se ha convertido en el despeñadero de la especie humana. Por las calles de las grandes urbes igual te encuentras un moribundo con un puñal en el pecho al que todos miran pero nadie se detiene, que un enjambre de jóvenes envenenados por el alcohol y las drogas, o riadas de personas vendiendo su cuerpo en cualquier plaza por unas simples migajas, pero que a veces también las necesitan para subsistir. Indudablemente, la pobreza es un factor que subyace en estos fenómenos.
Cierto, en los suburbios nadie conoce a nadie y la sexualidad se ha trivializado tanto, que alimenta una decadencia de los valores morales y lleva a la degradación de la mujer como jamás se ha conocido. Las grandes metrópolis son verdaderas selvas, cementerios que traspasan a fuego hasta el alma dormida, laberintos que todo lo confunden en un territorio de locura permanente, donde se ha perdido el sentido humano.
Se dice que nada es lo que parece. Quizás, porque la urbe ha desplomado el orbe de la belleza, aunque no lo parezca. La ciudad ya no es el hogar público que recibe con los brazos abiertos la multiculturalidad y el plurilingüismo. Tampoco es un territorio de humanidad. Cada uno suele ir a lo suyo, sin sembrar una palabra, y lo que es peor, sin donar una sonrisa. Se vive desde la otra orilla de la vida, en la frontera del vacío, sin tiempo para dejar fluir las ideas. La solidaridad es un amor imposible bajo este hábitat putrefacto. La gran masa se pisa unos a otros, pasa de comprometerse con el marginado del sistema, y el deber de conciencia ya no palpita por nada ni por nadie. El apoyo, el respaldo, la ayuda, la protección hacia el débil tampoco cotiza en las grandes urbes, donde espiga la injusticia más absoluta y una libertad falseada, que en verdad sólo es un privilegio de los poderosos.
Sin duda, las grandes ciudades del mundo son cada vez más cosmopolitas, pero siempre les falta el activo de la comprensión, de hacer que las diferencias no sean motivo de división o de conflicto, sino más bien de enriquecimiento recíproco. En todo caso, no puede haber civilización del amor en las urbes actuales, tal y como están concebidas, porque la misma arquitectura nos enfría, los mismos espacios ensanchan la amargura de estar cercado por máquinas que se asemejan a los monstruos.
Nos ha deslumbrado la ciudad con sus colores de artificio, porque de calor humano nada entiende, y sería bueno reflexionar sobre cómo podríamos cambiarla. La ONU, con motivo del día mundial del hábitat (4 de octubre de 2010), ha encendido la primera luz con el lema “Mejor ciudad, mejor vida”. La pobreza urbana es una pobreza denigrante a más no poder, suele vivir en países en desarrollo, son los excluidos de un modo de vida feroz. No se les ha dejado levantar cabeza, se les ha marginado, robándole todos los derechos, y se les ha desprovisto de servicios básicos.
Más que ciudades productivas o inteligentes hay que cultivar ciudades humanas, y fomentar ciudades armónicamente integradas y estéticamente integradoras, con éticos gobiernos, donde las mujeres y los niños se sientan seguros y todos, sin excepción alguna, puedan ser receptores de servicios urbanos básicos. El crecimiento de barrios insalubres en las urbes es un claro ejemplo de que urge adoptar políticas sociales de planificación urbana que atiendan las necesidades de los pobres.
Hay que volver a la ciudad de los sueños, de los grandes anhelos, al territorio de la esperanza y de la acogida. Se dice sobre los países altamente urbanizados, que son los que tienen un mayor nivel de ingresos, economías más estables e instituciones más sólidas. Sin embargo, la realidad es la que es, y multitud de residentes hoy malviven en grandes ciudades, bajo condiciones inapropiadas. Insisto, ha llegado el momento de tender puentes humanos en lugar de levantar tantas fortalezas. Todos tenemos derecho a buscar un nuevo destino para mejorar de vida. Es algo innato y natural. Y, por otra parte, el problema de la inseguridad en las grandes urbes, lo genera muchas veces la propia ciudad que no es justa con sus ciudadanos en la medida que establece diferencias. Para empezar, los jóvenes que viven en las zonas urbanas de los barrios marginales deben figurar como tema prioritario en todas las políticas y estrategias urbanas.
Ellos son el futuro y tienen que ser el cambio “de ese futuro” en las ciudades, que son las áreas más densamente pobladas de juventud. Hay que aplaudir, pues, el apoyo a cuantos, a nivel local e internacional, trabajan para que las personas que viven en las periferias degradadas de las urbes, se les garanticen condiciones de vida dignas, ¡qué menos podemos hacer! En suma, la ciudad debe volver a ser el hábitat donde cualquiera pueda secarse las lágrimas, que como dijo Platón: “cada lágrima enseña a los mortales una verdad”. Tal vez, entonces, conquistaremos la espléndida ciudad que dará abrigo, justicia y dignidad a todos los seres humanos. Falta nos hace.
(*) Escritor, corcoba@telefonica.net
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