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Domingo 26 de septiembre de 2010

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Cultural El Duende

México, doscientos años de insurgencia

26 sep 2010

Fuente: LA PATRIA

La escritora e historiadora Lupe Cajías, afirma en el siguiente estudio que, junto con la argentina, la influencia mexicana en el continente ha abarcado todos los quehaceres desde la rebeldía de los indios sin tierras, las serenatas, los mostachos, las faldas amplias, la fotografía en blanco y negro de los extensos páramos, los murales revolucionarios, el cuento corto, el cine dramático, las telenovelas de las ocho…¡el tequilazo!

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En esta misma sala, a un rincón, un hombre de larga pestañas solía entrecerrar los ojos mientras hablaba de su amor quimérico, María Félix…, la doña, mientras escuchaba las dolidas notas interpretadas por Ortiz Tirado. Mi padre, como tantos otros latinoamericanos, comprendió pronto que la patria chica se estiraba hasta allá lejos, al norte, hasta un río bravo que divide dos historias. Amaba a la María, a su cine, a su música, a sus escritores.

En cada ciudad latinoamericana hay un cine con el rótulo de México. Curioso, mi primer reportaje publicado recontaba esa presencia mexicana en todos nuestros países. Comparábamos las listas de lo mexicano bogotano, donde la ranchera está nacionalizada, de lo mexicano centroamericano con raíces tan comunes que la Chabela es de todos lados. Sin embargo, de todos, todos, los medio/mexicanos sin duda alguna, el más parecido es el boliviano.

Compartimos una larga forma de ver la vida, desde antes de la llegada de las carabelas, durante la colonia, en los inicios de la república, y sobre todo en las formas de tenencia de la tierra y de las rebeldías indígenas contra esos abusos.

Aún no terminamos de asombrarnos por la última masacre en Ciudad Juárez, cuando los diarios nos anotician de la balacera contra quinceañeros en Sonora. La violencia en México del Siglo XIX está alborotada con fisuras de delincuencia, de tráfico de drogas para el norte anglosajón, de mafias y policías. Hace doscientos años, hace cien años, otras tropas morían por la misma zona. Las razones de los guerreros y de los bandoleros eran diferentes. Los signos del honor eran otros. El hambre era la misma, antes, mucho antes, ahora.

La historia de México, extenso territorio en el hemisferio sep– del continente, es de alguna manera, quizá de muchas maneras, la historia de la América morena, la que el gran Rubén Darío nombró como la hija de Moctezuma y Cuauhtémoc, también la hija de la Malinche, de Cortéz y de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Resistencia, también amores; sublevaciones, también convivencias; magia invisible de los indios yuquis, también la estampita de la Guadalupana.

Es la frontera del Río Bravo, la misma que hoy espanta, se da la de la invasión al revés porque los indios han decidido reconquistar sus territorios arrebatados en el Siglo XIX, por California, por Arizona, por La Florida, la zona de los nombres hispanos, simbólica.

Pocas veces nos recordamos que son las mismas tierras disputadas entre los dos grandes imperios europeos del Siglo XVI al XVIII. A un lado de la banda se hablaba inglés, al otro español, en el medio un espaninglish. Tierra de nadie y tierra de todos, con escasas noticias e influencias de lo que sucedía más allá.

Las trece colonias inglesas se independizaron el 4 de julio de 1784. Washington comenzó a reemplazar a Londres. Las consecuencias de la Revolución Francesa de 1789 y esas palabras sacras: Libertad, Fraternidad, Igualdad, calaron al otro lado. Hace 200 años, el 14 de septiembre de 1810, los mexicanos iniciaron su lucha por la soberanía.

La independencia de España

Sin duda que la crisis europea, magnificada con las invasiones napoleónicas a España, las cortes de Cádiz y las nuevas ideas liberales influyeron en los conjurados mexicanos en ese episodio cuyo bicentenario se cumple este 2010.

“¡Viva por siempre nuestra Santísima Madre Guadalupe! ¡Viva por siempre América y mueran los malos gobiernos! ¡Mueran los gachupines!”. Con esos y otros gritos vivaban los 80 mil indígenas y mestizos que seguían al cura Miguel Hidalgo en Dolores, camino a la ciudad de México.

Bajo el estandarte de la Patrona, los pobres van dispuestos a todo, a morir o a vencer. Agotada la violencia, cansados de la opresión de los hacendados, de una justicia que nunca les alcanza, partieron los agrarios. Según el historiador Lucas Alamán (1849), los vaqueros y otros trabajadores de las haciendas formaron la caballería, armados de lanzas, machetes, pocas espadas. Pocos tenían pistolas o carabinas. Los indios conformaban la infantería, divididos de acuerdo a sus comunidades, a sus tierras de origen. Portaban palos, hondas, algunos arcos con flechas. Iban con sus mujeres, con sus niños, como en un desfile bíblico, fundacional. Comandaban los antiguos capitanes de cuadrillas, los viejos gobernadores.

Mixturaba el patriotismo, la fe religiosa, el ímpetu heroico, las ganas de saquear, la aventura y la urgencia revolucionaria. Empezaba así la gran guerra, una confrontación violenta donde ningún bando estaba dispuesto a ceder un mínimo espacio. Todo o nada. La guerra de la independencia mexicana fue tenaz pues desde el Siglo XVI, aquel virreinato fue la joya más preciada para la corona española.

La Nueva España engordó las arcas de los conquistadores desde el inicio de la colonia, con plata y oro, con todo tipo de riquezas agrícolas, con algodón, con tabaco, con impuestos. El dinero que la corona saqueaba de México servía para mantener otras colonias más pobres, pero sobre todo para alimentar y enriquecer a una clase parásita de miles de funcionarios peninsulares, desde el último filibustero hasta el rey sentado en Madrid o el banquero de Flandes o Augsburgo. Por sus propios intereses habían intentado rebelarse contra los europeos en anteriores ocasiones.

Los saldos no llegaban a los colonos criollos, ni siquiera a los hacendados y mineros que no podían expandir sus primeras fortunas. Los comerciantes no podían vender como querían. Ellos querían la independencia mercantil. Se calcula que eran un millón y medio de habitantes del virreinato, la casta criolla. Sus miembros letrados, los licenciados, deberían conformarse con puestos burocráticos secundarios, alguna enseñanza. Los curas de este lado ocupaban parroquias rurales, lejos del boato de los obispos.

Otros dos millones de mestizos, negros, sambos y mulatos eran artesanos, semi esclavos agrícolas, o quizá pequeños comerciantes y su lucha era contra los ricos locales y también contra la colona.

El grupo más numeroso era el indígena, aún cuando la cifra de tres millones apenas se recuperaba de las masacres y daños de la conquista inicial. Ellos estaban contra los mestizos usureros, contra los hacendados usurpadores de sus tierras comunitarias, contra la corona que saqueó sus templos, burló a sus dioses, violó a sus mujeres. De la columna que seguía a Dolores, ellos eran los que nada tenían que perder.

El bajo clero estaba unido a ellos y a la insurgencia, mientras la Iglesia oficial defendió al poder realista y a sus privilegios.

El virrey Francisco Javier Venegas recibió la denuncia de una conspiración en Querétaro, donde estaba implicado el mismísimo corregidor, su esposa y otras mujeres, un capitán militar y el cura Hidalgo, que desde hacía meses usaba el púlpito contra el dominio hispano.

Todo se inició en la noche del 16 de septiembre de 1810, cuando Hidalgo aprovechó la reunión de los indios y rancheros que iban a misa. Con el estandarte de la querida Virgen de Guadalupe los convenció para iniciar la rebelión. Fue excomulgado casi inmediatamente, pero esa primera revuelta siguió por los campos, hacia Guanajuato, hacia México. Una batalla de 300 kilómetros, de muertes y saqueos, de violencia y venganzas.

Hidalgo y sus hombres resistieron hasta 1811, cuando varios de los cabecillas fueron ejecutados. Era una victoria realista momentánea. La lucha continuó hasta la victoria criolla. Otro cura, José María Morelos provocó la insurrección desde el sur, que conocía muy bien por su oficio de arriero. Otros se movían desde el norte.

En 1821, México logró su independencia y por algunos años se unieron con las repúblicas centroamericanas. Parecía posible el sueño de la gran patria latinoamericana.

Pronto esa primera independencia fue fracturaba. Otros intereses europeos influían en la política continental. Como otras naciones, México sufrió sucesivas guerras civiles, enfrentamientos y también una seudo etapa monárquica con Maximiliano y Carlota.

El gobierno de Benito Juárez, el primer indígena en llegar a la presidencia de un gobierno latinoamericano, aprobó profundas reformas, sobre todo contra la Iglesia, la mayor terrateniente y a favor de la instrucción pública.

Pero a México le esperan nuevos episodios violentos.

Civilización y Barbarie

Hacia 1880, los grupos de poder latinoamericanos, en algunos casos oligárquicos, en otros burguesías primarias, casi siempre terratenientes y sus representantes parlamentarios o ministros, asumieron las ideas europeas de enfrentar a la civilización –la que habían dejado los conquistadores y los nuevos imperios– contra los colonizados sobrevivientes, a quienes se catalogó de “bárbaros”.

Esos fueron años de expansión de las haciendas, sobre todo en países con amplia población indígena como México, Bolivia, Perú, Guatemala y también en países como El Salvador, Brasil o Argentina. Donde había indígenas se buscó la forma de exterminarlos, como en la Patagonia, incluso con la justificación gauchesca de Martín Fierro. Se arrebataron las últimas tierras de comunidad, como en el altiplano aymara.

Al mismo tiempo, se fundaron partidos (conservadores, liberales, blancos, colorados, federales) con el objetivo de diseñar una democracia controlada. La misión explícita era terminar con los años de guerras civiles, como pasó en México, pero el objetivo económico era el control de las grandes fuentes de riqueza: tierras y minas.

La dictadura de Porfirio Díaz duró 33 años en México marcando un proyecto de modernización (civilización con ferrocarriles, telégrafos, crecimiento de las ciudades, difusión cultural), pero también un país de continuas conmociones políticas que afectaban a sus nueve millones de habitantes, principalmente a los más pobres, a los indígenas. Muchos abandonaban el inhóspito paisaje norteño para bajar a los cinturones de miseria del D.F., los barrios de barro, como se conocían.

A fines del siglo XIX seguía como un país fragmentado entre los latifundistas millonarios y los campesinos dueños de parcelas cada vez más pequeñas. Como en otros puntos del continente, ahí también los trabajadores agrícolas eran semi esclavos, remunerados con especies, herederos de infinitas deudas, apartados de los servicios y lujos de las haciendas con muros de piedra y canto. Vivían y morían bajo el sol inclemente en las plantaciones de café, tabaco, caña. Algunas pocas unidades familiares producían para el consumo propio.

Los liberales marcaban su ideología con las mismas consignas: paz, orden, enriquecimiento nacional, filosofía positiva y ciencia. Su apoyo a Díaz era completo, pero no dejaron de existir las rebeliones y levantamientos durante sus largos años de mandato, todos sofocadas con violencia, con crueldad y sin perdón.

A las protestas de líderes políticos regionales se sumaron otras impulsadas por los indígenas. Se redujo al cacique Cajeme que luchaba en Sonora contra la invasión de los blancos a las tierras de las yaquis. En 1905, los últimos jefes mayas en Quintana Roo fueron reprimidos. En la misma franja donde actualmente se desarrollan las sangrientas disputas del narcotráfico, a inicios de la centuria, los soldados porfiristas combatían a los apaches. El legendario Jerónimo había incursionado en territorio mexicano en 1891. Con la llamada “ley de fuga” fueron exterminados indígenas y sus jefes. Díaz lograba victorias para concentrar aún más el poder. Y los propios intelectuales justificaban sus métodos afirmando que en un país como México no había oportunidad para el ejercicio de la libertad plena.

En cambio se favorecía la migración europea y la llegada de capitales internacionales. Cuarenta millones de hectáreas, casi todas ociosas y de engorde, favorecieron a foráneos que no las trabajaron, perjudicando a los campesinos.

1910, estalla la Revolución

Una mayoría de mexicanos originarios quedaba en la miseria. La imagen externa del México pulcro, rico, cultivado, poderoso estaba muy lejos de los ranchos donde no existían escuelas, servicios de salud, seguridad alimentaria.

En 1904 Porfirio Díaz juró por sexta vez como Presidente de la República en un ambiente de inicial crisis económica y creciente protesta popular, crisis que se complica en 1907 con la quiebra de varios bancos, pérdidas en los ferrocarriles, desastres naturales y baja de salarios.

El primero de junio de 1906, en Cananea, cerca de dos mil trabajadores de la Green Consolided Mining Company deciden la huelga. La respuesta oficial es violenta y deja más de 20 muertos y 50 huelguistas presos. Sigue una ola de paros, casi todas duramente reprimidas como en Río Blanco, Santa Rosa y Nogales. Los liberales piden no reelegir a Díaz.

La oposición levanta cabeza y Francisco Madero funda el Partido Antireeleccionista y se crean otras agrupaciones como el partido democrático, el liberal mexicano, el científico, el revista. La clase media se dividía.

La historia registra latifundios del tamaño de países europeos; uno sólo en Chihuahua era similar al territorio de Dinamarca, Suiza, Bélgica y los Países Bajos. 834 señores eran dueños del 97 por ciento de la tierra cultivaba y cada uno poseía en promedio 100 mil hectáreas.

Doce millones de labriegos no poseían ni una parcela y los 800 mil obreros de inicios del siglo no gozaban de beneficios sociales. El gobierno prohibió los derechos de asociación y de huelga. Círculos de activistas clandestinos prepararon la resistencia y los hermanos Ricardo y Enrique Flórez Magón proclamaron los puntos del programa político diferente al Porfiriato. Aunque el régimen había fusilado a algunos dirigentes obreros como el presidente del Gran Círculo de Obreros Libres, se sucedieron cerca de 200 huelgas con los mismos reclamos.

Preocupado por la candidatura de Madero, Díaz lo mandó arrestar y el resultado de las elecciones otra vez favorables al dictador fueron cuestionadas. Desde el exilio, Madero anunció el comienzo de la insurrección para el 20 de noviembre.

Los primeros alzamientos se produjeron en Coahila, Chihuahua, Yucatán y Sinaloa, pero fueron reprimidos. La gran revuelta empezó en el campo, en Chihuahua, inicialmente bajo el mando de Abraham Gonzáles, quien cedió el liderazgo a un antiguo vaquero, Francisco “Pancho” Villa, Doroteo Arango.

El 14 de febrero de 1911, Madero regresó a México cruzando la frontera cerca de Ciudad Juárez junto con entusiastas jóvenes. Por Baja California entraron los hermanos Flórez hasta Tijuana, inquietando a las autoridades estadounidenses. Ellas evitaron los desplazamientos de las tropas insurrectas con la presencia de 20 mil soldados en la frontera.

Pero también la chispa ardía desde el sur con Pablo Torres y un combatiente que pronto sería el cabecilla indígena más importante, el estandarte viviente del reclamo agrario, de la reforma en todas las haciendas, Emiliano Zapata.

Así empezaba una gesta que habría de cambiar al continente y cuya influencia en Bolivia fue contundente. La historia de la revolución mexicana merecerá otra conferencia pues son muchos los detalles, las historias, los corridos que podríamos desentrañar.

Queremos dejar este artículo en ese punto suspensivo, cómo las hazañas de Villa, de Zapata, de los muralistas, de los educadores, de los intelectuales, llegó a Bolivia y cómo influyó para las revueltas en el agro cochabambino, en las fincas de Comanche.

Un tejido complejo que nos une más allá de las distancias, de los tiempos y de los dichos.

Lupe Cajías

Movida Ciudadana Anticorrupción

La Paz Bolivia

Fuente: LA PATRIA
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