Racismo contra racismo. Es el tema de hoy en día en el Parlamento. Con una viga en el propio, el gobierno busca arremeter contra la paja del ojo ajeno. Y, equivocadamente, elige como su blanco principal a la prensa y los periodistas. Los hechos cantan aunque se diga otra cosa.
Desde los tiempos inmemoriales hubo racismo en el mundo, entre grupos étnicos e incluso entre individuos de un mismo grupo. Las diferencias están en la propia naturaleza del ser humano. Lo cual no es justificativo para no combatirla. Al contrario, la civilización avanza en dirección de superarla. La democracia es uno de los instrumentos valiosos para ello. Y como se sabe, el racismo y la discriminación son, por el contrario, los enemigos de aquella.
En Bolivia, el racismo contra el que se pretende luchar, tiene muchos rostros diseminados en todo el cuerpo social del país. El Dr. Luis Ramiro Beltrán anota en un breve inventario los más conocidos: “Prevalece el racismo en Bolivia -dice el doctor Beltrán- entre blancos, indios y cholos; entre cambas y collas; entre t’aras y kharas”. Otras expresiones como “la Nación Camba” y “la Nación Aymara”, son también parte de ese mismo cuadro de racismos disociadores. En definitiva, al decir siempre del Dr. Beltrán, “el racismo es de ida y vuelta, intemperante e intransigente”.
Con la ascensión de Morales a la presidencia, se creyó que el racismo se quedaría en el pasado; que se adoptarían políticas orientadas a la integración y la tolerancia; que iría desapareciendo de forma paulatina toda manifestación de racismo. Pero la cara fea de la realidad no tardó en aflorar: un racismo furibundo y beligerante ejercido desde las más altas esferas del poder. Estigmatizaciones como “derechista”, “oligarca”, “neoliberal”; así como los fueros y privilegios especiales, renovaron el racismo radical en Bolivia. Los discriminados de ayer son los discriminadores de hoy. El Estado Plurinacional distingue en la práctica a ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.
En la suposición de que el gazapo de marras viene sólo del otro lado, el Ejecutivo ha enviado en paquete -como es su estilo- el proyecto de Ley Contra el Racismo y la Discriminación a la Asamblea Legislativa, con la consigna de que no se cambie ni una coma. Tiene la misma impronta de las otras ya promulgadas. Es ambigua, confusa y contradictoria. A estas alturas resulta difícil no creer que la hubieran redactado así deliberadamente. ¿Qué ley no ha tenido esa doble faz, con un propósito distinto al de la apariencia? La falta de precisión conceptual de una norma facilita su utilización como trampa. En opinión del constitucionalista Carlos Alarcón, la ley de referencia “busca coartar la libertad de expresión y amordazar a la prensa”.
También induce hacia la autocensura defensiva. Quizá sea éste uno de los peores efectos de la amenaza que contiene el Art. 16 contra los medios y la actividad de los periodistas, porque representa la espada de Damocles sobre sus cabezas.
¿Hasta cuándo resistirá indemne la democracia los embates reiterativos a los principios y valores que teóricamente sustenta? Al parecer, la impotencia y el miedo van de la mano para “no hacer nada”. La de las comillas es la respuesta que se dio a sí mismo el ex presidente de la República Carlos Mesa a la pregunta: “¿Qué hacer?”, formulada en el titular de su artículo recientemente publicado.
Y entre tanto, la ley ya está en la llamada Cámara Alta, la segunda instancia burocrática de la Asamblea Plurinacional. El mecanismo rutinario no deja margen ni siquiera para la duda: no cambiará, como no sea para volverla más draconiana. Además, no siempre se utiliza la máscara, como ahora. Morales tiene la virtud de ser sincero. En estos días dijo que “mi obligación es erradicar a racistas dueños de medios”. ¿Quiénes serán esos dueños? No hay medios que no los tengan. Incluso las redes de “Patria Nueva” y Canal siete tienen, son de propiedad exclusiva de los masistas. Y de ese lado también sale a diario eso que se quiere erradicar.
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