Eficiencia del gasto. Este ha sido uno de los mensajes más repetidos esta semana durante la XVIII Conferencia Internacional de Sida en Viena. Lo han dicho Bill Clinton y Bill Gates. Esta es la nueva receta recomendada para una de las peores crisis de salud pública de la historia: hacer más con lo mismo… o incluso con menos. Un mensaje preocupante, porque puede llevar a recortes en los fondos destinados a la lucha contra el sida. O justificar los que, de hecho, ya se están produciendo: últimamente los grandes donantes han echado el freno y las consecuencias empiezan a sentirse en países del África subsahariana, epicentro de la pandemia, que están deteniendo la incorporación de nuevos pacientes a los programas de tratamiento y registrando rupturas de stocks de medicamentos.
La última década ha sido de grandes avances: millones de personas reciben tratamiento gracias a la masiva movilización de voluntades políticas y recursos financieros, a la aparición de las dosis fijas combinadas (que simplificaron las terapias) y a la reducción de los precios derivada de la competencia de los genéricos. Y las nuevas directrices de la Organización Mundial de la Salud para impulsar el tratamiento precoz acercarán los estándares clínicos de los países sin recursos a los de nuestros sistemas sanitarios.
Mucho se ha hecho desde que se superó la vieja retórica de que no era posible tratar el sida en los países pobres: sus víctimas eran entonces una baja asumible. Afortunadamente no todo el mundo compartía el discurso y así, gracias a ese esfuerzo global, más de cuatro millones de personas reciben hoy antirretrovirales (ARV). Pero queda mucho por hacer: otros nueve millones los necesitan con urgencia para sobrevivir.
Y sin embargo, pese los logros alcanzados y la urgencia demostrada, los principales financiadores congelan los fondos, los reducen, los derivan a otros ámbitos de la salud… en fin, incumplen los compromisos que animaron a muchos países africanos a lanzar ambiciosos programas de tratamiento. Como si ya se hubieran logrado los objetivos y no hubiera más retos por delante.
Médicos Sin Fronteras ha documentado en ocho países africanos el impacto que ya está teniendo el repliegue de los mayores financiadores: el Plan Presidencial de Emergencia de Respuesta al Sida estadounidense (Pepfar), el Banco Mundial, el Fondo Internacional para la Compra de Medicamentos (Unitaid) y parte de los principales países donantes del Fondo Mundial para la Lucha contra el Sida.
Pepfar, que paga el tratamiento de la mitad de la cohorte mundial de pacientes, congeló presupuesto en 2009 y 2010 y así lo mantendrá en 2011. Y pasando de la abstracción de los conceptos financieros a las consecuencias tangibles, ha comunicado a varias contrapartes en terreno que no acepten a más pacientes si no es para cubrir vacantes por fallecimiento o pérdida de seguimiento. Unitaid suspenderá en 2012 la compra de ARV de segunda línea en Zimbabue, Mozambique o Malaui. Otros, como el Banco Mundial y varios países europeos, defienden ya las estrategias de eficiencia del gasto tan aplaudidas en Viena: quieren ampliar actividades y sectores cubiertos pero sin aumentar la dotación presupuestaria. Y esto en la práctica se traduce en un recorte de los fondos destinados al tratamiento de los pacientes de VIH. Pero pretender avances en salud general sin responder con decisión al sida, cuando las tasas de prevalencia llegan al 20% en algunos países, es no querer medir la dimensión del problema.
El tratamiento del VIH es de por vida así que el número de pacientes aumenta acumulativamente: necesita por tanto un compromiso financiero creciente. Reducirlo significará que menos gente podrá iniciar el tratamiento; que llegarán a él más enfermos; que empezarán a racionar las tomas o a compartirlas, no tomarán las dosis adecuadas y aumentarán las resistencias a los fármacos; que las actividades de detección y diagnóstico se paralizarán; que el estigma volverá ahora que el sida empezaba a aceptarse como una enfermedad con tratamiento; que aumentarán las tasas de transmisión; que la tuberculosis se disparará; y que sistemas de salud ya de por sí saturados se sobrecargarán.
Es una lista de consecuencias nefasta, y no es una lista agorera: es lo que ocurría hace 15 años, cuando el tratamiento del sida se tachaba de “inviable”. Ahora nos enfrentamos al argumento de lo “no costeable”, excusas diferentes con las mismas consecuencias: volver a cuando se elegía a quién se trataba y a quién no, quién se salvaba y quién moría, a los tiempos en que las clínicas se llenaban de enfermos terminales en cuidados paliativos.
Nos encontramos ante una encrucijada, y los donantes deben decidir qué camino seguir. España es el quinto país donante del Fondo Mundial: esperemos que los recortes a la Ayuda Oficial al Desarrollo anunciados recientemente por el Gobierno no afecten precisamente a esta partida y acaben mermando el que hasta ahora ha sido un sólido compromiso.
Abandonar ahora es dejar en la estacada a millones de personas. Pretender que, en plena crisis económica –factor aducido para explicar los recortes–, sean los países afectados los que asuman la carga no es realista: hoy por hoy, el 75% de los programas de VIH depende de los fondos internacionales. El sida sigue siendo una emergencia masiva. Dar marcha atrás ahora perjudicará los avances logrados hasta la fecha, pero sobre todo pondrá millones de vidas en peligro.
(*) Presidenta de Médicos sin Fronteras
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