Un cuento oriental narra la historia de un científico que logró clonar a un ser humano (de hecho a sí mismo) de una manera, a su decir, tan perfecta que decidió desafiar al Ángel de la Muerte a que descubriera el original entre 20 copias, en cuyo caso se lo llevaría. El Ángel de la Muerte miró los cuerpos asombrosamente iguales y luego exclamó: “Buen trabajo, pero las copias tienen un pequeño defecto”. A lo que replicó enojado el científico: “¡Qué defecto, acá no hay ningún defecto!”, saliendo al descubierto. Acto seguido, el Ángel se lo llevó.
Stephen Hawking es, ni duda cabe, un brillante físico-matemático, aunque sería atrevido afirmar que es el “más brillante científico viviente”. Ha contribuido, a pesar de su penoso estado de salud, al avance de la cosmología y suele publicar libros de divulgación con reflexiones muchas veces mezcladas con especulaciones.
Pero, aunque él fuera el científico más brillante de la historia, la primera regla de la Física es que las afirmaciones científicas se prueban mediante experimentos o demostraciones, y no por la autoridad de quien las defiende. No hay lugar para “Ipse dixit” en la Física, sino para “demonstratum est”.
En su más reciente libro, “The Grand Design”, que por cierto, como ha ironizado Fernando Savater, “se venderá divinamente”, debido también a la no casual coincidencia con la visita del Papa al Reino Unido, Hawking hace afirmaciones polémicas en torno, no a la existencia de Dios (como algunos medios han mal interpretado), sino a la necesidad de la “hipótesis de Dios” para explicar el origen del Universo.
Por las notas de prensa al respecto, deduzco que dos son los argumentos principales de Hawking: el posible origen endógeno de la materia, o sea a partir de las propias leyes naturales, conforme a unas teorías recientes que están lejos de ser probadas, y la existencia de otros sistemas solares en el Universo, con la posibilidad de hallar vida inteligente fuera de la Tierra. El segundo argumento, en verdad, es my débil, porque presupone que Dios hubiera creado el universo con la única finalidad de poblar la Tierra con el hombre, lo que implica usurpar la lógica de Dios por parte del científico inglés.
Ahora bien, en algo Hawking tiene razón: la Ciencia no necesita la hipótesis de Dios para desarrollarse, del mismo modo que un campesino, o un místico, pueden prescindir de la Cosmología para vivir su fe. Son dos campos independientes, no obstante los esfuerzos, en todas las épocas, por confrontarlos. Sin embargo, el hecho de que se trate de campos diferentes no excluye que tengan una frontera común, que delimita el ámbito de ambos dominios: el tiempo y el espacio.
Los mitos bíblicos de la creación y del fin de los tiempos son una respuesta, desde y para la fe, a preguntas que están fuera del alcance de la Ciencia. Es esa respuesta, con sus implicaciones sobre el significado de la vida y la muerte, la que finalmente interpela a cada hombre y mujer y les hace decidir entre aceptar el don de la fe o rechazarlo, a su propio riesgo.
Por tanto, resulta tan soberbio y necio el teólogo que quiera dictar métodos e imponer teorías a los físicos, como el científico entremetido en el pensamiento teológico.
(*) Físico, más no teólogo
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