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Domingo 12 de septiembre de 2010

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Revista Dominical

La contextura jurídica de Josermo Murillo

12 sep 2010

Fuente: LA PATRIA

(Segunda parte) • Por: Dr. Alfonso Gamarra Durana De la Real Academia de la Lengua, y Miembro de la Sociedad Boliviana de Historia

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OTRO TIPO DE REVOLUCIÓN EN EL CAMPO

El gobierno denominado de la Revolución Nacional decretó la Reforma Agraria en 1953. Es interesante analizar, sin embargo, para conocer la contextura jurídica de Josermo Murillo Vacareza su documentado ensayo sobre una reforma agraria publicado en septiembre de 1938. En la historia inicial que él expone deja sentado que el imperio incásico era un clan de barbarie, pero que en cuanto al trabajo de la tierra, el régimen no se diferenciaba del feudalismo europeo. Era un planteamiento servil que se cumplía por obra de la tradición. Los nobles y la clase sacerdotal se beneficiaban con el mayor porcentaje, mientras que los labradores o sirvientes tenían pocas parcelas para ser cultivadas. El régimen incásico contaba con un agente de autoridad que controlaba esta proporción en la distribución de los productos.

Considera el ayllu como un régimen ideal para los habitantes de las regiones andinas, pero que sirvió también para que las clases dominantes provocaran guerras y extendieran sus influencias como en colonias. La aparición de los conquistadores borró este sistema aborigen porque introdujeron la propiedad individual de las tierras. La labor agraria de éstos fue mínima porque su actividad fue dirigida a la explotación de minerales. Grandes territorios del Nuevo Continente fueron abandonados y las reparticiones que se hicieron fueron adjudicaciones de posibles yacimientos.

Ambición frente al desprecio, es lo que se manifestó entonces. Las agrupaciones de los ayllus se redujeron a controlar regiones áridas. Los españoles tomaron las tierras mejores y las estériles se entregaron a los primitivos habitantes. Posteriormente se precipitó como epidemia la desesperación por cavar minas y lacerar profundamente las montañas. Se necesitó mano de obra, y la más barata, la del siervo sumiso estuvo al alcance, por eso se inventaron leyes en la península ibérica para que los ayllus proporcionaran “mitayos”. JMV ve estos antecedentes históricos como nefastos obstáculos para una corrección en el trabajo comunitario de la tierra. Esos territorios - pensaba - ya no sirvieron de factores económicos y agrícolas porque se los mantuvo, dentro de la tradición y los convenios de la “Composición con la Corona”, como inamovibles por sus poseedores.

Murillo anota que había tres clases de tierras por el sistema derivado de la época colonial y que constituían una supervivencia feudal: las heredadas o fincas, los ayllus o comunidades y las tierras colonizables o baldías. Se asombra que en la República de este siglo grandes zonas fértiles “sin verdadero concepto de una distribución útil para el resto de la colectividad” eran manejadas por firmas poderosas y extranjeras. La situación trágica para los campesinos se presentaba cuando los terrenos eriales eran transformados por el empeño de su trabajo, llegaban las grandes concesionarias y les obligaban a la fuerza a trasladarse a otros lugares. Como el explotado no podía volver siempre y de nuevo a empezar, Murillo se planteaba el enfrentamiento al nuevo desahucio provocando una revolución, en el sentido de renovación, que los campos debían volver al dominio del Estado y empezar a distribuirlas de nuevo. “¿No es acaso obligación del Estado el proveer a sus nacionales de todos los elementos necesarios para la conquista del suelo?” cuando los campesinos no disponen de dinero ni inteligencia para hacer trámites y entrar en litigios. (3)

Otro aspecto - que hoy haría pensar erróneamente que hubiese desaparecido por la Reforma Agraria - era una complicada realidad cuando JMV apelaba al entendimiento para corregirlo. Se refiere a las tierras donadas o vendidas por la Corona, pues existen aún terrenos que comunidades indígenas demuestran que han sido adquiridas del soberano real.

Adelantándose cincuenta años protesta el abogado orureño que este asunto no puede ser tratado como un “pseudoproblema racial”. Citando a distintos sociólogos, piensa que es un prejuicio hablar de raza indígena o de etnias, pues el indoamericanismo es una actitud psicológica y ética, o sea “la oposición contra todo aquello que representa avasallamiento por entidades alógenas o extranjeras”.

Trasplantado este expediente sinóptico social a nuestros días parece que nos encaramamos a las tendencias de los autóctonos actuales que se indignan contra el colonialismo que aparece en sus vidas. Murillo se satisface al recordar las palabras de Mariátegui que establecen que el indoamericanismo es la antítesis del imperialismo, y puesto que “en nuestro país no hay diferencia racial alguna: existen sólo diferencias sociales” es ya tiempo de expurgar opiniones nefastas que quieren inferiorizar a los aborígenes americanos. Encajará en todo momento la discusión de si en la época de la conquista las razas no eran inferiores sino estaban retrógradas por natural involución de los pueblos. Además surge el recuerdo de que en los siglos de dominio, los españoles utilizaron sus peores artes para que los pueblos originales degeneraran por la servidumbre y porque el genocidio ejecutado por los iberos fue selectivo, acabando con las juventudes mediante la mita, la desnutrición o las penalidades.

Reanima al espíritu nacional el confrontar las opiniones de este autor de 1938 con la realidad actual del campesino. Con todo el tesón de un estudioso quiere encontrar la forma de redimir al indígena, en unos años en que Bolivia vivía bajo gobiernos oligárquicos y serviles a intereses extranjeros. Desde ese tiempo mucho se ha dislocado en un sentido positivo, pues el campesino de antes ocupa otro escaque en el tablero importante de la vida ciudadana. JMV reclamaba que la educación disiparía la postración de aquél; destruiría los factores antifisiológicos para darle nuevo vigor físico; le proporcionaría instrucción y estímulo para que modifique su sistema de vida; y lo disciplinaría hacia una exogamia como acicate cultural y social.

LA VERDADERA POLÍTICA NO ES OSADÍA

Leyendo los párrafos de JMV inferimos que una personalidad estudiosa analizaba, cinco lustros antes del decreto de la Reforma Agraria, firmada en Ucureña, la forma sutil con que debía encararse lo que él llamaba la “revolución del campo” y no faltaban las admoniciones hacia políticos nacionales que llevaran a cabo esa reforma necesaria.

Basa sus conceptos en el México de las rebeldías permanentes, en la España revolucionaria y en la muy experimentada Rusia de las producciones colectivas. No quiere él que las transformaciones adolezcan de yerros que en el porvenir dañaran más al pueblo, y entonces enfatiza, en algunos puntos, que en esos países se cuidaron de escribirlos con claridad y de acuerdo con la realidad, y que en Bolivia se palpa como equivocaciones progresivas que se quieren modificar porque el campo queda nuevamente sin trabajar. Lejos de repartir fracciones pequeñas de la tierra a cada una de las personas, se debía entregar grandes extensiones a familias rurales con explícitas obligaciones sobre la forma y cantidad a producir, el cuidado del riego y el tipo de comercialización de la cosecha. Establecer la propiedad con un control colectivo para evitar el minifundio y la venta de pequeñas parcelas a acaparadores. Legislar que como herencia pase la tierra al familiar que realmente prosiga una labor agraria activa. Finalmente, si estos preceptos quedaban incumplidos, la integridad de hectáreas volvía al Estado que las entregaría a nuevos campesinos intentando hacer desaparecer las zonas demasiado parceladas.

Sin embargo, el gobierno que acometa esta tarea no podía alucinarse con las reglamentaciones para que el campesinado obtenga una producción masiva, que es lo que procura un Estado organizado. No sólo caldear el entusiasmo para conseguir la evolución. No sólo remover la olla de las ambiciones sino exigir empeño. No repartir títulos de propiedad a una multitud, sino seleccionar gente probadamente trabajadora para que con las cosechas sucesivas gane su título de posesión. El buen político no analiza únicamente su primer paso. Empezar a marchar puede ser también un tantear de la osadía. Lo que se debe hacer es calcular el avance y tener claras ideas de la llegada a la meta. Y para que ésta fuese exitosa un gobierno revolucionario debía prever la inclinación negativa que pudiera llevar al fracaso.

En 1938 escribía que para que nada sea temeridad, sino obra pensada, el Estado “debía proveer los elementos indispensables en maquinaria, aperos, semilla y sistemas que hagan productivas esas tierras, y que no sólo sea su índice, como ocurre en muchas, la holgazanería de sus dueños o de sus colonos”. Si la reforma esperada por los bolivianos en los primeros años de la posguerra no era intelectualmente impulsada, seguiría como una premisa de lucha la búsqueda de una “rígida organización que destruya su persistencia feudal y las convierta en productoras de riqueza social o sea que beneficien a toda la colectividad”. (1)

Propone luchar contra el individualismo tradicional y el monopolio de los terratenientes, y colectivizar los campos, suministrando máquinas de labranza y fomentando la participación de agrónomos eficientemente preparados por las universidades. Así se libertaría a los indígenas que hasta esa época se mantenían “en una eterna minoría de edad”. Y complementar toda acción impidiendo que los proletarios capitalistas, que adicionaron un sinnúmero de haciendas, sigan usufructuando de los cultivos y los ganados pues esa limitación es suficiente para su buena vida, dejando improductivos los terrenos restantes.

Como principio de una revolución agraria pedía colectivizar el trabajo, y resucitar el sistema de la “tajlla” incásica, en “lugar de que las tierras vayan parcelándose hasta el infinito por el sistema arcaico de las sucesiones, y fragmentándose en pedazos individuales...” Librándose del minifundio no se observaría la egolatría que hace cultivar sólo lo necesario para el dueño; y en épocas malas, los agricultores no se desplazarían “hacia las ciudades para convertirlos en parásitos de éstas”. Ya a 62 años de la exposición de ese catedrático ¿no vemos cuánto de deplorable es que campesinos del norte de Potosí anden harapientos en las ciudades, aunque hayan pasado partidos revolucionarios por el gobierno? ¿Era don Josermo un maestro del augurio? ¿O era simplemente un meditador de las ciencias sociales?

Murillo quería ingresar en el mecanismo de ese atentado contra la soberanía del pueblo que era la existencia de dueños de territorios y de pongos impagos. Quería superar la incuria con normas o con decretos impositivos. Fácil se supone ahora que nunca pensó que vencer al gamonal era enfrentarse a un monstruo de mil cabezas, que no era cuestión de enderezar algo físico, que se tenía que efectuar un alzamiento de masas que doblegara lo férreo del interés antidemocrático. La revolución de 1952 tuvo que contar con una fuerza inmensa no para reglamentar, sí para imponer. “No estamos propugnando cambios institucionales de carácter radical; son más bien meras novedades reformistas que la resistencia del tradicionalismo ha de creer extremas...” JMV imaginaría una transición política pacífica; quizás con una posición demasiado blanda dada la psicología del boliviano en general. (1)

Este movimiento político pudo haber seguido - de conocerlo - otro enunciado del sociólogo orureño: la sistematización del trabajo. Si el Estado no prestaba a los campesinos tractores, máquinas, implementos de irrigación, semillas, los propietarios nacidos de la reforma en el agro debían colectivizarse para conseguir el material grande y moderno, y esperar que los bueyes y el arado primitivo de madera sólo se encuentren en los cuentos folklóricos.

Los economistas dicen que estos adelantos políticos y técnicos se producen con el fin de obtener ganancias para los empobrecidos autóctonos y después para fortalecer a la nación. Y los sociólogos pronostican que ésos, viéndose dueños de las tierras renovarán sus actividades y buscarán el perfeccionamiento de su sistema de trabajo en el campo. JMV, entre ellos, dice: “...el sistema actual no lo ha de preparar nunca, y el indio seguirá siendo tan individualista y tradicionalista como antes...” Cree que no saldrán de los agros hacia las minas y “con el beneficio visible que equivalga a buenos salarios” el campesino se volcaría a mejores formas de vida.

Es el pensador orureño que meditó e hizo conocer sus conclusiones, sin imaginar ni remotamente el caudal multiplicador del nacionalismo que ejecutaría la Reforma Agraria. En toda su relación excluye un valimiento al individualismo en el quehacer agrario, tanto si se trabaja al modo primitivo, precolonial, como en el minifundio, en que la heredad experimenta un decrecimiento por el carácter sucesorio de las divisiones. Y es que aquí, como en todo orden de cosas, lo fraccionado ya no forma un entero, más vale no separar las partes para que no se pierda la homogeneidad. De mantenerse la disposición colectiva de la tierra las inversiones no están sometidas a las contingencias inesperadas ni se hace dudosa la ganancia. El pensamiento de JMV es mantener una colectividad de trabajo, con la cual tendría el Estado una relación de crédito y una de tutela porque determinaría una orientación técnica a las colectividades que presenten altibajos en su rendimiento. Bolivia necesitaría en ese momento inversiones extranjeras y “con ese honrado y realmente humano aporte, liberarse de su condición económica... de tal modo que la producción dé bienestar a sus habitantes...” (1)

REFERENCIAS

1. Murillo Vacareza, J. ¿Haremos la revolución en los campos? Conferencia en Univ. San Agustín, Oruro. 10/IX/38. Revista “Universidad” No. 1, pp 123-136. Univ. Técn. Oruro, 1952.

2. Murillo Vacareza J. Antecedentes para la Reforma Universitaria Integral. Rev. Estudios juríd., polít. y soc. Año IV, No. 4, pp 44-67, Univ. Técn. Oruro, oct. 1953.

3. Las frases que se anotan entre comillas pertenecen a Josermo Murillo Vacareza.

Fuente: LA PATRIA
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