Señor filósofo y teólogo, ha llegado hasta el infierno la noticia que has echado a andar el diablo con tu artículo de opinión en el cual me involucras en atrevidas relaciones genéticas con algunas personalidades de tu país, que tanto quiero (al país, pero no sólo a él).
A Bolivia la quiero por el metal del diablo; por las movidas y coloridas danzas que llevan mi nombre y toman las calles de sus ciudades durante todo el año; por la creencia del Tío (no mi odiado amigo Sam, sino su temido señor de la mina); por los alicaídos y rockeros satucos, y, últimamente, por los incendios forestales que asemejan ese lindo país a mi reino.
Antes que nada, lamento decirte que serás teólogo, pero que como “diablólogo” entiendes menos que mis cuates de glaciología.
Dicho esto, quiero expresarte mi infernal protesta y demoníaca condena por tus frívolas expresiones. Entiendo la frustración política que puedas tener por algunos desaciertos de tu gobierno, pero si miraras también lo bueno (disculpa la palabrota) que realiza, concordarías en el refrán: “algo es algo, dijo el diablo,… y se llevó un teólogo”.
Déjame, por tanto, defender mi honor ante tus alegres afirmaciones genéticas, porque ¿qué pasaría si empezara a correr la voz que cualquier político es hijo del mismísimo diablo? ¿Dónde iría a parar mi luciferina reputación? Además, ¿Qué sabes tú de mis gustos, teólogo? Por algo Mark Twain afirmó pícaramente: “el paraíso lo prefiero por el clima, el infierno por la compañía”.
Dejémonos entonces de esas tonteras de hijos bastardos del diablo, que tú ya no eres un chiquillo metalero, ni yo carezco de educación sexual. En tu mundo lo que hay son hijos de la luz e hijos de las tinieblas, la mayoría de las veces metidos dentro de una misma persona. Para pertenecer a los hijos de las tinieblas, una persona debe ser odiadora, vengadora y rencorosa hasta el tuétano, insensible al perdón, capaz de desvelarse para perseguir y destruir al otro, usando las armas más innobles. ¿Qué tiene que ver todo esto con tus delirantes acusaciones?
Asimismo, para reclamar un parentesco conmigo, ese pobre diablo (es un decir) debe desear tanto el poder, que se vuelva capaz de matar, herir, humillar, hacer sufrir, perseguir los derechos humanos y sembrar el terror, con bombas de fuego, de amenazas o de fiscales. ¿Cuándo viste eso en tu país?
Además, para aspirar a nombrar mi condenado nombre, ese tenebroso varón debería ser capaz de mentir y engañar descarada y cínicamente, al estilo de mi gran amigo Goebbels (“miente, miente, miente y algo quedará”), o de una chistosa actriz norteamericana (“niega todo, niega siempre, pero antes ponte los calzoncillos”).
Finalmente, quien se atreva a ponerse de mi bando debe, como yo, creerse un dios y pretender que los demás no sólo se lo crean, sino que le presten adoración, “llunkeando” (así dicen ustedes) día y noche, imitando cada gesto y verbo disparatados, aplicando la más fina exegesis a sus palabras necias y, sobre todo, temiéndole.
¡Te pasaste, teólogo y filósofo! Mucha razón tenía tu colega Cicerón, cuando dijo: “no hay nada tan ridículo que no haya sido dicho por algún filósofo”.
Me despido con mi saludo más cariñoso: ¡Qué te lleve el diablo! O sea, yo.
(*) Físico
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