Para nadie es un secreto que gobernar es un arte porque implica práctica del bien en favor de un pueblo o una comunidad o un conjunto de muchos pueblos; consecuentemente, es una práctica de amor y, cuando está conjuncionado a la humildad, la caridad, la vocación de servicio y la responsabilidad, gobernar se convierte en una especie de apostolado.
Estas realidades pueden ser practicadas en marcos acordes con la Constitución, las leyes y las normas morales que rigen a un país, y, por supuesto, deben ser reglas de conducta de quienes han sido imbestidos de poder legal que les permite conducir los destinos de una nación. Cuando esos principios básicos de convivencia humana son alterados de alguna manera, el gobernar se convierte en imposición o, más claramente, en imposiciones basadas en la fuerza.
El Presidente de la República (artículo 11 de la actual Constitución), desde que inició su gestión, conjuntamente su equipo ministerial y su partido, poco han practicado esas normas. Apoyados en complejos como el racismo, el sentido de clase, el resentimiento, el regionalismo, el odio contra todo lo que implica el pasado, han sido acicates o promotores para no practicar lo que nunca debió dejarse de hacer.
El Presidente es constitucional, legal y legítimo porque es producto del voto popular que logró la mayoría de votos (54% del Padrón Electoral, no del total de la población); ese mismo hecho muestra que posee en su favor el apoyo y la confianza de una parte de la mayoría del pueblo; consecuentemente, no corresponden actitudes contrarias a los principios enunciados para un buen gobierno.
Nadie duda de que hay una buena parte del pueblo que no está de acuerdo con el régimen, pero no quiere decir que busca su fracaso; al contrario, la mayoría querría el éxito del gobierno porque si ello ocurre, ese éxito será del país; en cambio, todos los retrocesos que se han sufrido en política, economía y en el campo social, al afectar al gobierno afecta con mayor contundencia al pueblo que es el que paga las consecuencias de los malos o buenos pasos que den las autoridades.
Ese pueblo - los que votaron en contra, los que se abstuvieron de hacerlo, los que lo hicieron en blanco o anularon su voto y todos los que no asistieron a las urnas, sean de la edad que sea - si no está conforme con el Gobierno no quiere decir que no acate la Constitución y las leyes; al contrario, su mayor deseo es acatarla pero siempre dentro de los marcos de responsabilidad y no obligado porque así lo determinen los gobernantes.
Es preciso entender que los pueblos entienden mucho lo que implica vivir en democracia y que no es otra cosa que tener libertades irrestrictas para gozar de los bienes que determinan las leyes, en goce de la justicia y con pleno disfrute de sus derechos que son inalienables. Las discordancias del pueblo - a las que se unen, últimamente, muchos grupos del partido de gobierno - son porque las autoridades obran con mucha soberbia y petulancia.
El Presidente y su entorno, empeñados en cambios, no quieren cambiar en honor a sus mismas declaraciones y enunciados; deberán hacerlo si esperan que el pueblo, efectivamente, los apoye consciente y responsablemente. No cambiar - sabiendo que es preciso - es, simplemente, haber enunciado cambios sólo por demagogia y populismo que no corresponden a un gobierno constitucional.
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