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Domingo 29 de agosto de 2010

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Cultural El Duende

Solo de piano en llamas

29 ago 2010

Fuente: LA PATRIA

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“Como le iba diciendo, comadrita, el presi es un t’ojpi desgraciado, nos había querido fumar por las buenas, no quiere soltar la mamadera…”

El niño miraba el piano de cola, abandonado en el salón del chalé del Runtucaldo, ese cochala rico que no entiende ni papa de música, sabe hacer plata, ¿pero de música? Ni jota. “El piano lo tiene de adorno”, dice el jardinero. “Lo compró con la casa, junto con la biblioteca y otros cachivaches”, dice la sirvienta.

La multitud saquea el Palacio, arroja por el balcón la vajilla veneciana, la mantelería guaraya, las cortinas de brocado flamenco, la porcelana francesa, la platería potosina, las alfombras persas, los tapices, los libros… Los espejos vuelan y caen con estrépito sobre el pavimento.

“¡El piano!”, gritó el Yoni, y sin saber cómo ni cuándo se vio ante la ventana del chalé del Runtucaldo, en Mallasilla.

“Levantate, dormilón de porquería, y anda a la escuela para ser alguien en la vida”, le decía su madre, la Pascuala Apasa. “Mamita, yo quiero ser pianista”, insistía el Yoni, pero el Runtucaldo dijo “no”, sin ambages. Al volver de la escuela, Yoni se detiene en el chalé del Runtucaldo y como zonzo contempla, desde la ventana, el piano de cola Stenway, blanco. Sus ojos de niño no se despegan del piano.

Quiso ser un gran pianista, pero la vida lo arrastró hasta Curahuara de Carangas, a cuidar presos políticos y a helarse de frío en esa paramera inhóspita. Cuando lo licenciaron se fue derechito al Conservatorio y allí le dijeron: “Usted es mayorcito para la música”. Todo le salía corneta y el piano de cola seguía abandonado en el chalé del Runtucaldo. “Sus manos están muertas”, le dijo el director del Conservatorio, un viejo desdentado de voz ronca y ojos saltones. El Yoni se miró las manos castigadas por la vida y se preguntó: “¿Y ahora, qué hago?” a trancas y barrancas se licenció en leyes y cada vez que podía volaba a Mallasilla, a seguir contemplando el piano de cola en el chalé del Runtucaldo.

El doctor Apasa pudo ser un alto magistrado, pero al doctor Apasa le gusta empinar el codo en las chicherías, en los barcitos de mala muerte. Lucha por olvidar al padre que lo había negado, el piano de cola y el desprecio de una imilla condenada, porque ¡qué caracho!, al Yoni también le destrozaron el corazón con palabras que duelen y puñaladas traperas, de esas que jamás se olvidan. Con unos tragos de más, el doctor Apasa se queja de las injusticias de este mundo, coge su guitarra, entona cuecas y huayñitos y se pone a llorar como esas guaguas abandonadas en el frío de la noche. Dormido en las tabernas, se despierta, en sueños, en el chalé del Runtucaldo, junto al piano de cola Stenway, blanco.

“Su camarilla lo ha quemado”, dijo una voz aguardentosa. “Le han hecho pisar el palito”, dijo otra. El Yoni, sangre caliente, anda por la capital con sus tiros y sus rebeldías. Sale a la calle a pelear contra sí mismo y contra no sabe qué fantasmas imperiales. Él, y otros como él, arrojan por la ventana de Palacio cajonadas de papeles, tiran puertas, relojes, lámparas, zapatos, sillas, catres, bidés, floreros, jarrones…

“¡El piano”, gritó el doctor Apasa hecho una furia y entre cuatro ñatos arrastran el piano y lo tiran desde el segundo piso. La gente le prende fuego, baila, insulta a las cosas como si las cosas fueran culpables de nuestra desventura. El Yoni llora su borrachera, dice zonceras y camina como hipnotizado, alrededor de la fogata. No oye el fragor del incendio ni el chisporroteo de la madera noble. Las chispas salen disparadas hacia el cielo cubierto de papeles volanderos.

De repente, como impulsado por una extraña fuerza, el doctor Apasa se arroja a las llamas y arremete a puntapiés contra el piano de cola desvencijado. “¡La venganza es ch’amuña!”, grita, colérico, gesticulante, desafiando al mundo con los puños en alto. La turba, petrificada de espanto, sólo puede percibir un hondo sollozo, mientras el rostro enloquecido de un niño arde en la hoguera, junto a un piano de cola Stenway, blanco, abandonado en un chalé de Mallasilla.

Pedro Shimose. Riberalta, 1940.

Poeta, narrador, ensayista, periodista, dibujante y compositor.

Fuente: LA PATRIA
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