Las generaciones posteriores ya no sentimos lo que sintieron nuestros compatriotas cuando la realización de la guerra. Podemos imaginar el sufrimiento y el dolor, pero nada más; nos falta la vivencia real de esa trágica experiencia. Tampoco sabemos cómo era eso de internarse al “infierno verde” para ir a matar o a morir.
En esos tres años que duró la guerra: de 1932 al 35, la fatídica conflagración devoró como un monstruo sediento la sangre de 50 mil almas jóvenes que no volvieron nunca más a sus casas ni a su patria. Esas son las cruces del Chaco que se recuerda en junio de cada año.
De allí a 75 años, cuando los que aún sobreviven son más parte de la agonía que de la vida, el testimonio de la guerra quedó plasmado en la expresión simbólica del arte. Todavía bajo la sensación del dolor, debe de haberse compuesto muchas piezas musicales y escrito una cantidad de páginas literarias. Pero el tiempo, ese juez supremo e inapelable seleccionó, para conservarlo en la memoria colectiva, unos pocos ejemplares de selección.
Para quien esto escribe, la música superó en mucho a la literatura, por lo menos en cuanto al testimonio público de su vigencia en el gusto popular. No sólo la melodía en sí es muy bonita; también la letra poética acompaña en calidad, a diferencia de la ramplonería musicalizada que suena en nuestros días. Pruebas al canto, con una pequeña nuestra en cada caso.
De la cueca “Infierno Verde”:
“Ese minuto de vida
a la orilla de la muerte
tiene el encanto de verte
resignada ante el dolor…”
Del kaluyo “Boquerón Abandonado”:
“Boquerón abandonado,
sin refuerzo ni comando;
eres la gloria
del soldado boliviano…”
De la cueca “Destacamento 111”:
“Bravo soldado, chuquisaqueño,
en tu divisa pecho de bronce
van los tres unos del ciento once…”
En cuanto a la literatura, de tanto que se ha escrito con el tema de la guerra ha sobrevivido, gloriosamente, un cuento: El Pozo, de Augusto Céspedes, el famoso “chueco” Céspedes. Es una pieza de antología en la república universal de las letras. Se ubica por mérito propio junto a la otra magistral narración, la novela “Hijo de hombre”, del escritor paraguayo Roa Bastos, quien también participó en la contienda como soldado, igual que Céspedes. El Pozo, además de su calidad artística, tiene la peculiaridad de ser el emblema trágico de esa “guerra estúpida”; refleja al verdadero enemigo: la sed, con su pavorosa presencia entre los combatientes de ambos lados
Ahora ya son muy pocos los que sobreviven. Se los ve como sombras apenas en algunos desfiles y en el aniversario de la cesación de hostilidades con el Paraguay, 14 de junio. Cuando a un ex guerrero le toca el turno de subirse a la barca de Caronte, termina con ello su lenta agonía. En esa circunstancia, casi siempre se escucha en los sones de una banda militar un bolero de caballería, esa triste pero hermosa melodía que el uso ha convertido en símbolo sonoro de la “partida”…
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