Vísperas de 21 de agosto. Víspera de otro aniversario más de muerte y rapiña. Víspera del recuerdo de la larga noche de cuchillos largos, de cristales rotos, de las muchas víctimas y de los muchos llantos.
¡Qué extraños recovecos tiene la vida que se hunden en misterios indescifrables! El sol se había ocultado hacía rato cuando detuvieron a aquel hombre, a aquel anciano. Desordenada la vestimenta. Desprolijo. La mirada perdida, la boca en una mueca, los cabellos escasos, las manos casi ocultas. Al menos así lo mostraron las fotografías, las imágenes de los telepoliciales. Escondido bajo la gorra caída, sin estrellas.
Decían que estaba drogado, que era un dependiente de cocaína, que escondía blancas líneas en cajas de cigarros raros. Perdida la conciencia, embotada la memoria, sin reacciones coordinadas. Dijeron los otros que era el protagonista de actos obscenos contra menores de edad; también contaron que delirante invitó a pasar a su auto a asustadas niñas, quién sabe con qué fines. Noticia de un par de días.
A miles de kilómetros de Santa Cruz de la Sierra, una joven, de similar edad de la última hija de ese anciano, daba testimonio en un nuevo juicio contra los torturadores y probables asesinos de su madre en una historia que nunca acaba y que empezó entre Oruro y La Paz en 1976.
Carlita Rutilo Artes, así lo informó “El Deber”, reconoció a uno de los represores que fue cómplice de su padre adoptivo, el mismo que a la vez había participado en la guerra sucia argentina. El hombre que la anotó como hija propia después de asesinar a Graciela Rutilo, en una serie de esa película de espanto que se llamó “Operación Cóndor”.
Carlita fue apresada cuando sólo tenía nueve meses por orden de Juan Pereda Asbún, hoy narcodependiente. Él ordenó su ingresó como bebé NN en el Hogar Virgen de Fátima y aceptó la tortura psicológica de Graciela con el testimonio de llanto y de hambre de la guaguita. Cuatro meses de asedio para que Graciela delate a sus amigos, mientras su compañero y padre de Carlita, Lucas, caía en Cochabamba. Graciela era de origen argentino y no hubo familiares para rescatar a la bebé, como consiguieron otras madres presas políticas. Dentro del plan de represión regional, fue entregada a la gendarmería gaucha junto a su hijita. Es una de la 30 mil desparecidas entre 1973 y 1983. La hijita fue adoptada por el propio represor, E. Ruffo.
La valentía de una trabajadora social, Fanny Delaine, que osada sacó una foto a la beba y anotó sus datos, salvó a Carlita cuando años más tarde se pudo recuperar a los hijos de presos detenidos desaparecidos.
Después de la búsqueda de la abuela, Matilde Artés, que parece historia de ficción, Carla fue recuperada por la familia de sangre. Sobreviviente del hogar de huérfanos, de la represión, de la ilegal adopción, de los golpes que la volvieron semisorda, de la herida incurable de vivir 14 años como falsa Gina. Años de procesos, de dar testimonio, de intentar reconstruir su vida.
El Estado boliviano le debe legalmente un resarcimiento económico. Pasan los meses, los años, y no se paga esa indemnización. Igual que se ha dejado esperar a decenas de víctimas, de familiares de desaparecidos. Ni siquiera con el gobierno actual. Recovecos de la vida.
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