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Domingo 11 de agosto de 2019

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Cultural El Duende

Herencias de la literatura boliviana

Como todos los niños tristes

11 ago 2019

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Toco. Un pueblecito, o mejor, una aldea en las campiñas cochabambinas.

Los labradores han levantado las cosechas de maíz y la han destinado a saciar las hambres del año, tomando buena parte de ella para elaborar el rubio licor que antaño deleitaba el paladar del Inca.

Este licor sirve también, desde los albores de la República, para consolidar los derechos de la ciudadanía y siempre ha sido generosamente distribuido en la hora de la angustia democrática. De su embriaguez ha nacido el gesto heroico y la jornada cívica. Pertenece por igual a la vida pública, o a la íntima alegría del hogar mestizo.

En Toco, como en todos los valles, se bebe ese néctar al son enfermizo de quenas y charangos, y no faltan sitios en los cuales se hace su venta: sucios despachos que guardan la mercancía en grandes tinajas de barro cocido. La chicha, en Toco, tiene también sus prostitutas y sus bigardos, como los tiene el champaña en París. Y aquí, en idéntica forma, suelen caer los ebrios en la muerte por el destino de una bala o de un puñal� En Toco, como en todas partes, es el amor irresponsable, con la noble diferencia de que las comadronas de este valle no asesinan ni ahogan a sus hijos.

En uno de esos hogares de sol borracho, ha nacido -en cualquier hora del Destino y de la Vida- Mariano Melgarejo, el futuro "Gran Capitán del Siglo". Los historiadores dicen que fue el 15 de abril de 1820.

Melgarejo pudo ser asesinado o ahogado al nacer, pero está anotado que las hembras de Toco no eran como las de París.

Le dejaron nacer y le dejaron vivir.

Le dejaron nacer y le dejaron vivir.

Su padre se perdió por el camino, en curvas, de su ebriedad, y su madre� Su madre fue como cualquier promontorio de tierra, cubierto de nubes pálidas, por donde apareció un sol rojizo y velado que fue el hijo�

Hay niños a quienes no sirve de nada la memoria del corazón que anhela recuerdos e imágenes. El niño Mariano Melgarejo no supo nada de sus padres. El varón que le hubo engendrado se perdió anónimamente en sus curvas, y la hembra que le concibió tal vez fue barrida por algún huracán de vicio o de delirio.

Pero, Melgarejo, como todos los niños tristes, tuvo un padre: el albedrío. Y una madre: la desolada libertad, la amarga libertad de los que no han pedido la vida.

Fue creciendo como todas las yerbas olvidadas de sus valles, en la intemperie y la tristeza, ajeno a las tijeras de las podas bondadosas.

Como todos los niños tristes del mundo, corrió su agilidad de gamo por los suburbios y los arroyos, mostró su carita tiznada y sus manos puercas a los soles de invierno, subió a los árboles en pos de nidos, arrojó piedras a los vecinos notables, mató a los pájaros y hasta debió deshojar melancólicamente alguna rosa del cercado ajeno. ¡Cuántas veces habrá robado un pan para devorarlo después de las inocentes correrías!

Ese mundo de miseria es y ha sido siempre el de todos los genios, buenos o malos. Parece que el destino reserva las cumbres a los más humildes, y los impulsa en su ascenso con el desborde de todas las energías, según sea el elegido: un héroe o un maldito.

El pequeño Mariano ya tenía seguramente, desde los bajos fondos de su destrozada infancia, la perspectiva ascendente de su cumbre. Veía su camino, acaso, en medio de las dulces nieblas de la niñez.

Un día tuvo que robar un pan porque el hambre fue insoportable, un hambre que reclama al padre y a la madre que deben saciarlo. Ese pan fue el de su ignominia y su pena inconsolable. El honrado vecino le dio una paliza y le tiró de las orejas insultándoles sin misericordia.

El niño regó su áspero camino con las primeras lágrimas y maldijo, también, como todos los tristes del mundo. Y con las primeras lágrimas, asomó en su espíritu la primera justicia: buscó piedras y las arrojó en la cabeza de su verdugo rompiéndola en varias partes. Con las primeras lágrimas sus ojos vieron las primeras gotas de sangre.

La justicia es así de injusta.

Marianito fue justamente injusto.

Entonces corrió hasta refugiarse en el seno vacío de la soledad, huyendo del castigo. Se perdió en los campos y durmió bajo los cielos fríos. Mas, ¿podría ser llevadera esa inicial proscripción de la aldea? Mil veces no. Luego no sería tampoco justo sufrir tanto por unas cuantas pedradas y unas gotas de sangre.

Y surgió el rebelde.

Recogió piedras de mayor volumen y retornó a su pueblecito de Toco. Si aparecía hostil el enemigo, tendría que morir.

Esos fueron los iniciales impulsos de su audacia y de su poderosa rebelión.

"¡Tengo derecho a vivir!"

Era verdad: le dejaron nacer y debía permitirle vivir.

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