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Domingo 14 de julio de 2019

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Cultural El Duende

Una breve referencia, de carácter personal, sobre Max Weber

14 jul 2019

H. C. F. Mansilla

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A partir de 1962, participé en la Universidad Libre de Berlín en unos cursos muy interesantes, que comparaban en parejas las teorías de pensadores importantes para apreciar sus similitudes y sus diferencias. Se contraponían, por ejemplo, las concepciones de Friedrich Nietzsche y Jacob Burckhardt, de Max Weber y Herbert Marcuse, o de Theodor W. Adorno y Karl R. Popper. De alguna manera estos cursos fundamentaron la ambivalencia que siento por los grandes maestros.

Debo a Max Weber (1864-1920) algunas de las ideas centrales de mis tesis sobre la evolución contemporánea del Tercer Mundo. Mi libro Desarrollo como imitación. Prólogo a una teoría crítica de la modernización, publicado en alemán en 1978, es, en el fondo, un debate con su teoría. Max Weber era un guerrero aristocrático en tiempos modernos, un hombre de indudable valentía cívica, poseedor de un enorme atractivo personal de índole carismática. �l carecía de toda hipocresía intelectual, la gran cualidad indispensable en el ambiente académico. Según todos los testimonios tenía un saber inmenso en los campos del arte, la literatura, la música, la historia y el derecho. La amplitud de sus conocimientos, el universalismo de sus concepciones y la calidad humana de su persona era proverbiales: Karl Jaspers, en un notable texto, lo califica como la "existencia filosófica" por excelencia, opinión que ya había anticipado el notable historiador Theodor Mommsen (Premio Nobel de Literatura), al presidir un tribunal ante el cual el joven Weber había rendido sus últimos exámenes universitarios.

Murió relativamente joven en la cúspide de su potencial creativo, precisamente cuando desplegaba sus ideas más originales. Su breve vida, parcialmente novelesca, es un ejemplo de lo que puede alcanzar un ser humano dedicado a una noble tarea: el esclarecimiento del mundo social. En torno suyo Max Weber congregaba a sus pares, a pensadores y eruditos sobresalientes, pero también a artistas, marginados y hasta revolucionarios de varias nacionalidades, pese a su germanismo y a su espíritu conservador. Fue brillante en la crítica y en el análisis, como lo demostró, de manera magistral, al estudiar temas que estaban distantes de sus emociones profundas, como la situación rusa en 1905-1907 y en 1917-1920. Se dio cuenta del gigantesco peso del burocratismo ruso y de la influencia de las tradiciones administrativas autoritarias y premodernas en aquella nación, que, según él, serían las predominantes en la construcción de un socialismo poco democrático.

Murió relativamente joven en la cúspide de su potencial creativo, precisamente cuando desplegaba sus ideas más originales. Su breve vida, parcialmente novelesca, es un ejemplo de lo que puede alcanzar un ser humano dedicado a una noble tarea: el esclarecimiento del mundo social. En torno suyo Max Weber congregaba a sus pares, a pensadores y eruditos sobresalientes, pero también a artistas, marginados y hasta revolucionarios de varias nacionalidades, pese a su germanismo y a su espíritu conservador. Fue brillante en la crítica y en el análisis, como lo demostró, de manera magistral, al estudiar temas que estaban distantes de sus emociones profundas, como la situación rusa en 1905-1907 y en 1917-1920. Se dio cuenta del gigantesco peso del burocratismo ruso y de la influencia de las tradiciones administrativas autoritarias y premodernas en aquella nación, que, según él, serían las predominantes en la construcción de un socialismo poco democrático.

Los conceptos favoritos de Max Weber, que al mismo tiempo encarnan normativas axiológicas, también son los míos: estoicismo en la vida cotidiana, claridad, distancia, sobriedad, amor a los detalles y a los datos empíricos, rechazo del irracionalismo en todas sus formas y consciencia crítica de las consecuencias prácticas que pueden acarrear programas y doctrinas para mejorar el mundo. Aprendí la importancia de todo esto leyendo a Weber desde el primer año de la universidad. Me encantó, por ejemplo, el análisis muy razonable que hizo Weber de los literatos radicales en función pública y de las pautas normativas de comportamiento de los nuevos ricos. Weber calificó de "carnaval revolucionario" las acciones, muchas veces infantiles, de la "revolución" alemana de noviembre de 1918, que acabó con el régimen monárquico. Herbert Marcuse estuvo muy molesto por estas observaciones y por los análisis premonitorios de Weber de las revoluciones socialistas, como si un intelectual tuviese la sagrada labor y el deber indeclinable de celebrar positivamente estos terribles experimentos sociales. A pesar de haber analizado sólo los dos primeros años de la Revolución de Octubre, Weber se dio cuenta de que el socialismo es un error de magnitud histórica y universal, y expuso argumentos muy serios para fundamentar este juicio. Herbert Marcuse, en cambio, un genuino literato radical, siempre se sintió incómodo ante críticas a los sistemas socialistas, pese a que él mismo compuso un libro adverso con respecto al marxismo soviético. Marcuse jamás visitó un país socialista -o uno del Tercer Mundo-, pero a la distancia cultivó una gran simpatía por intentos de reforma radical en latitudes exóticas y nunca desarrolló una consciencia realista en torno a las secuelas que pueden producir las doctrinas revolucionarias.

Leyendo a Weber comprendí la ambivalencia fundamental de las mejores creaciones humanas, como la que está encarnada en la razón instrumental, el tema más importante de sus estudios, al que Weber consagró sus mejores páginas. En el mundo moderno la superioridad técnica de la administración burocrática sobre cualquier otra hace ilusorio todo modelo genuino de igualitarismo y socialismo, lo que nos hace percibir también de manera más sobria y crítica los límites de todo régimen democrático. La imagen de la jaula de hierro de la servidumbre -como la manifestación más evidente de lo negativo de la modernidad, en la cual los hombres se sentirían relativamente bien- es un indicio claro de la visión crítica que Weber tenía del mundo dominado por la razón instrumental. Otra huella en este sentido es la nostalgia que Weber, partidario de la abstención de juicios evaluativos, expresó acerca de la desaparición de los "últimos y más sublimes valores" de la vida pública. Estos se habrían refugiado en la mística y en la intimidad, proceso inevitable porque el mundo moderno pierde sus aspectos mágicos y religiosos. Era partidario de una ética personal de la fraternidad, el honor y la amistad. Max Weber, quien abogó toda la vida por la abstención de juicios valorativos en la esfera académica, sentía una enorme nostalgia reprimida por valores y sentimientos. En un punto Herbert Marcuse tiene razón: no puede haber una abstención total de juicios valorativos al construir las ciencias sociales, tesis expuesta en uno de sus textos más interesantes: Industrialización y capitalismo en la obra de Max Weber (1964).

Pero al comentar asuntos que le tocaban íntimamente, como la situación alemana durante la Primera Guerra Mundial, Max Weber dejó de lado su racionalismo y exclamó en 1914 que "independientemente del resultado la guerra es grande y maravillosa por encima de lo esperado". Se hallaba, por supuesto, lejos de las trincheras y del sufrimiento de aquellos que tenían que combatir diariamente. Por entonces Weber produjo textos acríticos que ensalzaban la posición alemana y justificaban plenamente el conflicto bélico iniciado por su país, afirmando que Alemania fue "obligada" a entrar en la Primera Guerra Mundial en contra de su propia voluntad y sus designios profundos. Rusia habría sido la responsable por el estallido de esta guerra y, además, constituiría la amenaza más seria para la supervivencia de Alemania. Weber mantuvo esta opinión hasta el final de su vida. Hasta en sus últimos escritos intentó suavizar la responsabilidad de los gobiernos alemanes en el desencadenamiento de la guerra. Ahí se desvaneció parcialmente su espíritu crítico. Alabó la creación del Imperio Alemán por el príncipe Otto von Bismarck y celebró el espíritu convencional de la Prusia militarista, pero reprochó a Bismarck el no haberlo expandido hacia el Oriente europeo y el no haber adquirido colonias importantes en ultramar. Una parte de la obra historiográfica de Weber está centrada en demostrar la tesis de que Bismarck dejó una nación sin educación y sin voluntad políticas.

En su breve artículo Entre dos leyes, Max Weber fundamentó su espíritu belicista. Sólo las naciones pequeñas, que no tienen grandes responsabilidades históricas, como Suiza, pueden darse el lujo del pacifismo. Un gran Estado como el alemán -una potencia mundial- tendría "obligaciones históricas de naturaleza trágica" y estaría siempre expuesto a la inevitabilidad de las guerras. Esto es lo que nunca pude aceptar de Max Weber: su patetismo patriótico nacional y hasta nacionalista, su concepción trágica del poder como algo siempre diabólico, sus actuaciones públicas cumpliendo el papel de un profeta iracundo que parecía recién salido del Antiguo Testamento, la poderosa convicción de una misión sagrada a cumplir por el bien de su país y su exagerada seriedad, es decir: la carencia de una distancia crítica e irónica con respecto a sí mismo. En sus escritos se percibe su eurocentrismo: un cierto desprecio por las culturas extra-europeas y hasta por las naciones de Europa Oriental. Pese a toda su erudición y perspicacia no pudo notar los rasgos culturales y artísticos muy positivos que también estaban presentes en el ámbito de la civilización católica.

Es ampliamente conocido el hecho de que Max Weber modificó su concepción sobre la vida política en general y sobre la democracia en particular en sus últimos años, influido con toda seguridad por la derrota militar de Alemania y el desprestigio político y cultural que sufrió el autoritarismo germánico. Entonces Weber adoptó posiciones que hoy llamaríamos progresistas. No se puede negar que ello es muy razonable: todo ser humano tiene derecho a cambiar de opinión, pues esto, en el fondo, significa aprender. Creo que lo mejor en estos casos es ser fiel al precepto de Theodor W. Adorno: el análisis de lo negativo ya es el índice de lo positivo. Ir más allá lleva a menudo al error, como en el caso de Max Weber al juzgar la historia alemana.

Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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