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Domingo 30 de junio de 2019

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Cultural El Duende

"No veo que el hombre mejore en realidad"

30 jun 2019

El poeta peruano Enrique Verástegui publicó en 1975 esta entrevista a Blanca Varela

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Blanca Varela, poeta y colaboradora de importantes revistas de cultura como lo fue Amaru, me recibe en los altos de la librería del FCE donde queda su oficina distribuidora, en Miraflores. A las 11 de la mañana de un lunes gris y con las pistas resbalosas por la llovizna, con un extenso brillo que se percibe detrás de las nubes, Blanca Varela se quita las gafas ahumadas de montura cuadrada, dispone sus últimas instrucciones, firma unos papeles y me dice que prefiere conversar en un café. Salimos, en el puesto de cigarrillos cercano pregunta por el traspaso de un teléfono porque, según me cuenta, aún no consigue uno, así que doblamos hacia la derecha cruzando la pista por la esquina, los automóviles pasan unos más veloces que otros, rojos, negros, verdes, por fin termina de pasar el último y logramos llegar al otro lado de la pista, un respiro de alivio mientras saco mi pañuelo para secarme el sudor de la frente; después nos internamos por una estrecha calle llena de bazares y boutiques, vestidos y zapatos a la moda, un gentío que camina observando los escaparates pero con prisa, tropezándose, los precios de la ropa cuelgan a la entrada de las tiendas y empezamos a hablar de su boutique -que empieza a decirme- no era propiamente comercial sino más bien surrealista, un lugar donde podían conseguir piedras y animales labrados en oro de Cachemira, extraños tejidos hechos por un poeta que más bien era mimo que más bien era ballerino que más bien era poeta, arcángeles de madera que un nativo había labrado encadenado en el trasfondo de un convento durante la colonia, misteriosos pergaminos fabricados con pasta de arroz y escritos con tinta china donde se indicaba el exacto lugar del tesoro enterrado por los piratas Morgan y Drake en las islas de Chincha a unos 150 metros de la playa, detrás de una roca con forma de álamo, mamparas de seda y lámparas que aunque del más barato cobre si se les frotaba mil veces con una cábala especial (inventada no se sabe si por Blanca Varela o por Szyszlo en el desesperado final de la década del 40, en París) podía cumplirse por lo menos una cuarta parte del deseo de sus poseedores, y otras cosas por el estilo; me cuenta que empezó a trabajar desde los 13 o 14 años, que por ascendencia paterna proviene de Trujillo aunque nunca sintió la necesidad de ir por allí, que por las cuatro ramas de sus abuelos corrió siempre la aventura literaria y, en verdad, la persona que se escondió bajo el seudónimo de "Cabotín" a comienzos de siglo fue su tío.

Blanca Varela, poeta y colaboradora de importantes revistas de cultura como lo fue Amaru, me recibe en los altos de la librería del FCE donde queda su oficina distribuidora, en Miraflores. A las 11 de la mañana de un lunes gris y con las pistas resbalosas por la llovizna, con un extenso brillo que se percibe detrás de las nubes, Blanca Varela se quita las gafas ahumadas de montura cuadrada, dispone sus últimas instrucciones, firma unos papeles y me dice que prefiere conversar en un café. Salimos, en el puesto de cigarrillos cercano pregunta por el traspaso de un teléfono porque, según me cuenta, aún no consigue uno, así que doblamos hacia la derecha cruzando la pista por la esquina, los automóviles pasan unos más veloces que otros, rojos, negros, verdes, por fin termina de pasar el último y logramos llegar al otro lado de la pista, un respiro de alivio mientras saco mi pañuelo para secarme el sudor de la frente; después nos internamos por una estrecha calle llena de bazares y boutiques, vestidos y zapatos a la moda, un gentío que camina observando los escaparates pero con prisa, tropezándose, los precios de la ropa cuelgan a la entrada de las tiendas y empezamos a hablar de su boutique -que empieza a decirme- no era propiamente comercial sino más bien surrealista, un lugar donde podían conseguir piedras y animales labrados en oro de Cachemira, extraños tejidos hechos por un poeta que más bien era mimo que más bien era ballerino que más bien era poeta, arcángeles de madera que un nativo había labrado encadenado en el trasfondo de un convento durante la colonia, misteriosos pergaminos fabricados con pasta de arroz y escritos con tinta china donde se indicaba el exacto lugar del tesoro enterrado por los piratas Morgan y Drake en las islas de Chincha a unos 150 metros de la playa, detrás de una roca con forma de álamo, mamparas de seda y lámparas que aunque del más barato cobre si se les frotaba mil veces con una cábala especial (inventada no se sabe si por Blanca Varela o por Szyszlo en el desesperado final de la década del 40, en París) podía cumplirse por lo menos una cuarta parte del deseo de sus poseedores, y otras cosas por el estilo; me cuenta que empezó a trabajar desde los 13 o 14 años, que por ascendencia paterna proviene de Trujillo aunque nunca sintió la necesidad de ir por allí, que por las cuatro ramas de sus abuelos corrió siempre la aventura literaria y, en verdad, la persona que se escondió bajo el seudónimo de "Cabotín" a comienzos de siglo fue su tío.

A LOS 20 A?OS EN PARÍS. Ya estamos a mitad de cuadra, Blanca camina con pausa, casi despreocupadamente, viste pantalón y una pequeña casaca corte sastre de tela agamuzada marrón chocolate, blusa blanca con lunares de vino y en el cuello lleva anudado un pañuelo de seda entre violeta y oscuro, el mismo peinado y el mismo tipo de ceja depilada con que siempre aparece en una foto tomada hace muchos años: "mi espíritu no ha cambiado pero mi aspecto exterior ha envejecido", dice.

La gente se arremolina en torno a un vendedor de baratijas, peor nosotros pasamos de largo. Se fue a París cuando tenía 20 años, el mismo día de su boda con Szyszlo, allí conocieron entre otros a Cortázar acabadito de llegar, a Octavio Paz, Palao, Costa Pampaianos, Serrano Plajá y, con Eielson que también los frecuentaba, se reunían en el Café de Flore (cuartel central se sabe de la vanguardia existencialista), también pasaron por La rotonda cuartel sucesivo de fauvistas, cubistas, surrealistas, pero los latinoamericanos prefirieron después un café que había en los bajos de un hotelito en Montparnasse, entonces no trabajaban y cuando a uno de ellos les llegaba un magro cheque nativo lo gastaban entre todos repartiéndose la comida por partes iguales, y se caminaban todo París junto a Enrique Molina haciendo asociaciones analógicas de las cosas que veían; desde luego ellos se habían afincado en el barrio bohemio de los estudiantes el Saint Germain de Pres, y Blanca tenía que cocinar a veces el ineludible plato de tallarines, interrumpir la cocina y escribir sus poemas para discutirlos luego con Paz.

AMIGA DE SARTRE. Durante los años 50 fue gran amiga de Simone de Beauvoir y de Sartre, gente que ella recuerda con cariño. El año pasado después de 20 años estuvo de paso por París, Barcelona, pero encontró que esos lugares ya no eran lo mismo, que el encanto ya había sido avasallado por la modernidad. Ha residido varias veces fuera del país, pero cada vez que está en otro lugar se siente más peruana, se descubre peruana y por eso siempre vuelve. Estuvo siempre metida en una serie de aventuras, entre ellas la periodística. Mujer de izquierda el programa televisivo que dirigía junto a un periodista, Cartas sobre la mesa en Canal 4 fue clausurado por orden de Prado, cuando ella propuso la presentación del entonces respetable cura Bolo copresidente del fenecido FLN; en ese programa se habían presentado antes Cornejo Chávez, Luis Alberto Sánchez, Augusto Salazar Bondy. Por ese tiempo también se ocupaba de la crítica de cine en la revista Oiga cuando tenía formato grande, pero redactaba toda clase de noticias junto a Sebastián Salazar Bondy y Carlos Ortega.

Así, entre varios recuerdos que Blanca Varela va contándome casi hemos llegado a la esquina y yo procedo a encender un cigarrillo. La llovizna que desde las primeras horas de la mañana había estado azotando Miraflores, ahora se ha convertido en una finísima garúa apenas perceptible, pero a lo lejos se nota una espesa neblina que cubre a los edificios más altos. Volvemos a doblar a la derecha y a unos pocos metros, en el mismo lado de la acera, divisamos el café. Hay mesas dispuestas afuera como un abanico que se abre sobre la calle cortando el tránsito en línea directa de los transeúntes, estos tienen que ladearse un poco hacia la izquierda en el borde mismo de la acera, algunos bajan hasta la pista para poder seguir. Nosotros, entramos. Es un café largo lleno de arabesco, las paredes están cubiertas por vitrinas atiborradas de botellas de licor con envolturas doradas, las mesas son de fórmica oscura y repujada cubiertas con vidrio, las sillas de caoba negra con espaldares altos tienen un leve toque art nouveau pero las tazas rojas en que llega el café humeante son del más baratos y huachafo plástico. Nos hemos sentado al frente aunque un poco oblicuamente a la caja de cobranzas norteamericana que hay sobre el mostrador. Papel y lapicero sobre la mesa, yo represento mi papel de periodista. A los 16 años ingresó a San Marcos y a los 19 salió de la Facultad de Educación. En las páginas literarias de La Prensa publicó unos sonetos de los cuales no quiere acordarse, y que ahora han sido encontrados por un paciente investigador que prepara un panorama completo de la poesía peruana. Las Moradas fue, en verdad, la primera revista donde tuvo acogida, digamos el punto de inicio de su "carrera" literaria (palabras que le causan asco), y la confirmación pública de su vocación. Para ella, la poesía es "como una superficie donde veo mejor las cosas", aunque la pintura le sugiere más cosas y parte de ella para escribir. Supongo que alguna vez alguien se atreverá a investigar las relaciones entre la pintura de Szyszlo y la escritura de Varela: ese mismo lenguaje de la sequedad formal que relaciona a estos dos códigos diferenciables, a las variaciones sobre un mismo tema (texturas nativas en la pintura y elementos naturales en la poesía) que se nota se ha producido en el desarrollo de este lenguaje.

El hombre no mejora

Blanca Varela escribe todos los días, pero el pulimento de lo que hace es incesantemente obsesivo. Pero me dice que "nunca tengo un plan para escribir, nunca he querido racionalizar lo que escribo"; le digo que eso es quizá una lección surrealista y me contesta que "no se trata de una escritura automática sino más bien de un pensamiento automático", pero también la "enferma el desorden pero tampoco no tengo la capacidad del orden, es que no creo en el orden". Y agrega: "creo que si supiera por qué escribo o qué quiero decir, no escribiría". Ya a esta altura de la conversación hemos consumido cerca de seis tazas de café. Es la primera vez que concede una entrevista, nunca ha leído sus poemas en público, publicar el parece una traición, los ejercicios de la literatura como una manifestación pública la asustan. Rilke fue su primera gran lectura, Eielson y Sologuren poetas de su generación que la animaron. No recuerda en qué revistas ha publicado porque no le interesan los álbumes de recortes; pero Las Moradas (Westphalen) fue una de ellas y quizá también Orígenes, esa rugosa revista habanera que dirigiera Lezama Lima y que fue uno de los polos irradiadores de la nueva sensibilidad latinoamericana. En fin, Blanca Varela propone un resumen de su actividad diaria: "me despierto, tengo dos niños que van a la escuela, me cuesta mucho trabajo vivir, me pongo de mal humor, todas las noticias hasta las mejores son pésimas porque no veo que el hombre mejore en realidad". Luego afirma muy seria que "habría que crear una conciencia de la dignidad por los que se han dedicado gratuitamente a ciertas cosas que no producen dinero, cosas como la poesía o novela con las que no se puede comprar un automóvil, por ejemplo". Cree que los autores jóvenes merecen apoyo y sin embargo reconoce que "a la gente joven se le escucha más que a las generaciones anteriores debido a que hay mayor información, a que el país ha cambiado".

Ya perdí la cuenta de los cafés tomados, y por las varias veces que el mozo ha cambiado los repletos ceniceros sé que muchas horas han pasado. Blanca tiene que volver a sus oficinas del FCE, yo a escribir que una de las últimas cosas que me dijo que tal vez ya empezó a entrar a una etapa, digamos mística: un poco como una vuelta a Rilke, que la soledad conventual la estaba atrayendo.

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