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Domingo 30 de junio de 2019

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Cultural El Duende

Otoño

30 jun 2019

Nugzar Shataidze

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En septiembre, el bochorno se vuelve soportable. El cielo se torna más profundo y azul. El río se purifica y hace rodar lentamente suaves olas de color mostaza. En el agua cristalina se ven perfectamente las piedras planas, resbaladizas. Un olor a hojas mojadas y peces se esparce en el aire. A la orilla del río, en el bosque, hace más fresco. Bajo los árboles se balancea un musgo alto, de color canela. Entre la hierba requemada saltan grandes saltamontes. Arrendajos y revoltosas urracas arman una bulla tremenda por doquier. En lo alto del despeñadero y más allá entre dorados rastrojos, alborotan unas bien cebadas codornices. También la aldea ha cambiado de aspecto, jardines y viñas se han teñido de un color bermejo. En el camino vecinal flota un olor a otoño. Sacuden ya las avellanas de los árboles y el camino se cubre de hojas amarillentas y cáscara ennegrecida. En los patios, manzanas y melocotones partidos, se desparraman en esteras secas. Y de las barandas de los balcones cuelgan ristras de nueces descascadas para hacer churchjela. A lo lejos, en el sur, se ve una delgada franja de bosque también rojizo.

En septiembre, el bochorno se vuelve soportable. El cielo se torna más profundo y azul. El río se purifica y hace rodar lentamente suaves olas de color mostaza. En el agua cristalina se ven perfectamente las piedras planas, resbaladizas. Un olor a hojas mojadas y peces se esparce en el aire. A la orilla del río, en el bosque, hace más fresco. Bajo los árboles se balancea un musgo alto, de color canela. Entre la hierba requemada saltan grandes saltamontes. Arrendajos y revoltosas urracas arman una bulla tremenda por doquier. En lo alto del despeñadero y más allá entre dorados rastrojos, alborotan unas bien cebadas codornices. También la aldea ha cambiado de aspecto, jardines y viñas se han teñido de un color bermejo. En el camino vecinal flota un olor a otoño. Sacuden ya las avellanas de los árboles y el camino se cubre de hojas amarillentas y cáscara ennegrecida. En los patios, manzanas y melocotones partidos, se desparraman en esteras secas. Y de las barandas de los balcones cuelgan ristras de nueces descascadas para hacer churchjela. A lo lejos, en el sur, se ve una delgada franja de bosque también rojizo.

Un carro llega chirriando por el camino. Va cargado de cestas llenas de uva de color ámbar, alrededor de la cual se arremolina un enjambre de abejas y avispas. En el pescante está sentado un campesino enjuto, moreno y fuerte que sostiene en la mano un látigo con el que suavemente fustiga los sucios lomos de unos enormes búfalos. Va vestido de negro, los pantalones metidos en unos calcetines de lana blancos como la nieve, sus únicos zapatos buenos y lleva en la cabeza el sombrero de fieltro de su bisabuelo... Tras el carro camina una oronda mujer. En una mano lleva una cesta colmada de los más selectos racimos y con la otra se coge al carro. Gotas de sudor resbalan por su rostro: se ve en seguida que está cansada y que además tiene mucho calor, pero no piensa dejar la cesta en el carro, mira con rabia a la espalda del marido y va refunfuñando, a regañadientes. Con el chirrido del carro, el hombre no oye la voz de la mujer, aunque también es posible que en realidad la oiga, pero lo disimula. Los búfalos caminan despacio, perezosamente, sus raídos cuellos tiran con fuerza del yugo. Con las colas, sucias de barro, se sacuden desganadamente las pegadizas moscas.

Cerca de la herrería están unos hombres que miran en dirección al carro.

-Agasájales como sabes hacerlo, vamos, convídales� -gruñe la mujer.

-¡Vengan, tomen uva, gente! -invita alegremente el campesino, y detiene a los búfalos.

-¡La has recogido demasiado pronto, Gueorgui! -se sorprende un viejo que, encorvado, se acerca al carro.

-¿Cómo que pronto? ¡Tú pruébala y veras lo dulce que está!

Los hombres se ponen en la boca un par de granos y sonríen.

-¡Oh, oh! ¡Pues sí que tienes razón!

-¡Sírvanse, sírvanse! -finge la mujer.

El campesino sonríe a hurtadillas y se da la vuelta.

Los hombres cogen un racimo de uva cada uno.

-¡Venga, tomen! ¿De qué tienen vergüenza?

-Coger, así, sin más ni�

-Pues, claro, ¡por Dios! -hace como si se sorprendiera la mujer, se ruboriza.

Repartiendo grandes racimos de uva, un tipo bien afeitado vacía una gran cesta casi hasta la mitad.

La mujer, sin prestarles atención, echa a andar, y por su modo de hacerlo se nota que todo esto la enfurece.

-¡Es puro azúcar! -se sorprende uno mientras se limpia las manos pegajosas en los pantalones.

-¿Qué?... ¿Era demasiado pronto?

-De todos modos, tu viña está en un sitio especial, Gueorgui, allí la uva madura antes.

-¡Arrea, arrea ya, que anochece! -grita la mujer, que ha seguido andando.

El hombre fustiga a los búfalos y el carro se pone en marcha.

-Tú sigue repartiendo así, como hasta ahora, y ya veré yo con qué llegas a la casa�

El hombre no dice ni pío, arrea suavemente a los animales y mira, enfurruñado, hacia el camino.

En el sendero hay un niño que echa recelosas miradas al carro.

Tiene la boca ennegrecida por las cáscaras de nuez. El campesino le mira con una sonrisa.

-¿Quieres un poco de uva, chaval?

El muchacho permanece parado, como si se hubiese tragado una escoba, y no dice nada, ni sí ni no.

-¿Quién eres?

- Soy el hijo de Shalikó... -responde y, bajando la cabeza, dibuja con un pie algo en el polvo.

El hombre se da cuenta de que le sale por la sandalia rota un dedo rosado.

-¿Aún no ha regresado tu padre?

-No, aún no... -el pequeño hombrecito frunce el entrecejo y se sorbe la nariz.

-¡Soo! -el carro se para. El campesino baja tranquilamente del pescante, mete su negra y callosa mano en la cesta y saca un gran racimo de uva.

-¡Toma!

El muchacho levanta el regazo de la camisa y, en cuanto siente que la uva le pertenece, se da la vuelta y echa a correr, piernas para qué os quiero, por la pendiente.

-¡Con cuidado, maldita sea! -grita el hombre con voz ronca. Recoge la uva que había caído por el suelo y la echa de nuevo en la canasta.

El carro chirría. Los búfalos caminan, rumiando. Una mujer vieja, jorobada, está sentada en una gran piedra, delante de una casa.

-¡Buenas, comadre! -dice el hombre. Y de nuevo se baja del pescante.

Los búfalos esperan pacientemente al amo y este escoge el mejor racimo y lo pone en la falda de la vieja.

-¡Sírvete, comadre!

-¡Que Dios te acompañe, hijo! -barbota la vieja.

Después, repentinamente, reconoce al hombre y con su mano huesuda se golpea en las rodillas-. ¡Pero si eres Gueorgui! Dios bendiga a tu familia, mi Jasón era de tu misma edad..., ¡mejor sería que hubiese muerto yo, hijo!

De nuevo chirría el carro. Multitud de colores cubren la aldea, pero entre todos predomina el bermejo aunque hay muchos otros, amarillo, rojo, verde, plateado, color caqui y color canela. El cielo azul cae desde lo alto como una cúpula. Los búfalos avanzan con pereza. En el pescante está sentado, con cara de satisfacción, un hirsuto, moreno y fuerte campesino: no presta ninguna atención a los gruñidos de la mujer, su corazón está colmado de una extraña felicidad.

En efecto, es otoño...

Nugzar Shataidze.

Georgia, Tbilisi, 1944.

Escritora y periodista.

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