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Domingo 16 de junio de 2019

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Cultural El Duende

El maligno espíritu del Chaco

16 jun 2019

Augusto Céspedes

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Al congratularme por el armisticio de la guerra entre mi país y el Paraguay, algún amigo chileno me ha preguntado cómo es el Chaco.

"Estupendo -le he respondido- estupendo como escenario de una guerra".

Realmente, ni la truculencia yanqui ni el superrealismo alemán, seleccionando las perspectivas de lo tétrico, lo amargo y lo fatal, podrían sustituir al Chaco como teatro de muerte. La guerra que se ha detenido a los 35 meses de iniciada tuvo caracteres de una exótica modernidad mecánica insertada en aquel territorio salvaje y pavoroso. El palenque de la tragedia, infinito matorral inexpresivo y estéril, no tenía sino la opacidad de las cosas desviadas de su destino. Y el destino del Chaco pudo haber sido un mar, un lago o un Sahara, pero no un bosque. Sólo la guerra le dio destino.

En esa sabana inmensa, vista desde un avión, domina el matiz verdeoscuro que conforme se prolonga hacia el círculo del horizonte se desdobla en gamas azulinas y más allá grisáceas, hasta fundirse en el confín con el cielo blanquecino. Interrumpen esa unidad muda y trágica los pajonales que se destacan como anchos ríos amarillos con cabos, deltas e islas de árboles, y los caminos que cortan la masa verdosa, unas veces en línea recta y otras retorcidos cual esqueletos de serpientes sobre un seco pastizal. Así vi e Chaco desde el cielo de Saavedra en 1933.

En esa sabana inmensa, vista desde un avión, domina el matiz verdeoscuro que conforme se prolonga hacia el círculo del horizonte se desdobla en gamas azulinas y más allá grisáceas, hasta fundirse en el confín con el cielo blanquecino. Interrumpen esa unidad muda y trágica los pajonales que se destacan como anchos ríos amarillos con cabos, deltas e islas de árboles, y los caminos que cortan la masa verdosa, unas veces en línea recta y otras retorcidos cual esqueletos de serpientes sobre un seco pastizal. Así vi e Chaco desde el cielo de Saavedra en 1933.

Desde abajo sólo pude verlo en un año de existencia de soldado: el Chaco ya no es tan verde como parece al amasar sus tonalidades en la perspectiva aérea. Su arboleda, más grisácea y ocre que verde, o más amarillenta, de ramas delgadas y hojas más delgadas aún, constituye una red transparente que no tamiza los rayos del sol candente. El sol del Chaco, incendiario y brutal, caldea la arena y hace hervir los sesos. �l producía la insolación de los soldados en las áridas jornadas del infierno incoloro que descubre su malignidad en la apariencia de los árboles atormentados, estrangulados en actitudes de dolor tetánico, inexplicablemente adheridos, misteriosamente existentes sobre esa tierra inflamable como la pólvora.

La inmensa selva está cruzada por tres clases de rutas: la "senda de ganado", abierta a través de los espinos por el ganado cerril en busca de agua. La "senda de matacos" abierta por el paso de los salvajes nómadas, raza estancada en su evolución, que medra miserablemente de los escasos frutos de la flora avara de jugos y millonaria en espinos de toda forma. Y luego la senda de los pobladores blancos, abierta a machete y sobre cuyos perfiles se trabajaron después las "picadas".

Las picadas, roturadas por el hacha y el sudor de los soldados en longitudes infinitas, dieron paso a la fauna mecánica, atronante, de los camiones que ejercían en el Chaco una doble función: la de vehículos de transporte y también la de dragadores, porque, deshecho un camino de la noche a la mañana por la inundación de barro en el verano o por los ríos de polvo en el invierno, el camión tenía que improvisar su camino, a monte traviesa, quebrando ramas o tronchando algarrobos.

El soldado boliviano sumido en esa naturaleza experimentaba dolorosamente la influencia de las fuerzas recónditas del espíritu de la tierra en germen. Ese espíritu oscilante, hostil y cruel, en perpetuo movimiento, se expresaba en una serie de paradojas y sorpresas telúricas y geológicas: o ahogaba de lodo a los camiones y a los hombres, inundando como lagos extensiones de leguas, o desbordaba el oleaje de una polvareda ondulante en continuo trabajo de absorción de las formas animadas, que trasladaba montones de polvo finísimo por el aire, entretanto que del suelo ascendía implacable a cubrir los árboles y los hombres.

Tierra sin sentido, en pleno proceso de formación no hay estabilidad para sus arenas, cubiertas por la manada monótona de una vegetación sin esplendidez, de pequeños arbustos o de troncos retorcidos que parecen arrastrarse a la vera del camión en una marcha sin término y sin matiz, pero dentro de cuya masa es fácil perderse y morir de sed.

Tampoco hay estabilidad en su atmósfera. La temperatura, igualmente contradictoria, alcanza a los 50 grados de calor. El Chaco es uno de los puntos donde el planeta tiene fiebre, aunque su fiebre sea intermitente como la terciana, porque, sucediendo inmediatamente a la canícula, en pocos minutos, sorprendía a los soldados el "surazo", una brisa antártica que les helaba hasta los huesos, obligándoles a buscar calor en las fogatas. Pero en la línea de combate no se podía encender fuego porque el resplandor de las llamaradas, perceptible para la referencia del enemigo a través del bosque, llamaba a las ráfagas de ametralladoras o a los cañonazos.

Tras el tormento del calor, el del agua. No hay una sola vertiente ni un solo río desde el meridiano 19 hasta el Pilcomayo. Son las lluvias que se depositan en depresiones del terreno, de fondo impermeable, que se llaman "cañadas". Siendo todo el Chaco una planicie casi perfecta, existen zonas de centenares de kilómetros cuadrados en que no hay una sola cañada.

Entonces, para proveer a los combatientes, como sucedía con el II Cuerpo de Ejército boliviano y la División de Picuiba, en la época seca, los camiones aguateros debían desarrollar un trayecto de 100 y 150 kilómetros diariamente desde el Pilcomayo o desde Carandaití, por caminos en lo que la tierra se arrugaba en surcos de polvo, prendiéndose tenazmente a las ruedas del camión, aprisionándolo hasta cubrirle los guardafangos, mientras los combatientes bolivianos, leguas más allá, en pleno tiroteo aguardaban en vano el líquido vital, empleando entretanto sus propias excreciones para refrigerar las ametralladoras caldeadas.

La morfología de esa tierra aparentemente muerta, desprovista de las bellezas que la naturaleza vegetal brinda al cuerpo y a los ojos, es, en cambio, fantásticamente rica en un una fauna de mosquitos de picadura cáusticas, en serpientes de cascabel, en víboras rojas, negras y aceradas, en escorpiones de veinte centímetros de longitud y en tarántulas del volumen de una granada de mano, y en lagartijas. Todos esos animales traducen también el espíritu de la tierra como habitantes lógicos de aquel bosque dantesco.

Allá, durante 35 meses, vivieron, combatieron y murieron los soldados de mi país, trasladados a la guerra desde sus fértiles y bondadosas breñas azulosas, pobladas de pájaros y cascadas de agua cristalina. Séame dato mostrar hoy la sobrehumana calidad de su esfuerzo insigne, digno de una raza paciente e inmortal.

Augusto Céspedes Patzi. Cochabamba, 1904 - La Paz, 1997. Narrador, cronista y ensayista.

De: "La Nación", Chile, 1935.

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