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Cuando era niño acariciaba grandes planes para mi futuro personal. Me gustaban las biografÃas de personajes notables, que yo, obviamente, tenÃa como modelos casi obligatorios para mi propia carrera en décadas siguientes. Algo de eso se mantuvo hasta los años de la juventud, cuando estudié ciencias polÃticas con la intención de aplicar esos conocimientos en la praxis posterior. Pero muy pronto me di cuenta de que yo era una persona destinada exclusivamente a la reflexión, es decir a la vida teórica, que es una forma de la existencia monacal.
Pero hay algo más que desalentó posibles actividades mÃas en la esfera polÃtica. El estudio en una universidad seria -como era la Universidad Libre de BerlÃn, mi alma mater- me inculcó un escepticismo profundo con respecto a proyectos para remodelar o sólo para mejorar la esfera pública. Precisamente una labor académica sistemática, como la realizada por mis profesores, consagrada a analizar detenidamente innumerables hechos polÃticos a lo largo de la historia, me condujo a desarrollar una actitud pesimista frente al género humano. Oyendo a mis catedráticos perdà poco a poco el impulso de intentar hacer algo positivo por cualquier sociedad, pues el resultado decepcionante de todo esfuerzo racional estaba a la vuelta de la esquina.
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Pero hay algo más que desalentó posibles actividades mÃas en la esfera polÃtica. El estudio en una universidad seria -como era la Universidad Libre de BerlÃn, mi alma mater- me inculcó un escepticismo profundo con respecto a proyectos para remodelar o sólo para mejorar la esfera pública. Precisamente una labor académica sistemática, como la realizada por mis profesores, consagrada a analizar detenidamente innumerables hechos polÃticos a lo largo de la historia, me condujo a desarrollar una actitud pesimista frente al género humano. Oyendo a mis catedráticos perdà poco a poco el impulso de intentar hacer algo positivo por cualquier sociedad, pues el resultado decepcionante de todo esfuerzo racional estaba a la vuelta de la esquina.
Desde mi juventud me hallo, por lo tanto, en un estado de ánimo perplejo, y esto se trasluce hoy en la irresolución de un escritor que no sabe qué cosa interesante se puede relatar. Mis (pocos) adversarios dirán que esta teorÃa de la confusión es una tomadura de pelo, un artilugio mediocre para ocultar mis verdaderos designios. Ellos afirmarán que siempre tuve un programa vital claro y que desde un comienzo quise ser un escribidor al servicio de los intereses reaccionarios, pero con comodidad, sin fatigarme mucho. Admito que en mi biografÃa hay tantos elementos de perplejidad como factores de constancia, y también acepto que la comodidad puede ser vista como una virtud razonable, pues, entre otras cosas, no fomenta el dogmatismo ni la intolerancia. Pero nunca tuve nada que ver con partidos o gobiernos de derecha.
Casi siempre he reservado la noche para las ocupaciones importantes, que en mi caso han sido y son componer textos y leer libros valiosos. Temo que me suceda algo similar a Don Quijote, quien pasaba las noches leyendo "de claro en claro" y los dÃas "de turbio en turbio", y asà se le secó el cerebro y el juicio. A mi favor se halla el siguiente hábito. Jamás veo programas de televisión. Nunca escucho radio. Hasta hoy (2019) no poseo aparatos de esos rubros. Las horas de la noche están distribuidas cuidadosamente entre las labores preparatorias y la escritura propiamente dicha. Estas dos funciones corresponden a dos muebles escritorios distintos. Encima de ellos los libros, las revistas y los papeles están ordenados en pilas temáticas, y dentro de ellas, predomina una disposición cronológica. Como mi memoria está algo deteriorada, tengo a la mano unas hojas numeradas de papel donde anoto detenidamente las tareas de la fecha y, por las dudas, cuáles son las pilas de documentos que debo considerar para la escritura de la noche. Hay otro conjunto de papeles que no llevan indicaciones, pero que son los más importantes: las hojas sueltas que voy rellenando cuando estoy lejos de la computadora, por ejemplo durante las comidas o poco antes de dormirme o en los momentos más inesperados. A la manera de mi admirado Marcel Proust, estos retazos de papel contienen los elementos de genuina inspiración: las ocurrencias más interesantes y los temas de los próximos dÃas.
Desde hace largas décadas tengo fama de liberal -es decir: alguien muy extraño con respecto a las tradiciones culturales bolivianas-, y por ello nunca pude aspirar a obtener un puesto permanente y medianamente pagado en el sistema universitario. Nunca llegué a ser, por ejemplo, profesor titular. De alguna manera el destino, sobre el cual yo no tengo ninguna influencia, me empujó a la ingrata república de las letras. Para consolarme pensé que pertenecer a la república literaria me permitirÃa superar las fronteras de las comunidades nacionales.
En el estado de permanente confusión en que me encuentro, leo las obras más disÃmiles entre sÃ. Me interesan, por ejemplo, las Confesiones de San AgustÃn, aunque la mayor parte del libro está ocupada por reflexiones teológicas que hoy nos resultan sumamente tediosas. Este autor nos muestra, empero, algo fundamental: nuestra alma está escindida entre el deseo de hacer el bien y el Ãmpetu de causar el mal, dividida entre el impulso de conocer a Dios y seguir Sus mandamientos, por un lado, y la incitación al pecado y al crimen, por otro. Y esta constelación no desaparece del todo, pero la podemos domeñar.
Leyendo simultáneamente a los moralistas franceses pienso que los pensamientos tan severos y ásperos de San AgustÃn tienen que pasar por el tamiz de la ironÃa, pues en el siglo XXI no se puede seguir con facilidad el desabrido camino de la virtud que propugnaba este gran pensador. Leyendo a un marxista, Georg Lukács, abracé la idea de que la ironÃa es el camino al conocimiento de uno mismo. Es la concepción elegante y sutil que las élites occidentales han cultivado acerca de sà mismas desde el Renacimiento. Y en nuestra época, de acuerdo a Lukács, la ironÃa serÃa "la libertad más alta que resulta posible en un mundo sin Dios".
En el caso boliviano mis observaciones me llevan a pensar que los lÃderes polÃticos de este paÃs nunca han sido afectos a la autocrÃtica y a conocer realmente el mundo exterior. Asà se podrÃa explicar, por lo menos parcialmente, su ceguera alarmante con respecto a ellos mismos y su escaso deseo de comprender las culturas ajenas. Examinemos el caso de Don Hernán Siles Zuazo, dos veces Presidente de la República (1956-1960, 1982-1985), a quien conocà en Madrid a fines de 1980 durante su exilio antes de su triunfal retorno a Bolivia y a la presidencia. No hay duda de su valentÃa personal, de su extrema probidad y de sus buenas intenciones. Pero Don Hernán no mostraba ningún interés por enterarse cómo se hace polÃtica en el ancho mundo, por ver colecciones de arte y menos aún por leer libros o escuchar conferencias sobre la transición española o cualquier otro asunto que no fuese la polÃtica del dÃa en Bolivia. Su universo mental era estrecho. En Madrid nunca aceptó una sugerencia mÃa para ir al cine, para asistir a alguna conferencia sobre un problema polÃtico o para visitar una galerÃa de arte. Mi asombro, que queda claro aún hoy, al escribir estas lÃneas, proviene de mi ingenuidad. Recién ahora, en la ancianidad, me doy cuenta de que los polÃticos no son ciegos ante la realidad. Tampoco desprecian el conocimiento del mundo exterior, como yo acabo de afirmar. El problema es más profundo. Mucho después me di cuenta de que Don Hernán tenÃa un método relativamente razonable para utilizar el escaso tiempo de que disponÃa, y ese procedimiento es el más usado entre los polÃticos en todo el planeta. En sus cabezas tienen exclusivamente un tema: la conquista y la consolidación del poder. Es un asunto muy complejo, con muchas variables e incertidumbres que exigen reflexiones, contactos y reuniones permanentes y complicadas y, por consiguiente, dedicación exclusiva. Los polÃticos son especialistas en su terreno, como casi todos los seres humanos en la modernidad. Y yo, cándidamente, tratando de arrastrar a Don Hernán a una galerÃa de arte para ver aburridas pinturas surrealistasÂ?
Siles Zuazo siempre tenÃa la opinión de aquella persona con la que terminaba de conversar. Tal vez era una manera de ahorrar tiempo y esfuerzos, ya que todos los pareceres que oÃa eran igual de mediocres o conocidos. El último escuchado era probablemente tan malo como los otros, pero asà Don Hernán se libraba de los consejeros por un momento y gozaba de tranquilidad. Pero esto también tenÃa su precio. Siles era, por supuesto, la vÃctima propicia de consejeros inescrupulosos, que abundaban en su derredor, esperando la oportunidad de obtener algún puesto bien rentado cuando Don Hernán volviese al Palacio de Gobierno en Bolivia. Asà sucedió. Ã?l presidió el gobierno de la Unidad Democrática y Popular de 1982 a 1985, uno de los periodos más deplorables de la historia Bolivia, con una inflación galopante, una corrupción desmesurada en las esferas gubernamentales, una ineficacia administrativa ilimitada y desórdenes polÃticos de gran escala. Ã?l presidÃa una coalición de izquierda, pero los sindicatos, los intelectuales progresistas y los movimientos radicales le hicieron una guerra sin cuartel, lo que condujo a su dimisión mucho antes de terminar su periodo legal.
Observando el gobierno de Don Hernán y otros fenómenos de la vida cotidiana en Bolivia -el tráfico automotor, las aglomeraciones por cualquier asunto nimio, las hordas de usuarios maleducados en los transportes públicos-, llegué entonces a la conclusión, que mantengo hasta hoy, de que los bolivianos tienen indudablemente muchas virtudes positivas, como un carácter estoico ante las adversidades, pero que no poseen habilidades logÃsticas cuando se trata de combinar varios factores entre sÃ. Por ello su enrevesado ingreso a la modernidad.
Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en FilosofÃa. Académico de la Lengua.