“Ya no veremos las crines victoriosas de Forlán” apuntaba mi hermana en su “lamento post mundialista” como muchas otras personas que gozaron durante semanas la cita futbolera. Los partidos cumplidos en Sudáfrica consagraron a España y a su adecuada política deportiva; a la combativa Holanda; a la nueva Alemania rejuvenecida y con una intención expresa de reflejar su sociedad pluri multi; y a un Uruguay renacido de las cenizas y digno hasta el último minuto.
Además de permitir la expulsión de adrenalina a por lo menos 700 millones de fanáticos en todo el mundo, este Mundial 2010 fue aprovechado por los canales públicos de televisión y por varios ministros de cultura o de deporte para difundir datos sobre el África, las luchas contra el racismo y la realidad de cada país.
Por ejemplo, escuelas argentinas no sólo permitieron sino que obligaron a los chicos a ver los partidos y a completar los nombres de los jugadores de los equipos en cancha con mapas, geografía, hechos históricos, cultura. El gobierno uruguayo organizó a estudiantes y a trabajadores para que la mayoría goce y aprenda del futbol, aunque el austero Presidente José Mujica prefirió no gastar en un viaje a Johanesburgo.
Las sucesivas victorias del plantel charrúa, y también sus derrotas, mostraron al mundo la recuperación de un país, “el paisito” como dicen los propios uruguayos, que se levanta después de décadas de exilio político y económico. Hace un par de lustros, la envejecida población montevideana sobrevivía a la herencia de una de las dictaduras más implacables. Eso sí, Uruguay no perdió nunca la dignidad, palabra que define a esa sociedad desde los años 20, cuando se optó por la línea de justicia social.
El gobierno firme, pero a la vez conciliador y pacifista, de Tabaré Vázquez apostó por la reconstrucción física y humana. Aunque Uruguay tiene el pueblo más educado de la región, se entregó una computadora a cada niño, inclusive al habitante del rancho más aislado. Fue conocida la historia del niño que no recibió la suya por un cambio de localidad y el propio Presidente se encargó de reparar la falla. Una política para promover la educación moderna, sin sombras de corrupción y sin discursos vacuos.
Su sucesor, Pepe Mujica, víctima de trece años de cárcel y torturas, asumió su mandato limpio del deseo de revancha. Anunció su principal tarea: mayor presupuesto para la educación. Leer, asistir al teatro, producir música, recuperar el quehacer deportivo en su esencia purificadora. En el fondo, ofrecer la oportunidad de felicidad para todos.
La selección uruguaya fue un espejo de ese trabajo, de esos ideales colectivos, quizá inconscientes, pero igualmente esperanzadores. No fue el equipo de los divos, de los millones, de los sponsor de dudosa fortuna. Fue un grupo humano que jugó con dignidad y fortaleza infinita, empezando por la serenidad del maestro, Oscar Tabárez.
Atrás quedó la imagen de los futbolistas violentos de antiguas selecciones uruguayas. Se recupera el grito: “Uruguay, Uruguay”, que la dictadura llegó a prohibir porque era símbolo de una convicción: una nación democrática, institucionalizada y humanista. Amigos sudamericanos, rivales ocasionales, la prensa internacional, hasta los desubicados comentaristas locales, rindieron honores a esta selección, a ese país.
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