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Domingo 02 de junio de 2019

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Cultural El Duende

Los cementerios mineros

02 jun 2019

Sergio Almaraz Paz - Cochabamba, 1928 - La Paz, 1968. Político, sociólogo filósofo y periodista El texto que aparece forma parte de su libro "Réquiem para una república" (1969)

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Segunda y última parte

La vida en Bolivia transcurriría en la armonía de una colectividad pobre y solidaria si su segmento parasitario se reconociera como tal, pero es el caso que ha tomado la República para sí y se siente titular de un poder que es la prolongación de ese mecanismo internacional que ha hecho del país lo que es. Hay una monstruosa realidad: quien tenga el estaño tendrá el país, pero esa posesión significa destruir a los que lo producen.

La minería es el agujero por el que se escapa la vitalidad del país. En más de tres siglos no dejó nada, absolutamente nada. Lo que se construyó a su servicio ya es inútil o pronto lo será. El comercio y la agricultura sufren sus altibajos. Los ferrocarriles sin la carga necesaria, recorren zonas que no se justifican sin los minerales. Aún ciudades como Potosí y Oruro otrora beneficiarias de la efímera prosperidad minera, se van convirtiendo en cascarones vacíos.

Los bolivianos no pueden sustraerse a la naturaleza predatoria de la minería que en el último término sería tolerable si el vaciamiento de las montañas solventase una existencia decorosa.

Los bolivianos no pueden sustraerse a la naturaleza predatoria de la minería que en el último término sería tolerable si el vaciamiento de las montañas solventase una existencia decorosa.

El locus económico de la minería es la transferencia unilateral de la riqueza, lo que en otras palabras significa que Bolivia queda inerme en el polo de la miseria. Esta condición debe entenderse como el empobrecimiento físico del país que un día no tendrá nada más que sacar de su subsuelo, como ya sucedió con la plata y en parte con el estaño, y en función de una aniquilan te dinámica de la miseria y de la violencia que no llega a la destrucción total pero produce la invalidez. Hay una diabólica fatalidad: el estaño a tiempo de darse destruye a los que 10 toman. Y no es que mueran precisamente sepultados en un socavón, la muerte está organizada burocráticamente para admitir este desenlace imprevisto y violento. La acción depredatoria no proviene de la naturaleza sino más bien de los hombres, así resulta que la silicosis y la tuberculosis son aliados de un sistema.

La pérdida de la riqueza con ser inevitable engendra una especie de fatalismo. ¡Los bolivianos son tan increíblemente modestos en sus demandas! y tienen que serlo, la historia no transcurre en vano, hay demasiadas minas agotadas, demasiados socavones silenciosos, demasiados muertos para alimentar futilidades sobre el futuro. En el norte chileno hay cementerios inexplicables. De pronto surgen en plena pampa sin rastros de poblaciones próximas. Es como si hubieran dado cita para hacerse notar solamente ellos. Se los defiende contra las arenas del desierto lo que da cierta idea de consideración por ellos. En otro tiempo había calicheras y poblaciones de trabajadores, pero tuvieron que partir y se llevaron todo, hasta los techos y las paredes de los campamentos. Quedaron los que llegaron a la última jornada. En el Altiplano los muertos son inmemoriales como que ya los había tres siglos antes del primer caído en las calicheras. Siglos de trabajo yacen congelados en Potosí, las minas del sud y del sudoeste. Allí no hay construcciones que la posteridad conserve reverente; los grandes testimonios están bajo la tierra mientras que lo precario, el hombre y sus poblaciones, quedan arriba en forma de laberínticos muros semiderruidos y cementerios abandonados.

Se acepta que la riqueza se pierda: es la resignación, el cansancio y un sentimiento de frustración profundamente clavado en el ser nacional. Pero es más difícil aceptar la inutilidad del sacrificio. Si un país no tiene otra razón de justificarse, bien podría dejar de existir. ¿Qué quedó de la minería de la plata? ¿Y lo que se debe al estaño merece la destrucción del país? Lo terrible está en la gratuidad del hecho pues descubre, en la razón última, la provisionalidad del propio país. Millones de mitayos cayeron en las bocaminas del Cerro Rico al paso que las minas de estaño ya han devorado decenas de miles de vidas de estos otros mitayos del siglo XX. La minería ha destruido más que la guerra. De hecho, es una guerra que viene durando siglos. La ceguera de este holocausto no admite estadísticas que den idea de la devastación, sólo sabemos que éste es un país aniquilado. Nadie podrá decir hasta dónde llega el empobrecimiento biológico de los bolivianos, la mortalidad infantil y la propagación de la tuberculosis. Estamos ciertos de una cosa: los bolivianos no acabamos de morir.

Ninguna política social cambiará este cuadro mientras no concluya el exilio minero. Ninguna reforma es posible porque los reformadores están atrapados en el mismo exilio, ninguna forma de "humanismo" ofenderá tanto como la miseria misma. Ya es tarde para buscar exculpaciones. Los hechos de la historia trágicamente rígidos, hicieron surgir dos condiciones irreductibles: la de los condenados reducidos al exilio y la de los que subsisten en la medida en que mantienen la condición de aquellos. Esta situación excluye el reconocimiento de cualquier "derecho" sin la destrucción previa del sistema. Muchos bolivianos honestos hasta ahora se dejaron ganar por la ilusión... Ellos también están descubriendo su verdad.

Los hombres en las minas mueren por hambre y abandono como en tiempos de la peste o la guerra, ¿quién, que sea extraño a ellos, podría hablar en estas condiciones de ponerlos en posesión su propia dignidad? Hay una dignidad Que no la han perdido, es cierto; más que de gestos dignos para los que no hay cabida cuando el hambre destruye criaturas, se trata de un sentimiento trágico, de la lúcida aceptación de una existencia irremediablemente perdida, el reconocimiento de un destino que es el exilio. Pero no hay que hay llamarse a error. No puede ser masa anulada la que es matriz sufriente de la revolución; los que pueden rescatarse a sí mismos no están perdidos. Nada tiene que ver aquí la justicia, sobre todo aquella que, lejos de la carne que sufre, es concebida en términos abstractos y con la cual las buenas gentes quieren erigirse en jueces. Se cree de buena fe que los mineros forman un sector proletario cuyas luchas pueden oscilar dentro de márgenes dados de reivindicaciones posibles. Es un error, porque en las minas la vida ha retrocedido a la última frontera; para rescatarla hay que destruir un sistema y no será precisamente el reformismo el inductor del cambio aunque fuese inspirado por hombres honestos, lo que no sucede.

Si se trata de reconocer derechos correspondería a los mineros pronunciarse en primer lugar: son las víctimas. De hecho algún día lo harán y ese día será la muerte de la República con su actual carga de miserias, o su renacimiento.

Y no se esperen gestos nobles porque el oprimido no está obligado a tener otra moral que no sea la suya; tomarla de sus opresores equivaldría a aceptar el instrumento de la opresión. Están acercándose a la verdad bajo la desnuda violencia que se desató después de noviembre de 1964. Descubrirán que nada le deben al país que no sea su miseria y que ella es la condición que Bolivia retiene para mantener una existencia artificial.

Cada vez creen menos en el país y sus hombres y están curando la primera herida con la pérdida de la esperanza reformista. Esta dolorosa aproximación a la verdad, les revelará la única condición posible de su liberación: la de confiar solamente en sus propias fuerzas. Y entonces será cuando el rencor, actualmente ausente del pecho de las víctimas, un día les hará decir "nosotros" antes que "la Patria" produciendo el último descubrimiento: el derecho al país propio y el destino elegido. Así el rencor alimentado por la verdad, devastará con las hondas destructoras de la revolución un pequeño mundo donde todo fue mezquino menos el sufrimiento.

Este que es un país desgarrado al que le predican e imponen una suerte de resignación abyecta ante la debilidad, tiene hombres fuertes que sin ostentación dan de sí mismo todo aquello que permite la permanencia de la vida; ellos mismos son ese terco, milagroso afirmarse constante de la existencia. En una amarga y silenciosa epopeya dejando rastros sangrientos se entreteje la historia de un pueblo que se obstina en llevar mucho tiempo su pesada cruz en busca de una esperanza que se llama patria.

Fin

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