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Segunda y última parte
La vida en Bolivia transcurrirÃa en la armonÃa de una colectividad pobre y solidaria si su segmento parasitario se reconociera como tal, pero es el caso que ha tomado la República para sà y se siente titular de un poder que es la prolongación de ese mecanismo internacional que ha hecho del paÃs lo que es. Hay una monstruosa realidad: quien tenga el estaño tendrá el paÃs, pero esa posesión significa destruir a los que lo producen.
La minerÃa es el agujero por el que se escapa la vitalidad del paÃs. En más de tres siglos no dejó nada, absolutamente nada. Lo que se construyó a su servicio ya es inútil o pronto lo será. El comercio y la agricultura sufren sus altibajos. Los ferrocarriles sin la carga necesaria, recorren zonas que no se justifican sin los minerales. Aún ciudades como Potosà y Oruro otrora beneficiarias de la efÃmera prosperidad minera, se van convirtiendo en cascarones vacÃos.
El locus económico de la minerÃa es la transferencia unilateral de la riqueza, lo que en otras palabras significa que Bolivia queda inerme en el polo de la miseria. Esta condición debe entenderse como el empobrecimiento fÃsico del paÃs que un dÃa no tendrá nada más que sacar de su subsuelo, como ya sucedió con la plata y en parte con el estaño, y en función de una aniquilan te dinámica de la miseria y de la violencia que no llega a la destrucción total pero produce la invalidez. Hay una diabólica fatalidad: el estaño a tiempo de darse destruye a los que 10 toman. Y no es que mueran precisamente sepultados en un socavón, la muerte está organizada burocráticamente para admitir este desenlace imprevisto y violento. La acción depredatoria no proviene de la naturaleza sino más bien de los hombres, asà resulta que la silicosis y la tuberculosis son aliados de un sistema.
Si se trata de reconocer derechos corresponderÃa a los mineros pronunciarse en primer lugar: son las vÃctimas. De hecho algún dÃa lo harán y ese dÃa será la muerte de la República con su actual carga de miserias, o su renacimiento.
Este que es un paÃs desgarrado al que le predican e imponen una suerte de resignación abyecta ante la debilidad, tiene hombres fuertes que sin ostentación dan de sà mismo todo aquello que permite la permanencia de la vida; ellos mismos son ese terco, milagroso afirmarse constante de la existencia. En una amarga y silenciosa epopeya dejando rastros sangrientos se entreteje la historia de un pueblo que se obstina en llevar mucho tiempo su pesada cruz en busca de una esperanza que se llama patria.
Fin
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