Las tÃas abuelas eran soles que alumbraban mi niñez. Un manojo de mimos con un racimo de energÃa a la hora de sentarme a la mesa y tratar de hacerme comer.
TÃa Nahir tenÃa los ojos hondos y tristes, las manos y el rostro huesudos. Era tierna y me invitaba el postre en vez del almuerzo. Miraba con seriedad a mi madre y decÃa en su tono seco: -Sólo hoy. Mañana ella va a almorzar. -Giraba su cuello largo, me miraba tiernamente y preguntaba: - ¿No es cierto hijita?
TÃa Dinah era tan jovial y risueña, abrazaba con calidez, pero jamás permitÃa que coma el postre si no terminaba la comida. Hablaba suave y amorosamente, mientras yo lloraba delante del plato servido sin la intención de probar un bocado siquiera.
Un dÃa llegó un telegrama a nuestra casa, avisando que ella habÃa partido al más allá. Tomó el lugar que tÃa Nahir habÃa reservado para sÃ.
Con su partida descubrà que existÃa un mundo invisible. Además, eterno, donde el hoy continuaba sin acabar: siempre era hoy en ese mundo y la abuela Antonieta estaba allá con otros que no conocà y con tÃa Dinah.
TÃa Dinah no cumplió sesenta años. Sólo cumplió la tradición de morir joven, tradición de las mujeres de nuestra familia que partieron sin enfermarÂ? Se fueron de repente. AsÃ, como quien abandona.
TÃa Geny, era gorda, tenÃa olor a talco de rosas y vestÃa de blanco. Me sentaba sobre sus rodillas enormes y con sus manos regordetas agarraba la cucharilla que llenaba de postre y llevaba a mi boca, sin tocar temas de almuerzo. Apenas miraba a mis padres y decÃa: -Es una niña-mientras su mano con la cucharilla llena dulce, iba y venÃa del pocillo de cristal hasta mi boca.
Una mañana, en plena primavera ella partió. Dejando a tÃa Nahir desconsolada por adelantarse a ella que tanto esperaba por ese viaje.
TÃa MarÃa tenÃa barcos, era transportista naviera. Heredó los barcos y las tierras del bisabuelo. En su sala estaban los retratos del bisabuelo Ignacio con su cabello rojizo como el fuego y los ojos verdes como el mar, y de la bisabuela Leontina con su pelo color de tabaco maduro y facciones finas y firmes que de mirarla me daba miedo, parecÃa que iba a gritarme.
TÃa MarÃa solÃa decir: - En esta casa, no hay postre. ¿Quieres un poquito de carne asada? - Sabiendo que no habÃa postre me rendÃa al olor irresistible de la carne, al sabor espectacular de las guarniciones. Hasta que ella preguntaba si yo estaba satisfecha y cuando oÃa mi respuesta sonreÃa y decÃa: - Ahora tengo una sorpresa para todos los que comieron bien: ¡Postre!
Las tÃas abuelas quedaron en el ayer, con sus cariños y sus postres azucarados.
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