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Domingo 26 de mayo de 2019

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Revista Dominical

Cuento:

Mis tías abuelas y el postre

26 may 2019

Por: Márcia Batista Ramos - Escritora - ()

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La abuela Antonieta era un retrato en la pared, que me miraba en los días tristes y ahora sigue ahí: mirándome, siempre firme como una roca sólida, recordándome que después de su vida vino la nuestra y pudimos crecer sin su abrazo, como prueba de que todo se acaba y que nadie es imprescindible. Dolorosa lección; tan dura y real como la vida misma.

Las tías abuelas eran soles que alumbraban mi niñez. Un manojo de mimos con un racimo de energía a la hora de sentarme a la mesa y tratar de hacerme comer.

En aquél entonces el tiempo era siempre hoy�

Tía Nahir tenía los ojos hondos y tristes, las manos y el rostro huesudos. Era tierna y me invitaba el postre en vez del almuerzo. Miraba con seriedad a mi madre y decía en su tono seco: -Sólo hoy. Mañana ella va a almorzar. -Giraba su cuello largo, me miraba tiernamente y preguntaba: - ¿No es cierto hijita?

Yo crecí sin entender su tristeza, después, cuando ya la vida me enseñó a mirar al otro, supe que su alma se retorcía por la partida de un hijo joven, que ella ansiaba reencontrar en el más allá.

Yo crecí sin entender su tristeza, después, cuando ya la vida me enseñó a mirar al otro, supe que su alma se retorcía por la partida de un hijo joven, que ella ansiaba reencontrar en el más allá.

Tía Dinah era tan jovial y risueña, abrazaba con calidez, pero jamás permitía que coma el postre si no terminaba la comida. Hablaba suave y amorosamente, mientras yo lloraba delante del plato servido sin la intención de probar un bocado siquiera.

Un día llegó un telegrama a nuestra casa, avisando que ella había partido al más allá. Tomó el lugar que tía Nahir había reservado para sí.

Con su partida descubrí que existía un mundo invisible. Además, eterno, donde el hoy continuaba sin acabar: siempre era hoy en ese mundo y la abuela Antonieta estaba allá con otros que no conocí y con tía Dinah.

Tía Dinah no cumplió sesenta años. Sólo cumplió la tradición de morir joven, tradición de las mujeres de nuestra familia que partieron sin enfermar� Se fueron de repente. Así, como quien abandona.

Tía Geny, era gorda, tenía olor a talco de rosas y vestía de blanco. Me sentaba sobre sus rodillas enormes y con sus manos regordetas agarraba la cucharilla que llenaba de postre y llevaba a mi boca, sin tocar temas de almuerzo. Apenas miraba a mis padres y decía: -Es una niña-mientras su mano con la cucharilla llena dulce, iba y venía del pocillo de cristal hasta mi boca.

Una mañana, en plena primavera ella partió. Dejando a tía Nahir desconsolada por adelantarse a ella que tanto esperaba por ese viaje.

Cuando me enteraba que una tía abuela partía, yo veía a mi madre triste, llorosa, y pensaba que el más allá era un lugar amarrillo con muchas sillas mecedoras colocadas en círculo, en donde las tías se sentaban y conversaban con la abuela de la foto y, como es obvio, también con otros que se fueron antes y yo no llegué a conocerlos.

Tía María tenía barcos, era transportista naviera. Heredó los barcos y las tierras del bisabuelo. En su sala estaban los retratos del bisabuelo Ignacio con su cabello rojizo como el fuego y los ojos verdes como el mar, y de la bisabuela Leontina con su pelo color de tabaco maduro y facciones finas y firmes que de mirarla me daba miedo, parecía que iba a gritarme.

Tía María solía decir: - En esta casa, no hay postre. ¿Quieres un poquito de carne asada? - Sabiendo que no había postre me rendía al olor irresistible de la carne, al sabor espectacular de las guarniciones. Hasta que ella preguntaba si yo estaba satisfecha y cuando oía mi respuesta sonreía y decía: - Ahora tengo una sorpresa para todos los que comieron bien: ¡Postre!

Después, el tiempo dejó de ser siempre hoy�

Descubrí el ayer.

Las tías abuelas quedaron en el ayer, con sus cariños y sus postres azucarados.

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