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Domingo 19 de mayo de 2019

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Cultural El Duende

La excavación

19 may 2019

Augusto Roa Bastos

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El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno. La oscuridad se adensó apenas un poco más en el angosto agujero por el que arrastraba sobre el vientre. Siguió cavando con redoblada energía; la creciente humedad que iba impregnando la tierra, lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos.

Alternándose en turnos de cuatro horas, o las que se lo permitían a cada uno sus fuerzas, los presos hacían avanzar la excavación unos cincuenta centímetros diariamente. Habían calculado que la barranca se hallaría a unos setenta metros de la celda, en línea recta. Hubieran podido ir más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada no sólo por la angostura de la galería sino también por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada.

Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en las grietas de los rincones, con lo que aumentaban la hediondez de la reclusión, pero ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada.

Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en las grietas de los rincones, con lo que aumentaban la hediondez de la reclusión, pero ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada.

Cada tantas horas, el montoncito oscuro emergía empujado por el pataleo del hombre que salía retorciéndose, semiasfixiado, cubierto de tierra, con la palidez de un muerto que consigue escapar de la sepultura. Mientras se vestía, todavía boqueando, otro se desnudaba y se metía por el agujero.

La guerra civil había concluido seis meses atrás. La perforación duraba cuatro. Entretanto, habían muerto por diferentes causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hartaban amontonados en un lugar donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.

De los diecisiete que habían tenido la ocurrencia de morirse, a nueve se los habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; cuatro quedaron en el "confesionario" de la cámara de torturas; dos enloquecieron y fueron liquidados a culatazos cuando atacaron a dentelladas a los guardias que entraban el tacho de comida. Otros dos se suicidaron, uno con la púa de la hebilla del cinturón; el otro con el plato de hojalata cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la excavación.

Estos hechos eran los que marcaban el tiempo a los sobrevivientes, más que las campanadas que caían sobre ellos a través de la piedra, del rumor intestino que poblaba la cárcel, y por las noches, a través del silencio, punteado por el silbato y los gritos de las rondas.

"¿Por qué no tocarán años en lugar de horas?", dijo uno una vez al oír el pesado rodar del reloj de la catedral, casi pegada a la cárcel. Pero esto fue al principio; luego el ritmo subterráneo y urgente, lentísimo, del túnel, ocupó día y noche toda la atención de los presos, y ya ninguno escuchó otra cosa más que ese ruidito inaudible que les iba creciendo por dentro; nadie tuvo ojos más que para el agujero, tapado durante el día con un trozo de laja, y por el que los más ansiosos respiraban ya un soplo fresco con olor a agua y sol entre el tufo a sudor, a orina, a excremento.

Un nuevo derrumbe le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. No era una simple veta de tierra reblandecida, sino un bloque compacto que llegaría hasta la superficie, acaso todo un cimiento.

No le quedaba más recurso que cavar hacia adelante. Cavar con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas hasta donde pudiese. A lo mejor no eran diez metros los que faltaban: tal vez eran veinte días de zapa lo que aún lo separaba del boquete salvador en la barranca del río. Tal vez eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia. Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz.

Pero estaba absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacia en ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando de las unas y en las yemas heridas por la tosca.

De pronto pareció alejarse un poco. Manoteó en el vacío: era él quien estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo, en la tierra densa y voraz que lo empezaba a comer aún vivo y caliente. Se debatió enloquecidamente procurando avanzar, pero sus piernas ya sin remedio formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía ese ahogo que le iba petrificando el aliento.

Dejó de moverse, de luchar inútilmente. Sintió que la cabeza le crecía, que se le volvía más grande que el cuerpo, a punto de estallar, comprimida por el reducto que se iba achicando, mientras la oscuridad se llenaba de un revuelto chisperío como gusanos de luz. Pero entonces la tortura se le transformó en algo parecido a una desesperada delicia. Empezó a retroceder, a deslizarse como por una rampa, en un vértigo, hacia aquella otra excavación en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo: un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso, y que se repetía sin embargo contra ese fondo de noche en todos sus detalles.

En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacía seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus posiciones, cambiaban tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre las trincheras exteriores. En las pausas de ciertas noches, en lugar de metralla canjeaban música y canciones. En una de esas pausas cayó la orden de abrir la mina que debía salir detrás de las fortificaciones bolivianas.

Las compañías de zapadores trabajaron sin descanso, y en poco más de una semana la galería quedó abierta. Unas horas después de haberse apagado los últimos rasgueos de guitarras y arpas, el volcán entró en erupción con lava de metralla, de granadas, de abuses de morteros, hasta arrasar las posiciones enemigas.

En la noche sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado, formaron dos silencios idénticos, sepulcrales, latientes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido una mutación apenas perceptible. Todo estaba igual, salvo los restos de la espantosa carnicería, que a lo sumo había añadido un nuevo detalle a la decoración del paisaje nocturno brillando entre el polvo.

Vio, un segundo antes del ataque, a los enemigos sumidos en el sueño del que no despertarían, eligió a sus víctimas, abarcándolas con el gritar aún silencioso de su automática. Sobre todo a una de ellas: un muchacho que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Y entonces vació su cargador sin parar, hasta que el arma recalentada se le atascó. La arrojó a un costado y continuó lanzando granadas de mano, hasta que se le durmieron los brazos.

Lo más extraño de todo era que mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado visiones de otros hechos reales y ficticios, que aparentemente no tenían entre sí ninguna relación y acentuaban, en cambio la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó en el escapulario carmesí de su madre en la mariposa de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero. A través de las ráfagas vio venir por la calle de su casa, en Asunción a un grupo de normalistas y entre ellas a su hermana María Isabel.

La vio después llevando una de las banderas de la manifestación estudiantil que estaba siendo ametrallada en los jardines del palacio de gobierno; la vio caer de bruces sobre el césped y quedar quieta, abrazada a la bandera, con la cabeza oculta entre los canteros de flores. Estos parpadeos de su imaginación duraron todo el tiempo.

Se vio chapotear de regreso en un estero de sangre que exhalaba un vaho rojizo en la madrugada.

El túnel del Chaco y este túnel, que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él había comenzado a cavar y que él ahora iba a concluir, eran el mismo túnel: un único agujero recto y negro. Aquella noche malva del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres, había mentado una salida. Con el último aliento la volvía a vivir. Sólo ahora avistaba el boquete enceguecedor.

Se vio saliendo por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvía a sentir la automática caliente en sus manos, volvía a descargar ráfaga tras ráfaga, granada tras granada. Vio la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total; las reconoció en un brusco fogonazo, y se estremeció: esas ochenta y nueve caras de sus víctimas eran las de sus compañeros de prisión.

Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más: se vio entre esos muertos. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba.

Vio nítidamente al soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora mientras se retorcía en una pesadilla, de seguro semejante a la suya. Vio que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo, que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.

Los presos de la celda 4 (llamada Valle-í), a la noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondaron con sus ojos la noche del patio. Encontraron los pasillos y corredores inexplicablemente desiertos.

Avanzaron. No encontraron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron.

Al aspirar la primera bocanada de aire fresco, enceguecidos, paralizados por la repentina lumbrarada de los reflectores, los abatió en masa el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.

Al otro día la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel, menos uno que consiguió huir. El comunicado de la policía pudo mentir con la verdad.

Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas nacionales y extranjeros fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada de la celda. La evidencia anulaba un detalle: la inexistente salida, que nadie pidió ver.

Poco después el agujero fue cegado con piedras, y la celda 4 (Valle-i) volvió a quedar abarrotada.

Augusto Roa Bastos. Paraguay, 1917-2005. Escritor, periodista, guionista

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