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Domingo 07 de abril de 2019

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Cultural El Duende

Onetti o la soledad de un escritor

07 abr 2019

Alfredo Bryce Echenique

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Enrico Cicogna me habló por primera vez de él. Este notable traductor italiano volvía de Madrid y había hecho escala en París. Las tardes las pasaba en mi casa, contándome cosas de Juan Carlos Onetti. El pobre Enrico se sentía realmente muy mal. Por acompañar a su queridísimo amigo en su encierro oscuro y en lo de su aparato para beber vino sin interrumpir la lectura o la conversación había empinado el codo de una manera totalmente desacostumbrada para él. Lo quería y admiraba tanto a Onetti, pero realmente no sabía si podría soportar una nueva visita a su departamento de Madrid. En el fondo, sin embargo, Enrico quería volver y hasta llegó a pedirme que lo acompañara en su próxima visita. Yo podría cuidarlo, no dejarlo caer hasta tal punto en la que el poeta y crítico Saúl Yurkievich llamó "el hueco voraz de Onetti". Yo me resistía. No quería molestar a un hombre que, lentamente, se había ganado el derecho a la soledad.

Poco después, el gran Enrico murió en Milán y supe que ya no tendría que molestar a un maestro. Pero, un día, una de mis alumnas de París me dijo que no podía avanzar en su tesina sobre Onetti sin hablar con él. Le dije que Onetti era algo así como un ogro buenísimo, al que jamás se debía molestar. La chica, insistió y le dije que bueno, que fuera a Madrid, que intentara una cita con Onetti, pero que, por favor, a mí no me mencionara para nada.

Poco después, el gran Enrico murió en Milán y supe que ya no tendría que molestar a un maestro. Pero, un día, una de mis alumnas de París me dijo que no podía avanzar en su tesina sobre Onetti sin hablar con él. Le dije que Onetti era algo así como un ogro buenísimo, al que jamás se debía molestar. La chica, insistió y le dije que bueno, que fuera a Madrid, que intentara una cita con Onetti, pero que, por favor, a mí no me mencionara para nada.

Cuál no sería mi sorpresa: un Onetti amabilísimo le había dedicado horas enteras, toda una tarde, y la había ayudado muchísimo en su trabajo. Y además me mandaba saludos, sin conocerme, y me pedía que, si algún día iba a Madrid, me cayera por su casa. Pero no lo hice nunca, a pesar de que hubiera sido hermoso dedicarle una buena charla a la memoria de Enrico Cicogna.

En 1979 vi a Onetti por primera vez en mi vida y no estaba como para que nadie lo molestara. Fue en un congreso literario en Canarias y al maestro le había tocado encontrarse ante el único asiento vacío de un ómnibus, nada menos que con Juan Rulfo, otro maestro. El ómnibus no podía partir porque los dos maestros insistían en seguir cediéndose el asiento; cuando subió un pobre despistado vio el sitio libre y se instaló tan campante. El maestro uruguayo realmente casi lo mata.

Y desde entonces sólo me ha quedado imaginar a Onetti a través de su obra. Me quedo con cada una de ellas, porque aunque nada stendhaliano, con este extraordinario escritor uruguayo sucede lo mismo que con Stendhal: uno no se deleita leyendo tal o cual libro de Stendhal o de Onetti; uno se deleita leyendo a Stendhal y a Onetti y punto. Los libros del uruguayo son dolorosos y tiernos, nocturnos y duros. Son libros sin medio ambiente, sin paisaje, sin geografía. Todo en ello mana del alma de los personajes, de una sórdida angustia terriblemente lúcida. Los personajes de Onetti deambulan por un espacio deshabitado y sin pasado, sin historia y sin futuro. De sus corazones sin fe brotan sin embargo palabras muy tiernas, palabras que describen el itinerario de un escritor de fondo.

Largo es el deambular sin sentido de estos personajes abandonados hasta por el narrador. Onetti desaparece en sus libros, o en todo caso de él no queda más que el espíritu. Lo suyo es un modo de ser del que por consecuencia se llega a un temple de ánimo no visto como consecuencia, sino como actitud.

Onetti representa, desde El pozo (1939), su primera novela, una nueva actitud del hombre en su circunstancia. Toda enorme dificultad de ser algo genuinamente latinoamericano, en medio del escepticismo de una generación sin fe, angustiada ante problemas sociopolíticos que se vienen en un retiro absoluto, con la conciencia de la realidad inauténtica que condiciona una limitación existencial:

"Me aparté enseguida y volví a estar solo. Es por eso que Lázaro me dice fracasado. Puede ser que tenga razón; se me importa un corno, por otra parte. Fuera de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un pasado antiguo y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística de nosotros. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos".

El amor, aun cuando se adora a alguien, es algo a lo cual no se le puede dar una espalda dormida en el lecho común. Laten la traición y el desengaño, alguien va a dar una terrible puñalada siempre, en algún momento. Aunque la muerte no sea cosa temible porque mucho peor es la vida: "El amor es maravilloso y absurdo e, incomprensiblemente, visita cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y los que lo son es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden (�) Y si no se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos".

Recuerdos cuando les leía estas cosas a mis alumnos, en París. Se crispaban. Movían negativamente la cabeza. Pero yo les pedía confianza y los mandaba a leer Juntacadáveres, El astillero, La vida breve y los maravillosos cuentos de Onetti. Entonces era yo quien reaccionaba crispado y moviendo quejosamente la cabeza. Todos querían trabajar sobre Onetti. Querían hacer su tesina, primero, y luego hasta un doctorado. Bueno, ¿pero no les interesaba ningún otro autor? ¿No les había hablado yo de muchos otros grandes escritores? Bueno, sí, pero�

Y es que habían descubierto la nocturna ternura y la pena sin nombre, la gratuidad del mundo que los personajes de Onetti construyen sobre y contra la nada. El escepticismo como virtud que nos permite ver la miseria sobre la cual nos levantamos. Las cosas que se esconden en las cosas. Ese deambular de los personajes de Onetti hasta llegar al fondo de la noche. Alguien, en algún lugar de Montevideo, Buenos Aires y Madrid, había asumido la total soledad de un escritor de fondo. Y mis alumnos amaban la literatura.

Lo acabo de recordar: volví a ver a Onetti una vez más. Fue en la Sorbona. Una sabia pedagoga lo explicó "todo" sobre "la suma onettiana" al presentar con asombrosa pedantería a un hombre cansado. Por fin se calló y le dio la palabra "al gran maestro Juan Carlos Onetti". Pero el gran maestro optó por el más absoluto silencio. ¡Cuánto me reí! Nadie logró sacarle una sola palabra. Gocé mucho y hasta ahora me jacto de haber asistido como si adivinara lo que iba a suceder con Onetti esa noche en la Sorbona. Y de haberme tomado un tinto en su honor, de regreso al mismo departamento en que Enrico Cicogna me habló por primera vez de su amigo Onetti.

De: La Nación

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