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Domingo 10 de marzo de 2019

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Revista Dominical

Crónicas de 20 años en Oruro

10 mar 2019

Por: Mario Hugo Peláez

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Nací en San Salvador de Jujuy-Argentina, en septiembre de 1936. Con apenas un año de vida, mis padres se trasladaron a La Quiaca, frontera con Villazón -Bolivia, y ahí viví toda mi infancia hasta culminar mis estudios primarios en el año 1949.

Al no existir en La Quiaca un colegio secundario, mi padre decide enviarme a Oruro-Bolivia, donde él tenía familia, contrario a mis pretensiones de querer estudiar en San Salvador de Jujuy.

En el mes de febrero de 1950, llegó el aciago día que yo tanto temía: separarme definitivamente del seno de mi madre, hacia mi nuevo destino, Oruro, y desde ese entonces jamás volví a convivir con ella hasta su muerte.

Desde el mismo instante de mi partida hubo muchas primeras veces para mí, primera vez que me separaba de mi madre, que viajaba en tren, que abandonaba mi pago, que conocía una ciudad, nada comparable con mi humilde pueblo, con sus calles pavimentadas, su multitud de vehículos, casas de dos pisos que en La Quiaca no se conocían, en suma, quedé impresionado por mi nuevo destino. Primera vez que conocía a la familia de mi padre: abuelos, tíos, primos, quienes se prodigaron en darme una afectuosa bienvenida, para borrar la tristeza que se reflejaba en mi rostro. Ese fin de semana, como habitualmente acostumbraban, organizaron una pequeña fiesta familiar y ahí conocí por primera vez un diminuto instrumento ejecutado por mi padre, cuyas melodías cautivaron mi atención en un cien por ciento. En ese preciso instante me hice la promesa de aprender a tocarlo, me refiero a la concertina.

Desde el mismo instante de mi partida hubo muchas primeras veces para mí, primera vez que me separaba de mi madre, que viajaba en tren, que abandonaba mi pago, que conocía una ciudad, nada comparable con mi humilde pueblo, con sus calles pavimentadas, su multitud de vehículos, casas de dos pisos que en La Quiaca no se conocían, en suma, quedé impresionado por mi nuevo destino. Primera vez que conocía a la familia de mi padre: abuelos, tíos, primos, quienes se prodigaron en darme una afectuosa bienvenida, para borrar la tristeza que se reflejaba en mi rostro. Ese fin de semana, como habitualmente acostumbraban, organizaron una pequeña fiesta familiar y ahí conocí por primera vez un diminuto instrumento ejecutado por mi padre, cuyas melodías cautivaron mi atención en un cien por ciento. En ese preciso instante me hice la promesa de aprender a tocarlo, me refiero a la concertina.

De los veinte años que me cupó vivir en Oruro, al que considero mi pago adoptivo, guardo hermosos recuerdos imperecederos, grabados en el fondo de mi corazón, y que hoy los recuerdo con mucha nostalgia. Sería imposible abarcar en tan poco espacio las innumerables vivencias, felices, por cierto, a lo largo de dos décadas de estada, de ser parte de su vida cotidiana en esa ciudad del Pagador.

A las pocas semanas de mi llegada, fui testigo ocular de un acontecimiento digno de admirar. Me refiero al Carnaval de Oruro, no podía dar crédito a tanta fantasía, me parecía estar viviendo en el país de las maravillas. La policromía de los uniformes de las distintas comparsas. La coreografía de sus bailes al compás de alegres ritmos musicales despertaba el entusiasmo de la multitudinaria concurrencia local y de los miles visitantes del interior del país. En ese entonces, la entrada empezaba en horas de la tarde y el recorrido era por la 6 de Octubre, la Bolívar, la Avenida Cívica hasta rematar en la Iglesia de la Virgen del Socavón.

Me inscribí en el Colegio Aniceto Arce y el día de la inauguración del año lectivo, escuché por primera vez el Himno Nacional Boliviano. Tibias lágrimas rodaron por mis mejillas, recordaba mi escuelita y cantaba en profundo silencio el Himno Nacional Argentino.

Así fueron pasando los días, semanas, meses, adaptándome al estilo de vida de mi flamante familia. Incorporaba a mi gusto sus comidas, su música, su historia, apasionante, por cierto, y su dialecto, el quechua, obligado por las circunstancias, ya que en las reuniones de amigos alternaban el castellano con el quechua.

Llegaron las fiestas patrias del mes de agosto que se prolongaban por tres días consecutivos, desde el día 5 al 7. Por primera vez vi concentrado a toda la comunidad estudiantil, que conformaba una marea humana de jóvenes y niños, quienes con verdadera unción cívica desfilaban frente al altar patrio. La emoción me embargaba cuando mi colegio pasaba con parada militar con nuestro uniforme de pantalón, camisa y birrete kaki que arrancaban el aplauso del público presente. Me sentí orgulloso de ser parte de ese maravilloso espectáculo. Debo confesar también que el uniforme del Colegio Nacional Bolívar, con su pantalón blanco, saco negro y gorra militar era del agrado del público.

Tuve otras experiencias menores hasta fin de año que no viene al caso narrar.

En el año 1951 el ciclo se repetía y ya no había nada que me sorprendiera.

En la Semana Santa del año 1952, El Gobierno decretó asueto solo el jueves y viernes Santo, contrario a la costumbre de gozar de una semana de asueto escolar. Los estudiantes se declararon en rebeldía y no estaban dispuestos a perder un derecho adquirido.

Por disposición de la FES, los alumnos de cursos superiores se organizaron para no permitir la entrada a los respectivos colegios, el gobierno departamental a la vez desplegó a la fuerza policial para desbaratar a los revoltosos. Fueron tres días de enfrentamiento entre estudiantes y policías, pero más pudo la rebeldía de los estudiantes que se dieron el gusto de no ir a clases.

El Jueves Santo, cerca del mediodía, yo estaba por casualidad en la plaza, y de la Policía que está junto a la Prefectura, salía una multitud gritando desaforadamente vivas al MNR. En la plaza habían tomado de rehén al Comandante en jefe del Regimiento Camacho, con él a la cabeza bajaron por la Bolívar cantando a pleno pulmón el huayño que los identificaban: "Viva el Movimiento/ gloria a Villarroel/ a Paz Estenssoro/ le espera el poder." Llegaron hasta la regional sobre la Velasco Galvarro, donde se hicieron de algunos armamentos. Continuaron por la misma calle hasta la línea del ferrocarril San José-Oruro, y llegaron a la esquina de la calle La Paz. Lo impresionante de este pequeño periplo de los revolucionarios, desde la Policía hasta la esquina del cuartel, fue cómo la columna que había comenzado con apenas un centenar de manifestantes, llegó a incrementarse en progresión geométrica hasta llegar a formar una masa humana de casi mil personas. Allí dispusieron que el grueso de la columna rodeara el cuartel, y los dirigentes, junto al Comandante en Jefe del Ejército, fueron hasta la misma puerta del regimiento para intimar la rendición incondicional. Según se supo después, el Comandante les dijo a los dirigentes: "Muchachos, que no haya derramamiento de sangre entre hermanos, permítanme que yo entre y dispondré la rendición", craso error de los dirigentes, apenas ingresó, dispuso abrir fuego a matar, produciéndose una verdadera carnicería, y comenzó la revolución. Tengo tantas anécdotas de este hecho, que sería muy extenso de narrar y solo me voy a referir al resultado final de esta revolución. La balacera duró todo el día y toda la noche, produciéndose una tensa calma al amanecer del día viernes, la revolución había triunfado. El Comandante que ordenó la masacre del día anterior, huyó por un boquete que hicieron en la pared norte del cuartel.

De alguna manera, los revolucionarios se enteraron que el Regimiento asentado en Challapata, venía en tren hacia Oruro, sin percatarse del final de la contienda. Los revolucionarios se apostaron a ambos lados de la vía del ferrocarril, a la altura del cementerio. Cuando el tren ingresaba a la ciudad, los revolucionarios abrieron fuego, produciéndose una verdadera masacre. Después se supo que el Comandante del Regimiento de Challapata lanzó esta célebre frase: "Voy a embarrar mis botas con sangre movimientista".

Egresé del colegio el año 1955 e ingresé a la Facultad Nacional de Ingeniería al año siguiente. En el mes de septiembre del 56, fui llamado al servicio militar obligatorio, con ese pretexto abandoné mis estudios y el día 20 de octubre conocí por primera vez mi ciudad natal, San Salvador de Jujuy.

En el año 1958 retomé mis estudios en la facultad. Para ese entonces yo ya dominaba perfectamente la concertina y ese mismo año formamos el Conjunto Universitario junto a Livio Cuéllar, también de la Facultad de Ingeniería, Dulfredo Villarreal, de Ciencias Económicas, ambos ejecutaban la guitarra y Celestino Campos, en charango. De las innumerables actuaciones que realizamos, me voy a referir solo a una, fue cuando llegó a Oruro el Cantor de los Cien Barrios Porteños, Alberto Castillo. Nos contrataron para hacer el relleno en el teatro Imperio. Después de la actuación, ya en los camarines, los integrantes de la orquesta y el propio Castillo se mostraron entusiasmados por el diminuto instrumento que lo bautizaron con el nombre de "el hijo del bandoneón". Como un homenaje a los ilustres visitantes, tocamos los tangos: Tomo y obligo, Fumar es un placer, el tango boliviano Illimani y para rematar tocamos La Cumparsita. Para nosotros fue una noche inolvidable por los elogios de que fuimos objeto.

En el año 1966 egresé de la facultad y el conjunto se disgregó, cada uno tomó un rumbo diferente, yo me fui a Huanuni, Villarreal a Santa Cruz, Celestino Campos a La Paz y Livio Cuéllar se quedó en Oruro.

Finalmente, en enero de 1970, ya con esposa y dos hijos, regresé definitivamente a mi pago natal donde actualmente vivo.

A pesar de la distancia que nos separaba, las huellas de nuestra amistad, siempre estuvieron vigentes. Como mis raíces estaban en Bolivia, yo viajaba ocasionalmente a La Paz, a Sucre o a Santa Cruz de la Sierra, donde se encontraban mis amigos. En el año 2005, después de casi cuarenta años, cumplimos nuestro sueño de reencontrarnos en Santa Cruz de la Sierra, ya todos veteranos y peinando canas. No existen palabras para describir la emoción que nos embargaba por tan feliz acontecimiento.

Para tus amigos: