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Domingo 24 de febrero de 2019

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Cultural El Duende

El ensayo literario, el diletantismo biográfico y la función crítica de la ironía

24 feb 2019

H. C. F. Mansilla

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La compleja relación entre los géneros literarios, el fenómeno del diletantismo y la función crítica de la ironía no puede ser agotada en un breve artículo como el presente. Pero creo que nos podemos acercar a este tema mediante unas reflexiones desordenadas que incluyen a algunos autores clásicos. En uno de sus textos más hermosos, Theodor W. Adorno afirmó que el ensayo es un género mixto situado entre la creación artística, el debate de problemas morales y la reflexión teórico-filosófica. Este tipo de escritura, muy usada por los diletantes, no ha sido favorecido ni por la tradición ni por el prestigio que otorgan las instituciones y los eruditos porque, según Adorno, el ensayo se dedica a menudo a asuntos particulares e individuales (los aspectos de la no-identidad, como él los nombra mediante un concepto oscuro y difícil), dejando de lado los grandes temas de la filosofía y de la literatura clásica. Aquí yo intento rescatar la idea de un género mixto, combinando modestamente mis experiencias personales con reflexiones en torno a cuestiones que pretenden ser universales.

La compleja relación entre los géneros literarios, el fenómeno del diletantismo y la función crítica de la ironía no puede ser agotada en un breve artículo como el presente. Pero creo que nos podemos acercar a este tema mediante unas reflexiones desordenadas que incluyen a algunos autores clásicos. En uno de sus textos más hermosos, Theodor W. Adorno afirmó que el ensayo es un género mixto situado entre la creación artística, el debate de problemas morales y la reflexión teórico-filosófica. Este tipo de escritura, muy usada por los diletantes, no ha sido favorecido ni por la tradición ni por el prestigio que otorgan las instituciones y los eruditos porque, según Adorno, el ensayo se dedica a menudo a asuntos particulares e individuales (los aspectos de la no-identidad, como él los nombra mediante un concepto oscuro y difícil), dejando de lado los grandes temas de la filosofía y de la literatura clásica. Aquí yo intento rescatar la idea de un género mixto, combinando modestamente mis experiencias personales con reflexiones en torno a cuestiones que pretenden ser universales.

Aprendí mucho acerca de la dialéctica entre estilo literario e ironía, entre diletante y artista leyendo a mi admirado Stefan Zweig, por ejemplo cuando se refiere a Giacomo Casanova. El diletante, cuya encarnación sublime fue este notable escritor, aventurero e impostor, cambia rápida y alegremente de ambientes, ciudades, clases sociales y mujeres, conoce la inmensidad del mundo y la voluptuosidad de la existencia. Casanova interpretó el mundo desde el brillo de los salones aristocráticos y la seda relumbrante de las grandes damas, y yo desde la penumbra de mi celda monacal y mi existencia gris. Y así, con pesar inextinguible, los filósofos creemos que vemos el mundo clara y fidedignamente. Qué ilusión� Los diletantes, asevera por su parte Theodor W. Adorno, tienen el mérito de suspender la división habitual del trabajo. Su independencia genera la envidia de los que tienen que trabajar en profesiones bien definidas y por ello altamente delimitadas, lo que empobrece su percepción del mundo. De todas maneras: con qué facilidad alcanzó Casanova sus metas, digo yo con alguna irritación y con indignación fingida, hasta que la ancianidad le impidió la utilización continuada de sus pequeñas astucias. Giacomo Casanova, personaje que siempre me interesó mucho, hizo en sus Confesiones un inventario de las mujeres que sedujo, y ello, pese a la crítica feminista, es algo más entretenido que la fría y seca teoría de cientos de pensadores serios y profundos. Y lo principal: la continuada reputación positiva de las Confesiones de Casanova se debe, por supuesto, a la crítica social, a las observaciones punzantes sobre temas políticos y a su certero diagnóstico sobre la declinante autoridad intelectual y moral de la Iglesia Católica que también se encuentran -de modo disperso y literariamente muy eficaz- entre una aventura galante y otra.

En todo sentido, Casanova estaba en una mejor situación que nosotros en el siglo XXI: sus memorias son Confesiones -título de su única e inmensa obra- de una extraordinaria honestidad, en las cuales este diletante pinta un panorama veraz y fiel de su época y de su persona, tan similar en sus simpatías y en sus vicios al ciudadano común y corriente. Hay pocas cosas tan difíciles de soportar como una descripción sincera y verídica de una sociedad. De ello proviene la mala fama de Casanova en medios religiosos y obviamente gente que no ha leído sus escritos. Después de todo, la vida de Casanova fue una obra de arte de principio a fin: fulgurante, entretenida, llena de anécdotas, rebosante de observaciones agudas en torno a los poderosos, a las mujeres bellas y a los traficantes de la fe. Lo último es lo más logrado. Y durante mucho tiempo fue una existencia en el centro de la atención social en la segunda mitad del siglo XVIII. Casanova no escribió sus Confesiones como un acto de expiación, sino para brindarse alivio en las amargas horas de la senectud y la soledad, reavivando los recuerdos de sus éxitos y sus momentos felices.

La vinculación entre los géneros literarios, el fenómeno del diletantismo y la función de la ironía se puede estudiar en el Homo ludens de Johann Huizinga. Me impresionó vivamente. El hombre que juega es aquel que evita exitosamente la fragmentación de la vida moderna. Friedrich Schiller lo vislumbró: el hombre contemporáneo ya no tiene afición por aquellas acciones que no tienen metas materiales inmediatas o que no persiguen una meta instrumental clara. Tampoco comprende esta dimensión. El juego, en cambio, es el camino que nos conduce desde las coerciones de la naturaleza hasta la cultura que nos puede brindar formas de libertad. El juego es el fundamento del arte. Por ejemplo: el sexo puro es culturalmente estéril porque tiene carácter tautológico: reproducimos las constricciones naturales y nos sometemos ciegamente a ellas. Pero el arte erótico nos brinda autonomía, creatividad y hasta un sentido existencial que traspasa la fragilidad y futilidad del instante. No se obtiene este resultado cuando el juego erótico se convierte en desenfreno, cuando se lo practica con un sentimiento apocalíptico, cuando parece que es la última vez. En este caso, como sucede a menudo, sobreviene realmente la desgracia sólo vislumbrada al comienzo.

Y esto se relaciona con la temática de los recuerdos: las dos porciones más bellas del erotismo son la anticipación imaginada y el recuerdo posterior. De manera similar los textos escritos son el asilo más seguro y confiable de los recuerdos. Séneca afirmó en De brevitate vitae: el recuerdo es el único paraíso, del cual nadie nos puede expulsar. Los recuerdos son el único espacio de la vida, sagrado e intocable, que se halla por afuera de los golpes del destino y las maldades de los hombres. Ni la necesidad, ni el miedo, ni las enfermedades nos pueden quitar este dominio nuestro.

Ingresando al tema de la ironía: durante décadas he leído a los moralistas franceses: Montaigne, La Rochefoucauld, Chamfort, Voltaire y otros menos conocidos. Constituyen una de las cumbres absolutas de la literatura universal. Pienso que los pensamientos tan severos y ásperos de muchos filósofos, como San Agustín, tienen que pasar por el tamiz de la ironía, pues en el siglo XXI no se puede seguir con facilidad el desabrido camino de la virtud que propugnan algunos de los grandes pensadores clásicos. Leyendo a un marxista, Georg Lukács, abracé la idea de que la ironía es el camino al conocimiento de uno mismo. Es la concepción elegante y sutil que las élites han cultivado acerca de sí mismas desde el Renacimiento. Y en nuestra época, de acuerdo a Lukács, la ironía sería "la libertad más alta que resulta posible en un mundo sin Dios". Anclado en mi casa de La Paz a partir de 1983 -con muchas ausencias-, empecé a cultivar el ejercicio de la ironía junto con las virtudes de la melancolía y la tristeza, sin exageración y sin quejarme demasiado. Dice Hans Magnus Enzensberg: lamentarse estropea el estilo.

Hablando de la ironía -un asunto generalmente triste- incluyo una reflexión en torno a la pregunta: ¿Por qué me gustan los libros deprimentes, las historias tristes, los destinos consagrados al fracaso? ¿Por qué nunca me adscribí al optimismo histórico de Marx o de Marcuse? ¿Por qué leí con delectación el voluminoso tratado de Karl Schlögel El siglo soviético? Todas estas obras tienen, según mi modesta opinión, un elemento de sinceridad, un propósito de hacer justicia a las víctimas de los experimentos históricos alumbrados por el marxismo. En suma: un impulso de buena fe, algo que se va perdiendo en el mundo contemporáneo. Siguiendo ese ímpetu ético en los años siguientes desarrollé una cierta predilección por la obra del escritor austriaco Joseph Roth, cuyos libros destilan melancolía y una fina ironía en cada página. A primera vista parece un novelista consagrado a temas superficiales y frívolos. Algo similar pasa con Marcel Proust. Durante el día ambos autores llevaban una vida convencional, con muchas "obligaciones" sociales, sobre todo en el caso de Proust. Pero de noche -lo que me gusta de ellos- escribían durante largas horas, erigiéndose en jueces de aquella vida superficial y frívola que llevaban de día, es decir: en críticos eximios de su tiempo, descubriendo la naturaleza de su época en los detalles efímeros y circunstanciales de existencias por demás prosaicas, detalles que ellos sabían convertir en signos claros del destino humano. Roth, un hombre depresivo, llevaba una vida indisciplinada y se suicidó con el alcohol, pero cuando se sentaba a escribir lo hacía con una exclusiva consagración al arte y con una entrega total a los valores éticos y estéticos, es decir: con absoluta claridad mental y con el sentido de un deber superior, que debe ser satisfecho hasta en los pormenores ínfimos del estilo y de la construcción literaria. Para mí estamos ante un ejemplo hermoso de una existencia estoica, que se sabe condenada al sufrimiento permanente y a una muerte temprana, a no gozar de los placeres de la vida, pero que, al mismo tiempo, quiere entregar lo mejor de sí a una posteridad incierta y tal vez ingrata. Leí con mucho agrado su novela La marcha de Radetzky, que narra con cariño la declinación del Imperio Austro-Húngaro, pero sin omitir los aspectos negativos de esa gran construcción histórico-política que duró siglos. Hay una breve pieza musical con el mismo nombre del compositor austriaco Johann Strauss: es la misma combinación de ligereza y elegancia, de alegría y pasión, con el trasfondo melancólico y nostálgico de algo que se desmorona inexorablemente, sin que los esfuerzos racionales sean suficientes para detener la catástrofe que todos vislumbran, pero que no pueden evitar.

Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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