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Domingo 10 de febrero de 2019

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Cultural El Duende

Herencias de la literatura boliviana

La rebelión de Oruro

10 feb 2019

Fragmento de la novela "El 10 de Febrero" por el escritor, docente e historiador Marcos Beltrán Ávila (Oruro, 1881 - Cochabamba, 1977)

Don Jacinto Rodríguez, montado en su caballo recorría todos los ingenios cercanos al suyo, reclutando gente sin distinción de ninguna clase e incitándola a sublevarse. Formaban un total de doscientas plazas que se habían decidido a pelear contra las autoridades. Sin embargo, unos se ocultaban, otros huían, porque sabían lo que era estar en contra de las autoridades establecidas.

Los doscientos hombres que Rodríguez había podido reunir, formaban un batallón, conjunto de mestizos, negros e indios armados todos indistintamente de hondas, garrotes, algunas escopetas, lanzas y cuchillos.

Rodríguez daba órdenes a sus oficiales, en tanto que la gente se ocupaba de comer y beber a sus expensas. Eran las seis de la tarde.

A esta misma hora se reunieron algunos españoles en la casa de Endeyza.

Durante el día celebraron consejo todos estos acaudalados y resolvieron juntar sus tesoros y defenderlos mientras hubiese una ocasión para huir a Potosí.

Efectivamente, la casa de Endeyza era una casa fortaleza y a propósito para hacer una defensa en grande.

Era de dos pisos y con tres frentes, uno de ellos daba a la plaza del Regocijo donde se corría a los toros. El piso bajo contenía salones espaciosos ocupados con mercaderías y en una de estas secciones estaba la tienda de comercio de Endeyza cuya puerta era fornida. La puerta de calle, bien segura y guarnecida con fierros, era difícil flanquearla. El piso de arriba estaba ocupado por más de cuarenta españoles, uno de los salones era la sala de armas que ellos habían formado. A las seis de la tarde de aquel día se ocupaban algunos españoles de fortificar mejor la casa.

Era de dos pisos y con tres frentes, uno de ellos daba a la plaza del Regocijo donde se corría a los toros. El piso bajo contenía salones espaciosos ocupados con mercaderías y en una de estas secciones estaba la tienda de comercio de Endeyza cuya puerta era fornida. La puerta de calle, bien segura y guarnecida con fierros, era difícil flanquearla. El piso de arriba estaba ocupado por más de cuarenta españoles, uno de los salones era la sala de armas que ellos habían formado. A las seis de la tarde de aquel día se ocupaban algunos españoles de fortificar mejor la casa.

La noche se aproximaba, los vecinos se preguntaban unos a otros qué es lo que sucedía, unos decían: -Los indios van a saquear el pueblo; otros: -¿Van a cambiar a las autoridades sublevándose? ¿Quién será el corregidor? ¿Quién será el cabecilla? -preguntaban-. Es don Sebastián Pagador, explicó uno. -¿No habéis sabido lo que ha dicho en la plaza ayer y hoy? -Sí, lo sabemos bien. -Ese hombre me gusta. -Es un valiente, comentaban.

Con todo, los vecinos apostados en sus puertas de calle, demostraban inquietud: mientras unos caminaban preocupados y otros corrían en distintas direcciones. En este estado de ánimo se oyó una algazara y los pututos que hacían un ruido lúgubre y aterrador.

Todos gritaban ¡Los indios! ¡Los indios! -y aseguraban las puertas unos, y otros salían a las esquinas, y por todas partes se veían remolinos de gentes aterrorizadas. Todos creían que los indios invadían la Villa.

Se oía el clamor más cercano; en esto sonó la campana de la iglesia Matriz que tocaba a rebato; los policiales en vano trataron de saber quién había tocado; fue imposible.

Al tañido de la campana se vio por las calles hombres que caminaban a toda prisa encapotados, con sombreros de alas anchas y cada uno llevaba un arma debajo de la capa.

En la plaza todos los gendarmes se colocaron en sus puestos a la voz de sus capitanes y oficiales.

El ruido de los pututos de los indios se oía por dos extremos opuestos de la Villa, entonces aumentó el espanto.

Las madres figuraban ver ya a sus hijos en manos de los indios; las esposas a sus esposos; todo un cuadro aterrador les presentaba su imaginación y cada uno sentía los dolores del martirio recibidos de manos de los indios; todo era confusión, sollozos y llanto en los hogares. Las madres abrazaban a sus hijos, a los seres queridos y se llamaban unos a otros para echarse en brazos y llorar angustiados, demostrando sus semblantes, el terror que sufrían sus espíritus.

La mayor parte de las calles alejadas del centro quedaron silenciosas; una que otra cabeza sobresalía de las ventanas; solo los perros aullaban.

No había tal invasión de indios, eran invenciones que intencionalmente se dieron a circular desde la mañana de aquel día.

Los que entraban a la Villa eran los de la mina e ingenio de los Rodríguez en son de ataque a órdenes de Pagador y Jacinto Rodríguez.

Iban las calles en hileras. Tomaron dos vías para tomar la plaza y distinguidos que fueron los asaltantes, se prepararon los otros a la defensa. Al mismo tiempo, Pagador ordenaba a los suyos a ponerse en columnas cerradas y echarse al asalto. Toda la gente formó una masa compacta y gritando se abalanzó sobre los de la plaza, cuando Rodríguez con los otros, hacía esto mismo por otra calle.

En este estado, la esquina por donde embistió Rodríguez, había sido abandonada por los acuartelados que eran de la compañía de Manuel Serrano y dejaron el paso libre gritando: ¡mueran chapetones! Poniéndose de parte del pueblo.

Donde comandaba Pagador, si bien resistieron el primer empuje, cedieron, casi inmediatamente, de oír a sus espaldas gritos de: ¡Mueran los chapetones!

Desde ese momento todos los soldados se pusieron a favor de los sublevados y el espanto era indescriptible. Los mueras, los vivas, los quejidos de algunos heridos, los gritos de personas que eran pisoteadas y los silbidos, resonaban por doquier junto con los sollozos y el llanto de las mujeres que llamaban a gritos a los suyos y los llamaban con voz angustiada y las campanas que envalentonaban con sus sones; producía, todo aquello, un caos indescriptible.

Todos gritaban: ¡Mueran chapetones! ¡Muera el Corregidor!

Los españoles que defendían la plaza siendo ya inútiles sus esfuerzos, huyeron en todas direcciones confundiéndose con el pueblo que aumentó extraordinariamente con la chusma.

Las indagaciones de Marcos Beltrán Ávila sobre los sucesos de febrero de 1781, le inspiraron la novela histórica El 10 de febrero, obra que obedeció al propósito de llegar al pueblo con la noticia de los sucesos sangrientos acontecidos en el pasado de la Villa de San Felipe de Austria (Oruro).

La obra de Beltrán Ávila siempre estuvo precedida por su probidad e independencia de criterio, y sus investigaciones condujeron a nuevas reflexiones sobre la historia patria. Una de las que desató más controversias fue El Tabú bolivarista (1960) donde, con valiosos elementos de juicio, concluye en que Bolívar fue un opositor a la independencia del Alto Perú, porque a la creación de pequeñas naciones, oponía las grandes.

Entre otras de sus obras, destacan la novela Botón de rosa (1912) y los ensayos Historia del Alto Perú en 1810 (1917), Ensayos de crítica histórica. Al margen de algunos libros bolivianos (1924), Capítulos de la Historia Colonial de Oruro (1925), La tormenta en el jardín de Epicuro (1941) y, La pequeña gran logia que independizó a Bolivia (1948).

Fuente: "Letras orureñas. Autores y antología"

(C. Condarco, B. Chávez y M. Zelaya) - Fundación Cultural ZOFRO y Plural Editores, 2016.

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