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Domingo 10 de febrero de 2019

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Cultural El Duende

La carta

10 feb 2019

Hugo Murillo Benich

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Segunda y última parte

Nunca la había contemplado desde tan cerca y, ahora que ella pasa por mi lado, veo que sus facciones no se parecen en nada a la figura que estaba acostumbrado a ver de lejos. El cambio es muy notorio. Sus ojos, tan vivaces a cierta distancia, ya no tienen el brillo húmedo que tanto me atraía; vistos de cerca parecen dos abismos sin fondo, recortados caprichosamente por un accidente de la naturaleza en un campo de nieve donde unos ralos matorrales crecen a modo de pestañas. Su frente se halla surcada por innumerables arrugas finas que ella vanamente ha tratado de ocultar con un maquillaje cuyo aroma recuerda a violetas marchitas o mal conservadas en alcohol durante mucho tiempo.

Consciente de las reacciones que me produce este examen, ella evita verme los ojos, baja su mirada fingiendo prestar atención a unas fisuras del piso y se dirige hacia un lado.

De súbito, cuando ella se está alejando con un movimiento pausado, una brisa se cuela por entre las rendijas de la ventaja y, barriendo el polvo silíceo acumulado en el marco y el pretil, me envuelve en una nube de partículas doradas, me despeina y se lanza contra ella para atenazarla caprichosamente. Sus cabellos permanecen verticales, inmóviles como alambres de plomo; pero su blusa se agita en convulsión desordenada; pequeñas ondas rectas se forman en el extremo inferior y, cuando la brisa comienza a disiparse, la blusa se comba, hundiéndose en una cavidad enorme que ocupa toda su espalda. La seda forma un tapiz que se acomoda a las concavidades de la parte delantera de su pecho, sigue las sinuosidades de sus costados y, junto con el resto de piel que le queda, forma una especie de cascarón que sostiene apenas por adelante a su grácil cuello y a sus hombros que cuelgan siguiendo un arco voluptuoso.

De súbito, cuando ella se está alejando con un movimiento pausado, una brisa se cuela por entre las rendijas de la ventaja y, barriendo el polvo silíceo acumulado en el marco y el pretil, me envuelve en una nube de partículas doradas, me despeina y se lanza contra ella para atenazarla caprichosamente. Sus cabellos permanecen verticales, inmóviles como alambres de plomo; pero su blusa se agita en convulsión desordenada; pequeñas ondas rectas se forman en el extremo inferior y, cuando la brisa comienza a disiparse, la blusa se comba, hundiéndose en una cavidad enorme que ocupa toda su espalda. La seda forma un tapiz que se acomoda a las concavidades de la parte delantera de su pecho, sigue las sinuosidades de sus costados y, junto con el resto de piel que le queda, forma una especie de cascarón que sostiene apenas por adelante a su grácil cuello y a sus hombros que cuelgan siguiendo un arco voluptuoso.

Cuando la brisa cesa por completo la blusa vuelve a ocupar su posición original y una espalda inexistente oculta el vacío causado seguramente por los estragos del mal.

Tan pronto como el café está servido, los tres nos sentamos de buen talante alrededor de una pequeña mesa. Yo hago circular la azucarera, él recuerda la última vez que nos reunimos con el mismo motivo y ella enmanteca unos panecillos algo enmohecidos y duros, pero de sabor agradable.

La conversación se hilvana, como de costumbre, centrándose en asuntos sin importancia. Yo dejo de escuchar, hipnotizado por nuestros reflejos en la cafetera que brilla como nunca, como si tuviera una luz interior. Nuestras imágenes parecen tener vida propia y se mueven con animación extraordinaria. Unos rostros extremadamente delgados, reducidos a finas líneas verticales y contraídos en contorsiones imperceptibles, se acomodan a la redondez de la superficie metálica. A veces se aproximan para observarnos de cerca y sus ojos se desorbitan transformándose en apéndices tan grandes, que parecen gusanos blancos tratando de romper la barrera que nos separa. Sus contorsiones son repulsivas y atrayentes a la vez. Pero mi aversión vence, y estoy a punto de derribar la mesa y desparramar por el suelo todo lo que está sobre ella; mas mi impulso se disipa cuando las cabezas retroceden a sus posiciones originales. Una mano diminuta, que estaba recogida sobre sí misma en un ángulo de la mesa, se repliega en sinuoso ademán y luego se adelanta hasta adquirir proporciones desmesuradas. Dedos que no guardan ninguna relación de tamaño con el resto del cuerpo se mueven ágilmente a pesar de su gigantismo y levantan un objeto dorado. La mano vuelve a su tamaño inicial y el objeto se mueve disolviéndose en un óvalo de contornos vagos.

En este mismo momento se oye un estrépito ensordecedor seguido de gritos que no parecen salir de gargantas humanas. Me agrada imaginar que el edificio íntegro sufre otra de sus conmociones y que los acontecimientos sobrevenidos durante el último hundimiento volverán a repetirse dentro de unos instantes. Aguzo mis oídos con la esperanza de escuchar el resquebrajamiento de paredes y pilares, el ahondarse de las grietas actualmente existentes y los ruidos que provienen del subsuelo� Caerán del techo pesadas nubes de polvo, la gente cruzará con velocidad vertiginosa mi cuarto que se desploma, en el piso se abrirán fosas descomunales y a través de ellas veremos un espacio erizado de tinieblas; algunos se precipitarán al abismo, y aun cuando lleguen al suelo donde permanecen intactos los escombros acumulados durante años, creerán que su caída continúa. �nicamente mi escritorio y la carta permanecerán inmóviles. Sólo entonces me levantaré con lentitud deliberada�

Se diría que mis visitantes esperaban este ruido como una señal para partir. Las dos imágenes hacen grandes movimientos. Sus cabezas se alejan a alturas increíbles y aparecen dos estómagos dilatados y a punto de estallar. Las manos que cuelgan a los lados se retuercen con torpeza. Y, como si estuviera yo escuchando a través de un sueño del que no puedo despertarme, percibo algo parecido a una despedida.

Quisiera acompañarles hasta la puerta, imitando los ademanes que hacen los personajes distinguidos; quisiera estrecharles las manos y decirles que su compañía ha sido para mí un remanso pleno de alegría y satisfacción. Pero un letargo profundo se ha apoderado de mi cuerpo. La tercera imagen, la única que se ha quedado paralizada, me contempla desde las profundidades de una estructura impenetrable; y mis manos, casi en contacto con aquellas otras que se asoman con una perspectiva inconcebible, permanecen yertas y frías.

Al fin, después de una eternidad en la que me debato entre la postración absoluta y un agradable adormecimiento, las otras dos imágenes desconcertadas por mi catalepsia, se alejan titubeando, se desdoblan en cuarto figuras., giran en torno a un punto brillante, se reúnen en un toque difuminado y desaparecen sigilosamente.

En los espacios desocupados han surgido de improviso otras imágenes tan inesperadas que mi atención se concentra muy pronto en ella, sobre todo en la de la izquierda, donde la complejidad y el colorido son magníficos. Por momentos no sé si podré apreciarla en su exacto significado, pues ella no corresponde a nada de lo que se encuentra dentro de mi cuarto. �nicamente después de hacer un gran esfuerzo, apelando a mi perspicacia y a los recuerdos que se imbrican desordenadamente en lo más profundo de mi frágil memoria, acabo de descubrir la correcta interpretación que debe darse a aquellas figuras casi microscópicas que se muestran allá donde antes se encontraba el reflejo de una persona. Se trata simplemente de la escena exterior que se ve desde mi ventana. Y esto gracias a un fenómeno óptico producido por las planchas metálicas relucientes que fueron colocadas a manera de cielo raso para reforzar el techo de mi habitación, ya que este amenazaba caerse como secuela del anterior desastre. Desde luego -y esto aumenta la confusión- la escena está varias veces distorsionada por los reflejos sucesivos: el caballo, que se ha hinchado por el calor, tiende a elevarse como un globo inflado con algún gas ligero y, al no poder liberarse de la cuerda, se mueve atrapado en una trayectoria compuesta por pequeños óvalos deformes. Las mujeres que lo atormentan y los hombres que sujetan la cuerda, moviéndose con intermitencia y en forma desordenada, parecen insectos atrapados en el interior de una bóveda irregular de cuyas salientes cuelgan nidos de seda y fragmentos de objetos diversos que de una manera u otra se han adherido a la seda. El cielo semeja un charco verdoso donde flotan plantas afectadas por hongos espumosos. Los pájaros, que de cuando en cuando surcan los aires en vuelo raudo y silencioso, parecen ninfas nadando presurosas en busca de presas indefensas. En el límite entre la bóveda y las aguas, el incendio se ha extendido de un extremo a otro y se ha transformado en una hilera de flores rojas cuyos tallos negruzcos se agitan suavemente y se pierden en las profundidades de las aguas.

Al ver todo esto una profunda melancolía invade mi ser. Y para mitigarla desvío mi mirada concentrándome en el otro reflejo: en una atmósfera bañada por luces inciertas un cuadrilátero blando de forma romboidal está flotando en perfecto equilibrio sobre dos vértices opuestos. Uno de ellos está situado tan lejos, que sus lados concurrentes son casi paralelos; el otro, el que reúne a dos lados gigantes, se prolonga en un hilo luminoso, penetra en mi imagen y la corta en dos mitades asimétricas�

Hugo Murillo Benich. Oruro, 1941. Ingeniero, pintor y poeta. Precursor de la narrativa fantástica en Bolivia.

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