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Tal vez resulte imposible sustraerse a los sesgos con los que teñimos nuestras visiones de la realidad, y puede que además estemos satisfechos de que ocurra asÃ, pues nos conforta sentirnos acogidos por otros seres humanos que piensan o sienten lo mismo que nosotros, hacernos piña, no sentirnos excluidos por disonar al menos de quienes tenemos más cerca, en el sentido más amplio de ese cerca.
Resulta posible también que el sesgo ideológico sea más fuerte que otros, que arrastre más pulsiones tribales, que la noción de enemigo -por encima de la de adversario- haga despertar fantasmas arraigados desde el miedo más profundo a los otros, a los diferentes, a los ajenos. Por eso llenamos de ideologÃa y de banderas y de lemas guerreros aspectos tan aparentemente nimios como el deporte, que refleja muy bien esas ansias de imponerse, de estar por encima, de despreciar, protegidos por el anónimo de la masa.
¿Ocurre también con la literatura? ¿Puede existir una creación escrita sin ideologÃa, hasta si incluimos en ella los manuales de autoayuda? ¿Y una lectura? Porque no podemos negar que la lectura más inocente -aquella que nos absorbÃa y nos sacaba del mundo cuando éramos niños- estaba contagiada por el contraste con nuestra propia infancia. En mis años de lector apasionado de Enid Blyton, los pasteles de carne y las galletas de jengibre me parecÃan de un exotismo que sobrepasaba con creces el pan con chocolate de mis meriendas, y las aventuras por la campiña (no se decÃa campo, se decÃa campiña) me sonaban a cosas de otro mundo. Lo eran.
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¿Ocurre también con la literatura? ¿Puede existir una creación escrita sin ideologÃa, hasta si incluimos en ella los manuales de autoayuda? ¿Y una lectura? Porque no podemos negar que la lectura más inocente -aquella que nos absorbÃa y nos sacaba del mundo cuando éramos niños- estaba contagiada por el contraste con nuestra propia infancia. En mis años de lector apasionado de Enid Blyton, los pasteles de carne y las galletas de jengibre me parecÃan de un exotismo que sobrepasaba con creces el pan con chocolate de mis meriendas, y las aventuras por la campiña (no se decÃa campo, se decÃa campiña) me sonaban a cosas de otro mundo. Lo eran.
La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie cuenta lo siguiente en una charla Ted ampliamente conocida: "Cuando comencé a escribir, a los siete años, [Â?] todos mis personajes eran blancos y de ojos azules, que jugaban en la nieve, comÃan manzanas y hablaban todo el rato sobre el clima: "qué bueno que el sol ha salido". Esto a pesar de que vivÃa en Nigeria y nunca habÃa salido de Nigeria, no tenÃamos nieve, comÃamos mangos y nunca hablábamos sobre el clima porque no era necesario".
¿El club de fans de GarcÃa Márquez debe ser necesariamente marxista y el de Vargas Llosa no se sabe muy bien qué, según a quién consultemos? Como lectores, ¿somos capaces de ir más allá de nuestra cercanÃa o lejanÃa ideológica con nuestras lecturas? ¿Es bueno que lo seamos? Ya he contado en más de una ocasión cómo conozco (y mucho) a una profesora universitaria de literatura que se niega a leer a Vargas Llosa sólo por cuestiones ideológicas, tanto polÃticas como de género. Y en cuanto a la poesÃa, ¿sus lectores deben tener una determinada visión ética del mundo? ¿Desde qué perspectiva?
Todo esto viene a cuento por la reciente (y valiente) edición en la editorial Sexto Piso, y con traducción de Jan de Jager, de los Cantos de Ezra Pound, la obra más ambiciosa de quien, a pesar de los lavados de cara de sus contemporáneos y alguno más reciente, abrazó el fascismo sin hacerle demasiados ascos. Su enfermedad mental, de la que siempre se ha dudado, ¿pudo ser real, roto Pound por sus propias contradicciones?
Si el poeta concibió una obra magna que diera sentido épico a nuestra contemporaneidad ("los canÃbales de Europa se están comiendo otra vez unos a otros"), ¿serÃa esta obra una épica del fascismo o una épica del propio siglo XX en su locura autodestructiva? Porque podrÃa ocurrir que Pound no hiciera otra cosa más que desarrollar en sà mismo el fascismo que cada generación parece deseosa de aportar al mundo que le ha tocado vivir, con el anhelo suicida de aplastar cada paso adelante que la humanidad ha ido dando en pos de una mayor fraternidad, o al menos de una convivencia más llevadera.
Si a estas alturas del siglo XXI -treinta años después de que otro poeta, Radovan Karadzic, pudiera terminar de convencer a los más ingenuos de que la poesÃa no tiene entre sus atributos preservarnos del mal- nos acercamos a la obra de Ezra Pound sin demasiados prejuicios, encontraremos la cosmovisión de un hombre que no pudo o no quiso sustraerse al atractivo polÃtico de un antiguo socialista revolucionario, periodista, profesor en algunos momentos de su vida y fundador del fascio, Benito Mussolini, y al tiempo el mismo hombre que revisó con Eliot la edición de La tierra baldÃa. El mismo hombre que fue un propagandista del Eje por las ondas de radio y del que Olga Rudge, la mujer con la que pasó el último decenio de su vida en Venecia una vez disuelto su matrimonio, y que años atrás le habÃa dado su única hija, afirmaba en una entrevista en el año 1985: "Ezra no se interesaba por la polÃtica. A él le gustaba la economÃa. Era un hombre justo y austero. Odiaba la usura, combatió el imperialismo económico de Estados Unidos, la polÃtica de los bancos".
El mismo Ezra Pound que confesó en uno de sus Cantos:
He intentado escribir el ParaÃso
No te muevas
Deja que hable el viento
que es el paraÃso.
Que los Dioses perdonen
lo que hice.
Que los que amo
procuren perdonar
lo que hice.
Tomado de: El cuaderno