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Domingo 27 de enero de 2019

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Cultural El Duende

La carta

27 ene 2019

Hugo Murillo Benich

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Primera de dos partes

A través de los vidrios empañados de mi ventana, con una calma aparente que trata de alejar mi atención de la carta cuya forma rectangular se destaca nítidamente sobre mi mesa de trabajo, observo cómo a lo lejos una lengua de fuego desciende de los cielos e incendia los barrios periféricos y cómo varias siluetas pequeñas y oscuras, recortadas en el resplandor de las llamas, tratan de huir con ademanes insensatos.

En medio de este pandemonio, no deja de preocuparme una figura diminuta apoyada en el antepecho de una ventana. La distancia no me permite apreciar detalles, sin embargo su inmovilidad y su resignación dejan adivinar el busto de una mujer joven cuyo rostro vuelto hacia la parte destruida de la ciudad tiene los rasgos de aquellas personas que desde temprana edad han mostrado signos de madurez y melancolía sin causa aparente.

No quiero continuar siendo espectador de la catástrofe. Tampoco puedo, como es mi deseo, dar media vuelta y refugiarme en la penumbra de mi cuarto, pues allá está la carta que espera ser abierta desde hace varios días. No me resta más que examinar lo que acontece aquí abajo, en este laberinto formado por edificios y callejones vetustos que se intersectan caóticamente, mostrando una increíble mezcla de arquitectura y una falta absoluta de lógica en su disposición. Aquí hay estructuras semiderruidas, paredes que se yerguen sobre cimientos despedazados, contrafuertes inclinados, columnas que cuelgan en lugar de sostener, techos hundidos, escaleras que no conducen a ninguna parte y que, sin embargo, se penetran unas en otras para sostenerse y salvar las profundas grietas que corren en zigzag por las estrechas callejuelas.

No quiero continuar siendo espectador de la catástrofe. Tampoco puedo, como es mi deseo, dar media vuelta y refugiarme en la penumbra de mi cuarto, pues allá está la carta que espera ser abierta desde hace varios días. No me resta más que examinar lo que acontece aquí abajo, en este laberinto formado por edificios y callejones vetustos que se intersectan caóticamente, mostrando una increíble mezcla de arquitectura y una falta absoluta de lógica en su disposición. Aquí hay estructuras semiderruidas, paredes que se yerguen sobre cimientos despedazados, contrafuertes inclinados, columnas que cuelgan en lugar de sostener, techos hundidos, escaleras que no conducen a ninguna parte y que, sin embargo, se penetran unas en otras para sostenerse y salvar las profundas grietas que corren en zigzag por las estrechas callejuelas.

Precisamente cerca de la hendedura y al pie de una casa milagrosamente sostenida por puntales de madera, varios hombres jadeantes se hallan tirando el extremo de una gruesa cuerda. Esta se pierde en lo alto de la casa, donde emerge un curioso armazón de troncos y poleas. El mecanismo parece ser innecesariamente complicado, pues hay varios troncos que no sostienen absolutamente nada y se apoyan sin motivo sobre la cuerda, haciendo que ésta forme codos y bucles antes de tocar las poleas; estas últimas segregan en cada pequeño giro que se produce de tiempo en tiempo, una sustancia viscosa y negruzca que salpica las caras de los curiosos arremolinados en uno de los balcones de la casa.

Al otro lado, por la parte opuesta al balcón mencionado y fuera de la vista de sus ocupantes, la cuerda reaparece atravesando un orificio practicado en el alero del techo y desciende unos seis metros hasta terminar liada a la cincha de un caballo. El animal, con las patas en el aire, oscila pausadamente por encima de las cabezas de varias mujeres, quienes, impertérritas ante los lastimeros relinchos, levantan sus faldas con una mano para facilitar sus movimientos y con la otra hunden aguzadas picas de madera en el vientre y en los costados del animal.

La vista de aquel grupo enardecido que se mueve desordenadamente, blandiendo sus armas manchadas de sangre y líquidos viscerales, y de aquel caballo que se mueve como un péndulo de acuerdo con los golpes que recibe y las tensiones de la cuerda que lo sostiene, me provoca tal emoción que debo apoyarme en el marco de la ventana para evitar un mareo.

Es entonces cuando escucho, con el aliento entrecortado y los ojos velados por unas lágrimas involuntarias, unos golpes tímidos que resuenan detrás de mí con marcada cadencia. Me doy la vuelta, balbuceo unas palabras incoherentes y, antes de que se abra la puerta, adivino la visita de alguna persona o delegación que viene expresamente a conversar conmigo.

En realidad, no es necesario adivinar, pues los demás no se molestan en llamar; simplemente abren la puerta sin pedir permiso; ignorando mi presencia, atraviesan la estancia hacia la derecha o hacia la izquierda conforme a sus propias necesidades y caprichos; alguno inclusive se detiene en medio camino y argumenta en voz alta consigo mismo antes de continuar su marcha.

Al principio esto me provocaba arrebatos de indignación. Clamaba por mi intimidad y mi independencia, protestando contra la invasión de mi aposento, insultando a los transeúntes que por entonces mostraban todavía cierta timidez y se deshacían en disculpas y cumplidos. Los pobres no tenían otra alternativa, pues las escaleras y pasillos que conectaban el exterior y el resto de la casa con los departamentos interiores, habían sido destruidos por el hundimiento que formó un gran abismo donde antes se hallaba la parte más poblada del edificio; y la única manera de transitar era atravesando mi cuarto que, por casualidad, quedó a guisa de puente colgante entre lo que subsistía de los departamentos del quinto piso y un corredor lindante con una escalera de servicio.

La puerta que comunica con el exterior se abre lentamente y dos cabezas asoman con ademán irresoluto. Reconozco al punto a dos amigos de infancia que, a pesar del tiempo, han sabido guardar la reserva necesaria para que nuestra relación se conserve en un plano de cierto interés y no haya decaído en una vulgar ligazón sancionada por la costumbre.

Después de los saludos habituales, al mismo tiempo que yo dirijo unas miradas furtivas para apreciar el estado del caballo y mientras cruzo un gesto de reconocimiento con la figura de la muchacha que a distancia espera pacientemente la llegada de fuego, mis amigos se han acomodado a instancias de una invitación mía. �l se ha sentado frente a mi escritorio, justamente con el rostro dirigido hacia la carta cuya blancura se destaca notoriamente sobre la madera de color caoba. �l finge no haberla visto; sin embargo yo sé que el sobre, con letras nítidamente marcadas y el gran sello de lacre usado sólo en la correspondencia oficial, no pueden haber dejado de llamarle la atención. Su control es impecable; él sabe muy bien ocultar sus verdaderos sentimientos bajo una máscara de desdén y augusta concentración en sus propios pensamientos. Por el contrario, su compañera, una vez que ha salvado la cortedad inicial del encuentro, es muy efusiva y no para en mientes para demostrar o, por lo menos, dejar adivinar sus sentimientos y compartir las emociones de los demás. Tal es así que acabo de sorprenderla mirando fugazmente el sobre. Y, aunque el movimiento de sus ojos fue muy breve, estoy seguro de que su apreciación ha sido calculada y penetrante.

Nos miramos de hito en hito y una sonrisa, que mezcla la compasión y la curiosidad, se dibuja tenuemente en sus finos labios. Yo, por mi parte, sonrío tratando de conservar el aplomo. Quiero darle a entender que estoy dispuesto a aceptar cualquier situación nueva, que o dispuesto por el ministerio no habré de tomarlo necesariamente como un daño irreparable o como una determinación que implique un cambio irreversible. Quiero hacerle comprender que mi indiferencia se halla demostrada por el hecho de no haber roto ni siquiera el lacre para leer el contenido de la carta�

De pronto, este diálogo mudo, que me permite disimular mis propias inquietudes y la histeria irracional que ha comenzado a apoderarse de mí desde la visita del mensajero, es interrumpido por la llegada de unos vecinos que abren la puerta de la izquierda con violencia inusitada. Dos hombres ingresan dando órdenes e indicaciones con gran despliegue de conocimientos acerca de componentes radiales de funciones de onda, pasos a través de barreras de potencial, funciones de onda cuasiclásica dentro de las barreras. Otros cuatro hombres, a quienes está dirigida la perorata, ingresan a continuación con un aire en extremo sumiso. Uno de estos últimos se adelanta precipitadamente para abrir la otra puerta, y todos ellos, después de reunirse por un instante en torno a una mano que se mueve con destreza siguiendo la trayectoria de unos signos incomprensibles trazados en el aire, desaparecen dejando en la sala un silencio denso e imponente.

De los dos visitantes sólo él no ha dado importancia a la intromisión y continúa mirándome fijamente como si nada hubiera sucedido. En cambio ella no ha podido contener su curiosidad y, volviéndose para observar el raro desfile, se ha levantado del sillón donde yacía cómodamente arrellanada.

Sintiéndose un tanto confusa, después de haber dado dos pasos hacia la puerta de la derecha, continúa caminando con el pretexto de preparar café.

Debo darle algunas indicaciones; pues, posteriormente a la última visita que me hicieron, tuve que reordenar mis enseres, despejando el lugar que ahora sirve de paso común.

Ella se vuelve, pasa por mi lado, atraviesa la zona de intensa luz, cerca de la ventana, y se dirige al rincón donde se halla instalada una pequeña cocinilla eléctrica. Yo sigo sus movimientos, admirando su delicada silueta y ese algo indefinible que constituye la aureola de las personas que padecen una larga enfermedad.

Continuará

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